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El trasatlántico zarpó de Southampton (Inglaterra) el 10 de abril de 1912, con escalas en Cherburgo (Francia) y Queenstown (actual Cobh, en Irlanda), donde terminó de completar el pasaje, y puso rumbo directo a Nueva York a través de las calmadas pero frías aguas del Atlántico norte. Según declaraciones posteriores del segundo oficial Charles Lightoller, el buique navegaba a una velocidad de 20 a 21 nudos la noche del 14 al 15 de abril; en su primer día de viaje completo, superó las 500 millas de recorrido, lo cual alentó las esperanzas (y las prisas) de J. Bruce Ismay. La estación era propicia para encontrar témpanos de hielo, sin embargo, y los avisos de los radiotelegrafistas de los barcos ‘Coronia’, ‘Noordam’, ‘Baltic’, ‘Amerika’ y ‘California’, invitaban a la prudencia, que es lo que habría preferido el capitán Smith, tras recibir los mensajes de la cabina de comunicaciones, dirigida por Harold Phillips y Harold Bride. El viaje fue tranquilo hasta la noche del 14 de abril: a las 23:40 horas Fred Fleet, uno de los vigías del barco, avistó un iceberg a unos 600 metros por proa. De inmediato se avisó al puente. El primer oficial, William Murdoch, que estaba de guardia, supo de inmediato que el choque era inevitable y ordenó contramarchas y virar todo a estribor, cuando apenas estaban a 400 metros del iceberg. Pero detener un barco de más de 46.000 toneladas era casi imposible y hacer que virase a estribor con tan poca distancia, inútil. Un barco de las dimensiones del ‘Titanic’ necesitaba tiempo para invertir la trayectoria; y tiempo era precisamente lo que no tenía para evitar la catástrofe. La colisión se produjo poco más de un minuto después del avistamiento de la masa de hielo: ésta acuchilló el barco por el costado de estribor, bajo la línea de flotación. El agua penetró en los mamparos e inundó inmediatamente la sala de máquinas y cinco compartimentos estancos. Se ordenó parar máquinas y se hizo una revisión de los daños. Dos horas y media después, el ‘Titanic’ yacía en el fondo del Atlántico, a 1.500 millas de la costa de Terranova y a 3.700 metros de profundidad. Se había llevado consigo la vida de 1.523 pasajeros.
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Muchos pasajeros no se enteraron de la colisión y los que la notaron apenas le dieron importancia. Los salones permanecieron abiertos, el juego siguió en las mesas y muchos pasajeros se quedaron durmiendo en sus camarotes. Pero el capitán Smith ya había ordenado enviar mensajes de socorro, se repartieron chalecos salvavidas y se empezó a concentrar a los pasajeros de primera clase en cubierta, iniciándose la ocupación de los botes a las 00:30 horas. La consigna “las mujeres y los niños primero” empezó a ser escuchada y empezó el caos; los pasajeros de tercera clase apenas la oyeron y fueron encerrados en su zona del barco, mientras los de primera eran embarcados en los botes. Hubo escenas de cobardía y de valentía por parte de algunos hombres, se oyeron disparos para alejas de los botes a los más impulsivos, la orquesta siguió tocando mientras el agua entraba ya en el buque, que comenzaba a escorarse de proa (se repitió hasta la saciedad que la última pieza tocada fue Nearer My Good To Thee). A medida que se hundía la proa, se elevaba la popa, hasta el punto de que, incapaz de soportar la presión, el casco se partió. La proa se hundió, planeando hasta el fondo, mientras la popa, según contaron algunos supervivientes, se elevó hasta ponerse prácticamente vertical, manteniéndose así durante un apr de minutos. Finalmente, a las 02:20 de la madrugada del 15 de abril de 1912, lo que quedaba del ‘Titanic’ desapareció bajo el mar. Los botes salvavidas recogieron a unos 700 supervivientes; en la zona donde se hundió el barco, sin apenas producir el temido efecto de succión que obligó a los botes a alejarse, quedaron centenares de personas flotando en las frías aguas y chillando, unos gritos que desde los botes se percibió «como rayos, inesperados, inconcebibles» (p. 265), hasta que sus gemidos cesaron y murieron congeladas. A las cuatro de la madrugada llegó el buque ‘Carpathia’, apenas tres horas y media después de recibir la señal de socorro, y recogió a los supervivientes en las horas siguientes. A las 20:30 horas del 18 de abril, los supervivientes llegaron a Nueva York y la noticia del desastre, que ya se había anticipado los días previos, se confirmó. Entonces, en las sedes de la White Star Lines se colgaron las listas de los desaparecidos.
