7 de noviembre de 2015

Crítica de cine: Spectre, de Sam Mendes

Crítica publicada previamente en Fantasymundo (4-XI-2015).

Con Daniel Craig como James Bond del siglo XXI (si dejamos al margen Muere otro día, la película de 2002 con la que Pierce Brosnan se despidió del personaje), la saga sobre el agente 007 (con licencia para matar) creada por Ian Fleming en 1952 inició un particular reboot. Y lo necesitaba… si es que la serie de películas, ambientada en la Guerra Fría y que conjuntaba el espionaje y la acción con una mirada pop (o incluso kitsch en los años setenta), no se había quedado «obsoleta» por no decir «pasada de moda». El Bond que interpretó Brosnan en los años noventa y el cambio de milenio ya trató (hasta cierto punto) de «adaptarse» a los tiempos (aunque una M en la piel de Judi Dench lo tildara de «despojo de la Guerra Fría»), en los que ya no había organizaciones secretas como SPECTRA o ambiciosos generales soviéticos, pero sí millonarios megalómanos, agentes traidores y gánsteres pasados de rosca que aún tenían mucho peligro que provocar. James Bond es hijo y deudor de su época, en gran parte los años cincuenta y para las películas los sesenta, y entró en una cierta decadencia argumental en los setenta (al tiempo que con Roger Moore se potenciaba el elemento cómico) y una discreta recepción popular en los ochenta, con un Timothy Dalton menos icónico para lo que el personaje requería. James Bond era también el agente por antonomasia del MI6 en la época dorada (y a menudo chapucera) de los servicios de inteligencia, con la CIA y el KGB a la cabeza, e imagen de una cierta «Britishness» que mucho más tarde encontraría derivaciones tan peculiares como Austin Powers (Mike Myers). James Bond inició, en aquellos años sesenta, la moda de presentar a espías bien vestidos y seductores en alternativas versiones de agentes que trabajaban, ya no para el Gobierno de Su Majestad, sino para entidades internacionales: casos de Derek Flint (James Coburn) y Napoleón Solo e Ilya Kuryakin en películas y una serie de televisión, respectivamente. Si Bond se enfrentó como paladín británico a SPECTRA, Solo y Kuryakin superaron la dialéctica de dos superpotencias enfrentadas entre sí y colaboraron en la organización U.N.C.L.E. para detener los malvados planes de THRUSH, y el mundo se salvó varias veces gracias a ellos; por su parte, Flint, agente de la también no gubernamental ZOWIE (sí, también se pusieron de moda las siglas), hacía lo propio y tenía tiempo para pasárselo en grande en fiestas y saraos de todo tipo. Ah, aquellos encantadores años sesenta…

2 de noviembre de 2015

Reseña de Agincourt. El arte de la estrategia, de Juliet Barker

[...] We few, we happy few, we band of brothers.
For he to-day that sheds his blood with me
Shall be my brother; be he ne’er so vile,
This day shall gentle his condition;
And gentlemen in England now a-bed
Shall think themselves accurs’d they were not here,
And hold their manhoods cheap whiles any speaks
That fought with us upon Saint Crispin’s day. 

William Shakespeare, Henry V, acto IV, escena 3ª

La arenga shakesperiana del rey Enrique V de Inglaterra en el campo de batalla de Agincourt (Azincourt para los franceses) es quizá uno de los discursos más recordados de la historia universal. Y es también una invención del Bardo. Probablemente, Enrique V pronunció una arenga a sus soldados, pero no la conocemos tanto como la que se escribió casi dos siglos después. Pero en el imaginario colectivo ha quedado este discurso, esta «band of brothers». Merecidamente, pero la Historia se escribe con otros renglones.

«Their finest hour», decía Winston Churchill en junio de 1940, para definir a los soldados británicos que luchaban en Francia tras la invasión alemana. En cierto modo, también se podría aplicar a los alrededor de 12.000 ingleses que desembarcaron en Normandía en agosto de 1415, siguiendo los designios de Enrique V, rey inglés de la casa de Lancaster desde dos años atrás, quien reivindicó la corona de Francia, tras casi medio siglo de combates dispersos en la llamada Guerra de los Cien Años. Una cuestión personal que el monarca convirtió en el asunto de toda una nación. Menos de la mitad de esos combatientes lucharon, dos meses después, en las llanuras cercanas al castillo de Agincourt en Picardía, agotados, hambrientos y en inferioridad de condiciones. Enfrente, al menos dos o tres veces más de combatientes franceses, seguros y convencidos de la victoria. Y sin embargo, al finalizar ese 25 de octubre de 1415,  festividad de San Crispín y San Crispiniano, la victoria fue para Enrique V y su «band of brothers», mientras que ese día sería de funesto recuerdo, una journée malhereuse, para los franceses.

