Enrique V es mi obra favorita de William
Shakespeare. Gran parte de la culpa de mi pasión por esta obra la tiene
Kenneth Branagh, cuya versión cinematográfica de 1989 me atrapó de tal
manera cuando era un adolescente que desde entonces no ha cesado mi
interés por (re)leer constantemente el texto, por ver otras adaptaciones
cinematográficas y otros montajes teatrales (hace un año la versión de Pau Carrió y La Kompanyia Lliure en el Teatre Lliure); dentro de lo posible,
claro. Hay muchas lecturas de la obra del Bardo: la Guerra de los Cien
Años como telón de fondo y las luchas dinásticas por el trono de Francia
que se retrotraían a un par de generaciones atrás, las reivindicaciones
de Eduardo III de Inglaterra y las derrotas francesas en Crécy y
Poitiers; la madurez (ahora) de un rey que, como príncipe Hal, había
demostrado ser un tarambana al lado de esa gran creación del Bardo que
es Falstaff, lo humano elevado al infinito; el legado del convulso
reinado previo de Enrique IV, de la rama Lancaster de la dinastía real
inglesa, que llegó al trono tras rebelase y derrocar a su primo Ricardo
II, y cuyas consecuencias tuvo que lidiar quien hasta entonces fuera el
Bolingbroke shakesperiano, con revueltas en el norte (Percy) y un estado
de salud quebradizo que finalmente le llevaría a la tumba. La guerra
contra Francia, o mejor dicho, la reanudación del conflicto que los
Plantagênet mantenían con los Valois por la corona de Francia, es la
excusa argumental de una obra en la que el joven Enrique, cuya juventud
disipada había forjado una imagen inmadura de sí mismo, trata de
demostrar su valía y acaba venciendo en una batalla que los franceses,
ante el calamitoso estado de las tropas inglesas en su retirada a Calais
tras la toma de Harfleur (una típica “cabalgada”), consideraban ganada y
al enemigo destruido bajo el peso de la caballería gala. Enrique venció
y se convirtió en un nuevo Alejandro, los franceses sufrieron una
aparatosa debacle (varios príncipes y nobles murieron en combate, otros
fueron capturados, Agincourt certificó el final de la carga de
caballería medieval frente a la acción de arqueros y soldados de
infantería) y la Guerra de los Cien Años entró en una nueva y traumática
etapa, que duraría al menos quince años, con una Francia dividida tras
el tratado de paz de 1422 que, paradójicamente, Enrique apenas pudo
disfrutar, al morir prematuramente ese mismo año.
" O for a Muse of fire, that would ascend The brightest heaven if invention, A kingdom for a stage, princes to act, And monarchs to behold the swelling scene!". |
Pero la obra del Bardo, escrita en 1599, no sólo remite al pasado
glorioso de Inglaterra, casi dos siglos antes, frente a la sempiterna
rival Francia. En 1599, año en el que Shakespeare también escribió Julio
César y Como gustéis, Inglaterra tenía su propia guerra “actual”: la
rebelión y guerra en Irlanda (iniciada en 1594 y que no terminaría hasta
1603), para sofocar la cual Isabel I designó como comandante y Lord
Lieutenant a su favorito, Robert Devereux, conde de Essex, con vistas a
una campaña definitiva en ese mismo año 1599. Essex reunió un ejército y
en abril desembarcó en el sur de Irlanda con una fuerza de 17.000
hombres, con el objetivo de, desde Dublín, atacar el Ulster; pero en
agosto fue derrotado en Curlew Pass y sus tropas se desgastaron ante un
clima adverso y enfermedades como el tifus y la disentería. La campaña
irlandesa de Essex no pudo compararse con la de Enrique V en 1415: el
rey inglés también sufrió el desgaste en su ruta de Harfleur, en la boca
del Sena y que tardó demasiado en tomar, con un otoño inclemente y un
terreno hostil, lo que le forzó a retirarse a la plaza inglesa de
Calais, confiando en no perder más tropas de las que ya había perdido;
Agincourt (25 de octubre de 1415), una batalla no buscada pero que se
vio forzado a aceptar, fue su tabla de salvación. No puede decirse lo
mismo de Essex, que tras Curlew Pass (15 de agosto de 1599) –que no fue
su particular Agincourt– se empantanó en el norte de Irlanda, buscando
un acuerdo de paz que sabía que Isabel I no suscribiría, aunque a la
postre esta se vio obligada a aceptar una tregua (que no duraría); Essex
incluso desobedeció a la reina y regresó a Inglaterra sin su permiso a
finales de septiembre. El año terminó con los sombríos resultados de una
campaña que no fue la esperada: no terminó como Agincourt.
