«La reacción de la gente la primera vez que ve una ópera es muy espectacular, o les encanta o les horroriza. Si les encanta, será para siempre; si no, pueden aprender a apreciarla, pero jamás les llegará al corazón» (Edward Lewis/Richard Gere en Pretty Woman
de Garry Marshall, 1990).
Suele decirse que la ópera es elitista, una manifestación cultural sólo para iniciados, para melómanos con gustos exquisitos, con buen nivel adquisitivo para sufragar los abonos y entradas a los grandes coliseos operísticos (la Scala de Milán, el Liceo de Barcelona, el teatro San Carlo de Nápoles, la Ópera de París, la Royal Opera House londinense, la Fenice veneciana, el teatro de la ópera de Sidney, la Metropolitan Opera House de Nueva York...). Gente atildada, impecablemente vestida en cada representación, conocedora al dedillo de un repertorio musical que apenas varía. Asistir a la ópera es un acto social jerarquizado en función del palco ocupado o la situación en el patio de butacas. Un profesor mío en la carrera solía decir que no se podía esperar gran cosa de un colega suyo que “nunca había bajado del cuarto piso del Liceo”. En la ópera hay códigos de conducta social y reglas de vestimenta, del mismo modo que se espera un comportamiento adecuado, respetuoso con la orquesta y el elenco de intérpretes, aunque suele obviarse que hasta muy avanzado el siglo XIX el público llegaba a destiempo al teatro, hablaba por los codos y a menudo estaba más interesado en lo que sucedía en los palcos que en el escenario. Estamos acostumbrados a teatros impresionantes, con todo lujo de detalles y equipamientos, pero los incendios eran habituales en coliseos iluminados por velas o lámparas de gas. Hoy en día los puristas se escandalizan por el hecho de que haya subtítulos, o más bien supertítulos, en algunas representaciones, traduciendo al idioma local lo que se canta en alemán o italiano en el escenario; pero muchos apenas reparan en que hasta las décadas centrales del siglo XX muchas óperas se traducían de la lengua original al idioma del país en el que se representaba, de modo que Il Trovatore de Verdi podía representarse en París como Le Trouvère, ante las exigencias del público local. Y damos por sentado que las grandes óperas de Mozart, Rossini, Verdi, Wagner o Puccini triunfaron desde el principio y fueron incluidas en el canon habitual, cuando en general se exigía la representación de obras que hoy apenas se conocen, y mucho menos se representan, de Monteverdi, Gluck, Donizetti o Cavalli. Se habla mucho sobre la ópera, pero en realidad se tienen muchas ideas preconcebidas.
Suele decirse que la ópera es elitista, una manifestación cultural sólo para iniciados, para melómanos con gustos exquisitos, con buen nivel adquisitivo para sufragar los abonos y entradas a los grandes coliseos operísticos (la Scala de Milán, el Liceo de Barcelona, el teatro San Carlo de Nápoles, la Ópera de París, la Royal Opera House londinense, la Fenice veneciana, el teatro de la ópera de Sidney, la Metropolitan Opera House de Nueva York...). Gente atildada, impecablemente vestida en cada representación, conocedora al dedillo de un repertorio musical que apenas varía. Asistir a la ópera es un acto social jerarquizado en función del palco ocupado o la situación en el patio de butacas. Un profesor mío en la carrera solía decir que no se podía esperar gran cosa de un colega suyo que “nunca había bajado del cuarto piso del Liceo”. En la ópera hay códigos de conducta social y reglas de vestimenta, del mismo modo que se espera un comportamiento adecuado, respetuoso con la orquesta y el elenco de intérpretes, aunque suele obviarse que hasta muy avanzado el siglo XIX el público llegaba a destiempo al teatro, hablaba por los codos y a menudo estaba más interesado en lo que sucedía en los palcos que en el escenario. Estamos acostumbrados a teatros impresionantes, con todo lujo de detalles y equipamientos, pero los incendios eran habituales en coliseos iluminados por velas o lámparas de gas. Hoy en día los puristas se escandalizan por el hecho de que haya subtítulos, o más bien supertítulos, en algunas representaciones, traduciendo al idioma local lo que se canta en alemán o italiano en el escenario; pero muchos apenas reparan en que hasta las décadas centrales del siglo XX muchas óperas se traducían de la lengua original al idioma del país en el que se representaba, de modo que Il Trovatore de Verdi podía representarse en París como Le Trouvère, ante las exigencias del público local. Y damos por sentado que las grandes óperas de Mozart, Rossini, Verdi, Wagner o Puccini triunfaron desde el principio y fueron incluidas en el canon habitual, cuando en general se exigía la representación de obras que hoy apenas se conocen, y mucho menos se representan, de Monteverdi, Gluck, Donizetti o Cavalli. Se habla mucho sobre la ópera, pero en realidad se tienen muchas ideas preconcebidas.