Oderint dum metuant. Que me odien mientras me teman. Ese fue el lema de Cayo Julio César Augusto Germánico (12-41 d.C.), apodado Calígula (por el mini calzado militar que su madre Agripina le puso de pequeño mientras ambos acompañaban a Germánico en la frontera del Rin) según Suetonio. Y según Suetonio fue un monstruo (según la lista interminable de defectos y tropelías cometidas que acumula el autor desde el capítulo XXII de su biografía). No sólo según este biógrafo: el tópos literario del autócrata cruel, sanguinario, loco, sexualmente voraz y maniático se mantuvo entre los autores de la primera generación (Tácito, Filón, Flavio Josefo), pasó a Suetonio (cuya biografía es la cima del chismorreo y en no pocas veces la burda invención), luego a Dión Casio y los autores cristianos, y quedó en el imaginario colectivo hasta prácticamente hoy. No hay novela sobre el personaje que no mencione su locura, epitomizando sus vicios y crueldades, o incluso alguna que otra película, trufada de escenas pornográficas, no duda en caer en la consabida reiteración de lugares comunes sobre la leyenda negra de Calígula, aun planteando un guión interesante sobre la psique del personaje.
Calígula es quizá uno de los personajes más vilipendiados de la historia de la humanidad. Y el relato de sus salvajadas se recita casi como una letanía en todo tipo de ensayos, biografías y novelas históricas. Y probablemente haya una cierta base en todo ello, pero el estado fragmentario de las fuentes no nos permite dilucidar a ciencia cierta qué hay de realidad y qué de ficticio en la imagen transmitida durante siglos: la fuente más completa y en general la más discutible la proporciona Suetonio, base de textos posteriores como el de Dión Casio, mientras que los libros de Tácito en sus Anales sobre el personaje, no siendo precisamente un autor favorable, se han perdido, dejándonos sin un contrapunto más ajustado a la realidad (hasta cierto punto, claro). Filón de Alejandría, un autor contemporáneo y que conocido personalmente a Calígula, escribió una relación sobre su embajada a Roma en el año 40, mientras que Séneca odiaba al emperador (que lo desterró posiblemente por participar en la conjura de Getúlico del año 39) y apenas se puede destilar una base verosímil de sus escritos sobre el personaje.
Con todo ello, sin embargo, hay elementos que nos permiten conocer a Calígula en su justa medida, y no son precisamente favorables. La literatura histórica sobre este emperador se ha centrado esencialmente en las causas de su locura (si es que estaba loco) y de su comportamiento. ¿Factores genéticos dada la endogamia de la familia? ¿Una imitación de modelos helenísticos llevada al límite ante la encorsetada carcasa ideológica del sistema imperial creado por Augusto a partir de una farsa políticas? ¿Pura y simple maldad? A estas preguntas trata de dar, en la medida de lo posible, una respuesta la reciente biografía del personaje a cargo de toda una institución en los estudios romanistas de este país, José Manuel Roldán: Calígula. El autócrata inmaduro (La Esfera de los Libros). Un libro que saca partido del manejo, del análisis y sobre todo de la crítica de las fuentes (tarea esencial) y que de un modo altamente divulgativo (sin un aparato crítico que moleste a los profanos en la materia), con un estilo ágil y sobre todo con la voluntad de no ser un refrito más de lo ya escrito nos acerca a lectores de todo tipo a la enigmática (para algunos) y repulsiva (para otros) figura de Calígula.
El libro sigue la estructura de una biografía al uso pero también toca aspectos concretos (el gobierno de Calígula, la divinización en vida, la conjura del año 69) en capítulos temáticos. Y, sobre todo, trata de dilucidar qué hay tras la leyenda negra sobre este emperador romano. En este sentido, la crítica de las fuentes es esencial, poniéndolas en contraste y tratando de intuir lo que se ha escrito entre líneas. No se parte de un material favorable, en lo más mínimo (ni siquiera en los aparentemente positivos primeros capítulos de la biografía de Suetonio, escritos posiblemente para resaltar aún más los vicios de Calígula). De todos son conocidos los defectos que se achacan a este emperador, sus locuras y sus actos de crueldad. Pero, ¿qué subyace tras la leyenda negra? Por ejemplo, sobre la enfermedad que en el otoño del año 37, apenas ocho meses después de suceder a Tiberio, y que las fuentes achacan como el catalizador de la locura del césar, ¿qué trasluce? ¿A qué se debe el cambio radical en el comportamiento de Calígula? Nunca lo sabremos, obviamente, pero Roldán trata de interpretar lo que las fuentes nos han legado:
«[…] parece más sensato atribuir los excesos de Cayo, que las fuentes concentran después de su restablecimiento, a una progresiva exasperación de ánimo, producida por la acumulación de un poder ilimitado en las manos de un ser débil, que llevaba sobre sus hombros la carga psíquica de un temperamento neurótico, agravada por el lastre moral de una adolescencia falta de educación, vacía de principios morales y ayuna de preparación para el uso responsable de una inmensa autoridad. La supuesta locura que se atribuye a Calígula, en seguimiento de una parte de la tradición antigua, podría explicarse simplemente como el resultado de la intemperancia desatada en un espíritu intoxicado por el poder y lanzado a la materialización de un completo absolutismo, cuyas raíces habría que buscar en la tradición familiar y en la atmósfera de intriga vivida en la niñez y adolescencia» (pp. 162-163).No, la infancia y juventud de Calígula no fueron fáciles. Un padre muerto cuando tenía siete años; Agripina, una madre que responsabilizó a Tiberio de la muerte de su marido, y que animó las ansias de poder de sus hijos, Nerón y Druso, y cuyas intrigas fueron castigadas por el emperador sin compasión (azuzado a su vez por su valido y prefecto del pretorio, Sejano); un destierro de los tres y el refugio de Calígula primero en casa de la bisabuela Livia y a su muerte en la de la abuela Antonia (que le recordaría el ejemplo de su padre, Marco Antonio, al que nunca conoció, y su fascinación oriental). ¿Todo ello justifica la actitud de Calígula, su inmadurez y, a la postre, su comportamiento como emperador? No, desde luego, pero ayuda a entender como el joven césar concebía el poder, una vez alcanzado, como se enfrentó a la debilidad y la adulación del Senado (que, aun así, trataba de mantenerse en esa ficticia dualidad mommseniana de poderes compartida con un emperador cada vez más autocrático) y como, liberado de cadenas del pasado y arrastrado por la fuerza de su propia imaginación, se erigió en un autócrata.
De hecho, en la relación entre el emperador y Senado, en la creciente represión de una vieja libertas de ecos republicanos y en los crímenes de Calígula, hay que ir al meollo de la cuestión, que no es otra que la lucha de autoridades, de legitimidades y de poderes, en última instancia. La ficción republicana de Augusto funcionó mientras él vivió y mientras su auctoritas respetada por todos era palpable en cada acto de la farsa política surgida del año 27 a.C. Tiberio, tendiendo cada vez más a una misantropía y a una decepción por no ser comprendido, no tenía la auctoritas de su padre adoptivo ni pretendió ejercerla, más bien enarboló una nueva bandera, aunque pronto se retiró asqueado a Capri. En el caso de Calígula, la hipocresía política forjada por Augusto y soportada por Tiberio sobraba y surgía la verdadera esencia del Principado: «un poder autocrático que no necesitaba rendir cuentas al colectivo con el que se había comprometido a compartirlo, envilecido entretanto por su propia actitud servil ante quien lo ejercía. El Senado quedaba reducido al papel de simple corifeo, que, con tal de preservar sus privilegios sociales y económicos, estaba dispuesto a soportar las peores humillaciones. Y no era Calígula quien iba a ahorrárselas» (p. 224).
Y, sin embargo, en la nueva senda trazada, la paradoja estaba en que Calígula no trató de implantar una revolución: «no intentó dar la vuelta al sistema creado por Augusto, diseñando un cambio político, cultural y social, como ensayaría años después su sobrino Nerón. Se limitó, como hombre de acción, sin ribetes intelectuales, a poner en práctica la autoridad despótica que el Principado llevaba en su esencia, fatalmente abocada a un régimen de terror» (ibidem). O, en otras palabras, se dejó llevar por su cruel sentido del humor, sus emociones más primarias y su sensación de que todo le estaba permitido, todo era suyo y nadie tenía derecho a arrebatarle esos placeres. En última instancia, un inmaduro que además era un autócrata.
Roldán, pues, recoge diversas investigaciones historiográficas, sintetizadas en aras de la divulgación y nos presenta una imagen plausible del emperador… más allá de esa leyenda negra. En este sentido, el libro, en clave hispánica, recoge trabajos de J.A. Rodríguez Valcárcel, como su tesis doctoral, Oderint dum metuant: el desarrollo del gobierno de Cayo César en la ficción del Principado (editada por Fundación Universitaria Española, 2004), que si cae en vuestras manos no dudéis en haceros con ella; el propio Rodríguez Valcárcel publicó en 2010 una breve biografía de Calígula (editada por Aldebarán) que se puede encontrar con relativa facilidad en las librerías más o menos especializadas.
En definitiva, pues, estamos ante un buen libro, apenas se le pueden achacar erratas al autor (si acaso, confundir a Julia, hermana de Agripa Póstumo, con su madre Julia, «esposa de Tiberio» en la página 28, o afirmar en la página 218 que Augusto sólo invistió tres consulados en 45 años de gobierno, cuando más bien fueron trece entre los años 43 y 2 a.C.), fruto de algún despiste momentáneo (hablamos de toda una eminencia, ponerse a buscar errores es estúpido, aunque es cierto que llaman la atención), pero se echa de menos algún mapa e imágenes sobre los protagonistas de la época (nos conformamos con algunas monedas no demasiado nítidas). Visto en perspectiva, minucias, quizá.
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