Pistol, Nym, Bardolf, Mrs. Quickly y el Muchacho, en vísperas de la partida. |
Es difícil saber si Shakespeare escribió Enrique V pensando en la campaña de Essex, en los primeros meses de 1599, pero la obra sin duda se haría eco del clima prebélico que vivió Londres y prácticamente toda
Inglaterra durante los preparativos de dicha campaña, y que de una manera u
otra se refleja en el texto. El papel del Coro en esta obra, como guía
que trasciende la “O de madera” que algunos asimilaron con una primera
representación en The Globe, ya de entrada traslada al espectador a
aquella época, el verano de 1415, y a la “juventud de Inglaterra
inflamada” por los aires de guerra:
Now all the youth of England are on fire,
And silken dalliance in the wardrobe lies:
Now thrive the armourers, and honour's thought
Reigns solely in the breast of every man:
They sell the pasture now to buy the horse,
Following the mirror of all Christian kings,
With winged heels, as English Mercuries.
For now sits Expectation in the air,
And hides a sword from hilts unto the point
With crowns imperial, crowns and coronets,
Promised to Harry and his followers.
(Prólogo al Acto II)
Los franceses: "Come, come, away! The sun is high, and we outwear the day". |
El reciente montaje de la obra a cargo de la Royal Shakespeare
Company (RSC), que se pudo “ver” el pasado 21 de octubre en varios cines del
mundo (los Balmes Multicines de Barcelona y en rigurosa versión
original), fue una oportunidad para volver al texto de Shakespeare y a
pensar sobre lo que significa “ir a la guerra”. La versión que se
estrenó el pasado septiembre en Stratford-upon-Avon supone una
interesante puesta en escena (minimalista, si se quiere) en la que,
quizá no casualmente en mi opinión, la figura de Enrique queda en un
segundo plano frente al rol de otros personajes: por un lado, los pillos
Pistol (sobre todo), Bardolf y Nym, que tras la muerte de Falstaff se
alistan y se unen a esa “juventud inflamada” por el clima
bélico; o los franceses, con el Condestable y el Delfín a la cabeza,
cada uno con una idea diferente de cómo derrotar a los ingleses; y sobre
todo frente a la fuerza del propio texto, que pretende ser una
reflexión sobre lo que significa la guerra, cómo buscarla (con los
arzobispos de Canterbury y Ely animando a Enrique a desempolvar viejas
reclamaciones dinásticas para que olvide una ley sobre los bienes
eclesiásticos que puede reducir sus riquezas), cómo afrontarla (la
sobriedad de la secuencia del asedio de Harfleur, en la que a la postre
acaba destacando el rol cómico de Fluellen [galés], Jamy [escocés] y
MacMorris [irlandés] y sus acentos), cómo enfrentarse a la posible
derrota (el camino a Calais y la noche antes de la batalla, con un
soliloquio de Enrique que incide en las dudas y miedos del rey) y cómo
aceptar la (sorprendente) victoria en la batalla.