Canciones para el nuevo día (1811/1040): "Ma Ma (Que te vaya todo bien) "

Alberto Iglesias - Ma Ma (Que te vaya todo bien)


Disco: Ma Ma - score (2015)

25 de octubre de 2015

Crítica de cine: Black Mass. Estrictamente criminal, de Scott Cooper

La historia de James "Whitey" Bulger merecía una película. Sin duda alguna. Quien se criara y criara en South Boston, un barrio en el que las mafias locales de irlandeses disputaban el control de las calles con mobsters italianos, y que acabara por convertirse en uno de los criminales más sanguinarios de la costa este estadounidense. Un tipo que actualmente cumple, a los 86 años de edad, dos cadenas perpetuas consecutivas por una veintena de asesinatos, así como por extorsión, pertenencia a organización criminal, tráfico de drogas, etc., y que fue capturado en 2011, tras quince años prófugo de la justicia. Una justicia que, a su manera, lo utilizó como informante entre 1975 y 1985. O esa era la "historia oficial" que el FBI manejara inicialmente para definir la relación, la "alianza" con Bulger, que a su vez entendió esa "alianza" como una oportunidad de oro para deshacerse del resto de bandas que operaban en Southie y erigir su propio imperio criminal. Detrás de esa alianza estaba John Connolly (Joel Edgerton), hasta cierto punto "amigo" de infancia de Bulger y que entendió, también a su manera, lo que era un código de honor, la justicia y la lealtad. O una "lealtad" y un "honor" mal entendidos.

Henry V (Royal Shakespeare Company, 2015)

Enrique V es mi obra favorita de William Shakespeare. Gran parte de la culpa de mi pasión por esta obra la tiene Kenneth Branagh, cuya versión cinematográfica de 1989 me atrapó de tal manera cuando era un adolescente que desde entonces no ha cesado mi interés por (re)leer constantemente el texto, por ver otras adaptaciones cinematográficas y otros montajes teatrales (hace un año la versión de Pau Carrió y La Kompanyia Lliure en el Teatre Lliure); dentro de lo posible, claro. Hay muchas lecturas de la obra del Bardo: la Guerra de los Cien Años como telón de fondo y las luchas dinásticas por el trono de Francia que se retrotraían a un par de generaciones atrás, las reivindicaciones de Eduardo III de Inglaterra y las derrotas francesas en Crécy y Poitiers; la madurez (ahora) de un rey que, como príncipe Hal, había demostrado ser un tarambana al lado de esa gran creación del Bardo que es Falstaff, lo humano elevado al infinito; el legado del convulso reinado previo de Enrique IV, de la rama Lancaster de la dinastía real inglesa, que llegó al trono tras rebelase y derrocar a su primo Ricardo II, y cuyas consecuencias tuvo que lidiar quien hasta entonces fuera el Bolingbroke shakesperiano, con revueltas en el norte (Percy) y un estado de salud quebradizo que finalmente le llevaría a la tumba. La guerra contra Francia, o mejor dicho, la reanudación del conflicto que los Plantagênet mantenían con los Valois por la corona de Francia, es la excusa argumental de una obra en la que el joven Enrique, cuya juventud disipada había forjado una imagen inmadura de sí mismo, trata de demostrar su valía y acaba venciendo en una batalla que los franceses, ante el calamitoso estado de las tropas inglesas en su retirada a Calais tras la toma de Harfleur (una típica “cabalgada”), consideraban ganada y al enemigo destruido bajo el peso de la caballería gala. Enrique venció y se convirtió en un nuevo Alejandro, los franceses sufrieron una aparatosa debacle (varios príncipes y nobles murieron en combate, otros fueron capturados, Agincourt certificó el final de la carga de caballería medieval frente a la acción de arqueros y soldados de infantería) y la Guerra de los Cien Años entró en una nueva y traumática etapa, que duraría al menos quince años, con una Francia dividida tras el tratado de paz de 1422 que, paradójicamente, Enrique apenas pudo disfrutar, al morir prematuramente ese mismo año.