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«un contingente de ricos ociosos que cruzaban el Atlántico con regularidad, una nueva clase de norteamericanos que tenían casa en París o hacían la travesía a menudo para pasar la temporada de invierno en Londres o en el continente. Pero los camarotes de primera clase lo ocupaban personas que habían llegado muy alto trabajando duro. El artista y escritor Frank Millet, por ejemplo, se dirigía a Washington para ayudar a decidir el diseño del Monumento a Lincoln. Su amigo Archie Butt, asesor de la Casa Blanca, regresaba a su país para preparar la dura campaña de las elecciones presidenciales de aquel otoño. El empresario de los ferrocarriles Charles Hays viajaba de regreso a Canadá para inaugura un nuevo hotel de su compañía, el Château Laurier de Ottawa. Y la citada lady Duff Gordon era una de las principales diseñadoras de moda del Reino Unido y tenía asuntos apremiantes que atender en su salón de Nueva York. En la vida de estas personas y de otros pasajeros se puede constatar una significativa convergencia de todos aquellos acontecimientos, asuntos y personalidades que formaban, en palabras de Walter Lord [autor de La última noche del ‘Titanic’, reciente y oportunamente reeditado por DeBolsillo], “un exquisito microcosmos de la era eduardiana”».Todos estos pasajeros conforman algo más que la muerte de unos pasajeros de primera clase en un buque de lujo. El hundimiento del ‘Titanic’, del que precisamente se cumple el centenario, puede simbolizar el fin de un período y el inicio de otro en el mundo de la navegación, además de ser la metáfora del fin de un mundo que, en apenas dos años, se estaría desgarrando en las trincheras del noroeste de Francia. Quizá sea cierta esta percepción, repetida hasta la saciedad. Pero también es cierto que el desastre, como comenta el propio Brewster, en la parte final del libro, propició cambios en materia de seguridad marítima. Se convocaron las conferencias navales internacionales de 1913 y 1929, en las que se decidieron normas como la obligatoriedad de no apagar la radio bajo ninguna circunstancia (hecho que quizá hubiera retrasado la catástrofe final); se revisaron los criterios de inspección de los barcos, tanto durante su construcción (estabilidad y compartimentado) como en el momento de hacerse a la mar (número máximo de pasajeros y tripulantes, existencia de botes salvavidas suficientes para todos); se crearon patrullas especiales, que navegarían en busca de hielos flotantes por debajo de determinadas latitudes y que avisarían del peligro; se modificaron normas jurídicas relativas a la jurisdicción e incluso se cambió la señal de socorro (S.O.S.) por la de “Mayday, Mayday”. Se hizo todo lo posible por evitar que una tragedia como la del ‘Titanic’ se volviera a repetir.
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«[…] se me ocurre que el ‘Titanic’ es el ejemplo perfecto de algo con lo que todos podemos identificarnos: la progresión de casi todas las tragedias de nuestra vida, que empiezan con una incredulidad que deriva en inquietud creciente para desembocar en la conciencia plana. Todos estamos familiarizados con esta secuencia y la vemos desplegarse una y otra vez en el ‘Titanic’, siempre a cámara lenta» (citado en p. 12).
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