"We few, we happy few, we band of brothers..." |
Enrique, interpretado por Alex Hassell, es obviamente el
protagonista de la obra, pero en este montaje su rol me pareció menos
carismático de lo que pudiere parecer (desde luego mucho menos que
Branagh en su adaptación cinematográfica). La escenografía era mínima,
reflejada en un vestuario que combina ropajes y armaduras que parecen
“medievales” junto a cazadoras, guerreras y pantalones más “modernos”,
que en algunos casos incluso evocan vestimentas y uniformes de
principios del siglo XX caso del duque de Exeter (cazadora de piel con
corretaje cruzando el pecho al principio, posteriormente un uniforme que
evoca el de comandantes británicos en la Primera Guerra Mundial, y una
fusta para imponer disciplina a los inferiores y autoridad frente a sus
iguales) o de un Pistol de aspecto desastrado en la barba y vestimenta
que más bien lo asemejaba al líder de una banda de heavy metal. El
Delfín francés, con una peluca a lo Príncipe Valiente y una amanerada
pose, se opone a la dignidad más afectada a cargo del Condestable o la
sobriedad de un Duque de Orleáns. La guerra se erige, a la postre, en
protagonista indirecto de un montaje que apenas utiliza atrezo: un trono
de madera inicial, un caballo metálico en el campamento francés, una
marmita al fuego para representar a los ingleses vivaqueando la víspera
de la batalla. Luces y sobreimpresiones infográficas en el fondo del
escenario sirven para situar al espectador en Londres, Harfleur, el
campo de batalla en Agincourt o el palacio en el que se negocia la
paz/Enrique corteja a Catalina de Francia en el último acto; un cortejo en el que la torpeza del rey ante la princesa francesa encuentra una solución de compromiso en la simplicidad del soldado ("If thou would have such a one, take me; and take me, take a soldier; take a soldier, take a king"; acto V, escena II), idea subyacente que se añade a la reflexión sobre el hecho bélico que de una manera u otra aparece en esta adaptación del texto del Bardo.
Gregory Doran, que se ha hecho cargo de la dirección de las cuatro
obras que forman la Henriad (Ricardo II, Enrique IV. Primera Parte, Enrique IV. Segunda Parte y Enrique V). destaca en una breve entrevista previa, cómo la
obra de Shakespeare siempre fue una reflexión sobre la guerra a lo largo
del siglo XX: cómo no recordar la película de Laurence Olivier de 1944,
en plena Segunda Guerra Mundial, y que se filmó para levantar la moral
de Inglaterra y recordar otra “finest hour” cinco siglos atrás; el
montaje de la Prospect Theatre Company en los años setenta y que tenía
muy presente la guerra de Vietnam; o la propia representación de la
RSC de 1984, con Kenneth Branagh en la piel de
Enrique (antes de dar el salto al cine) y bajo la dirección de Adrian
Noble, con el trasfondo de la guerra de las Malvinas de apenas un par de
años atrás. La obra, “un barómetro de qué sentimos ante la guerra” en
palabras de Doran, se presenta en última instancia como una reflexión
que huye de simplicidades (a favor o en contra de la guerra), que pone a
prueba la voluntad de quienes lideran (un Enrique quizá menos
reflexivo, incluso en el monólogo “Upon the King” la víspera de la
batalla), de quienes se muestran con arrogancia (los franceses y
especialmente el Delfín) y de quienes sobrellevan los rigores de la
batalla (los soldados ingleses, en especial Bates), y que nos obliga,
también a nosotros espectadores, a pensar acerca de lo que supone la
guerra en sí misma.
"Do we all holy rites; Let there be sung 'Non nobis' and 'Te Deum;' The dead with charity enclosed in clay: And then to Calais; and to England then: Where ne'er from France arrived more happy men". |
No es tampoco baladí pensar en que este montaje de
la RSC se presenta un siglo después del estallido de la Gran Guerra,
cuando parece que la obra del Bardo es más que necesaria que nunca para
repensar la guerra en sus múltiples facetas: el combate en primera línea
(Harfleur y Agincourt), la hermandad (más o menos bien avenida) de los
soldados “británicos” (ingleses, escoceses, galeses e irlandeses)… que
tiene en la arenga de Enrique antes de la batalla (“We few, we happy
few, we band of brothers”), contenida y sin una épica impostada (como en
The Hollow Crown de la BBC, 2012, con la sobria interpretación de ese
momento a cargo de Tom Hiddleston). El resultado es una adaptación sencilla en su presentación, contenida en la interpretación y que pone sobre el tapete un debate, quizá más moderno que propiamente de la época en la que Shakespeare escribió el texto, acerca de la guerra y de lo que significa dejarse llevar por ella.
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