Acabó la película, comenzaron los títulos de
crédito finales... y entonces, tras una hora y media anterior de
desconcierto e interés a partes iguales, llegué a la conclusión (más
bien fue una sensación) de que había visto una buena película. Realmente
buena, pero también distante, rupturista, desalentador y evocador. Muy
evocador. De sensaciones y vísceras. La verdad sea dicha, me cuesta
definir esta película, me temo que escapa a cualquier tipo de
(simplista) etiqueta o categorización. Quedarse en la butaca del cine
mientras pasan los títulos de crédito (que también valen la pena ver,
aun no contándote nada nuevo, y especialmente escuchar) me permitió
tomarme unos segundos en stand by y dejar que fluyeran sensaciones. Me
gustó la película, sí, pero no pude evitar removerme en esa misma butaca
unas cuantas veces a lo largo del metraje.
Javier Rebollo se tira a la piscina con esta película, escrita a cuatro
manos juntamente con Lola Mayo, y obliga al espectador a mojarse
también. Se ha hablado mucho sobre el uso de la voz en off en esta
película. Una voz en off que entra desde el principio, mucho antes que
el propio título del filme, y que suponen una experiencia metanarrativa
desasoegante a la par que fascinante: a medida que avanza la historia de
Santos (José Sacristán), un enfermo de cáncer de quien pronto
descubrimos que es un asesino a sueldo que no asesina, la voz en off de
Mayo y Rebollo (que se reparten la labor e incluso se pisan las
intervenciones), incide en la trama, la comenta, la matiza, la
contradice incluso. El sonido también desconcierta: a veces se produce
el silencio mientras ves que las imágenes están en movimiento o
interviene la voz en off, hay disonancias y se juega con la capacidad
del espectador para no desesperarse. Rebollo nos cuenta la historia de
este pistolero crepuscular llamado Santos, un español de Chinchón (como
el propio Sacristán) que cuando quiere habla mal el acento y el estilo
argentinos, que se dirige hacia ninguna parte, cargado con una neverita
llena de dosis de morfina. Santos se muere, emprende un viaje por
diversas provincias argentinas montado en su particular caballo/coche
llamado Camborio; acoge/recoge a Erika (Roxana Blanco), una mujer que
también ha huido/huye de algo; inicia un último viaje, sin rumbo fijo,
cargado con la poca morfina que le queda, una pistola, unas gafas
oscuras y una memoria fallida. Por el camino, fantasmas, el recitado de
nombres de personas que mató, el paso por diversos lugares como si de un
western se tratara, la aridez de lo desconocido, el camino que no lleva
a ningún lado.
Película muy ambiciosa la de Javier Rebollo, que fuerza al espectador a
ser paciente, a dejarse llevar por un personaje como Santos, sabio y
mísero, atractivo y deleznable. El asesino a sueldo que no asesina, el
hombre que no sabemos lo que busca. La película tiene múltiples lecturas
y el final es más que discutible. Y la sensación que te queda al
finalizar la aventura es de desarraigo y pena. Pero, ¿sabéis qué? Vale
la pena subirse a Camborio junto a Santos y dejarse llevar..
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