8 de agosto de 2013

Reseña de La ópera: una historia social, de Daniel Snowman

«La reacción de la gente la primera vez que ve una ópera es muy espectacular, o les encanta o les horroriza. Si les encanta, será para siempre; si no, pueden aprender a apreciarla, pero jamás les llegará al corazón» (Edward Lewis/Richard Gere en Pretty Woman de Garry Marshall, 1990). 

Suele decirse que la ópera es elitista, una manifestación cultural sólo para iniciados, para melómanos con gustos exquisitos, con buen nivel adquisitivo para sufragar los abonos y entradas a los grandes coliseos operísticos (la Scala de Milán, el Liceo de Barcelona, el teatro San Carlo de Nápoles, la Ópera de París, la Royal Opera House londinense, la Fenice veneciana, el teatro de la ópera de Sidney, la Metropolitan Opera House de Nueva York...). Gente atildada, impecablemente vestida en cada representación, conocedora al dedillo de un repertorio musical que apenas varía. Asistir a la ópera es un acto social jerarquizado en función del palco ocupado o la situación en el patio de butacas. Un profesor mío en la carrera solía decir que no se podía esperar gran cosa de un colega suyo que “nunca había bajado del cuarto piso del Liceo”. 

En la ópera hay códigos de conducta social y reglas de vestimenta, del mismo modo que se espera un comportamiento adecuado, respetuoso con la orquesta y el elenco de intérpretes, aunque suele obviarse que hasta muy avanzado el siglo XIX el público llegaba a destiempo al teatro, hablaba por los codos y a menudo estaba más interesado en lo que sucedía en los palcos que en el escenario. Estamos acostumbrados a teatros impresionantes, con todo lujo de detalles y equipamientos, pero los incendios eran habituales en coliseos iluminados por velas o lámparas de gas. Hoy en día los puristas se escandalizan por el hecho de que haya subtítulos, o más bien supertítulos, en algunas representaciones, traduciendo al idioma local lo que se canta en alemán o italiano en el escenario; pero muchos apenas reparan en que hasta las décadas centrales del siglo XX muchas óperas se traducían de la lengua original al idioma del país en el que se representaba, de modo que Il Trovatore de Verdi podía representarse en París como Le Trouvère, ante las exigencias del público local. Y damos por sentado que las grandes óperas de Mozart, Rossini, Verdi, Wagner o Puccini triunfaron desde el principio y fueron incluidas en el canon habitual, cuando en general se exigía la representación de obras que hoy apenas se conocen, y mucho menos se representan, de Monteverdi, Gluck, Donizetti o Cavalli. Se habla mucho sobre la ópera, pero en realidad se tienen muchas ideas preconcebidas.

Daniel Snowman
Y sin embargo la ópera es tremendamente conocida y referenciada en la cultura popular. Nos emocionamos cuando en un talent show un cantante desconocido canta “Nessun dorma” de Turandot (y también resulta tremendamente odioso que el público no deje de aplaudir). Películas mainstream recuperan y reinterpretan arias como “Il dolce suono” de Lucia di Lammermoor de Donizetti por parte de la Diva en El Quinto Elemento (Luc Besson, 1997), y otras de cariz más serio nos ponen la piel de gallina con momentos operísticos de gran altura, más aún si Tom Hanks “subtitula” a Maria Callas que canta “La mamma morta” en Andrea Chénier de Umberto Giordano (Philadelphia de Jonathan Demme, 1993). Una película más que discutida como El Padrino III (Francis Ford Coppola, 1990) llega al clímax narrativo en una secuencia en la ópera y se escucha el “Intermezzo” de Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni en el dramático final de la película. Qué decir de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) y “La cabalgata de las valquírias”, perteneciente a La Valquíria, la segunda parte de la tetralogía El anillo del nibelungo de Richard Wagner, como banda sonora del ataque de un poblado vietnamita por un escuadrón de helicópteros estadounidenses. Ya los hermanos Marx parodiaron el entorno que rodea a la ópera, con empresarios con contratos imposibles, y que remiten a una realidad muy presente en la época (Una noche en la ópera de Sam Wood, 1935). Y quizá los comentarios de Edward Lewis/Richard Gere en la secuencia de Pretty Woman citados anteriormente sean condescendientes, pero también reflejan la idea de que la ópera no tiene medias tintas: o te gusta desde un principio o puede que no la aborrezcas, pero no te cautivará. Probablemente haya que ver una representación en un teatro de ópera para llegar a todo tipo de sensaciones...

La ópera, pues, está muy presente en nuestro imaginario colectivo. Pero el libro que aquí reseñamos no es una historia de la ópera al uso: no hay un repaso de los diversos períodos de la ópera, un análisis de los compositores, las obras y los intérpretes más destacados, y un tratamiento musical especializado. No, de un libro como La ópera: una historia social de Daniel Snowman (Siruela, 2012) tenemos que quedarnos con el subtítulo. Ya de entrada el propio Snowman, en la introducción del libro, no tiene claro que la palabra «ópera» sea la más adecuada para describir 
«una forma de arte que, de hecho, era un intento de combinar todas las artes de la misma manera que, según se creía, lo habían hecho los antiguos, como si una ambiciosa producción de una película o de un musical aspirara a hacerlo hoy día. Una Gesamtkunstwerk, una obra de arte total, por emplear un término asociado a Wagner» (p. 10). 
Pero taxonomías al margen, Snowman está interesado en seguir la historia de la ópera, sí, pero a partir de cinco temas o aspectos determinados: el político, el uso, apropiación y manipulación de la ópera por parte de gobernantes de todo tipo, desde los duques mantuanos de principios del siglo XVI, emperadores como Napoleón, reyes estetas como Luis II de Baviera o dictadores como Hitler y Mussolini; el financiero, pues es importante conocer, aunque sea fragmentariamente, cómo se han sufragado las óperas, quiénes las dirigen y representan, qué mecanismos llevan a la creación y apertura de teatros en todo el mundo o qué querellas ha habido entre directores y empresarios en una misma ciudad, con compañías enfrentadas en ciudades como Londres, París o Nueva York; el social, pues los cambios en la naturaleza del público operístico son paralelos a las transformaciones sociales, de la preponderancia nobiliaria y eclesiástica al auge de una burguesía que desde el principio asumió la ópera como un espacio de representación social propio, o a la ampliación a un espectro social mucho más amplio en la actualidad; el tecnológico, en cuarto lugar, asistiendo a los avances en cuanto a decorados, tramoyas, iluminación, fotografía o incluso elementos informático-electrónicos; y por último el cultural, por supuesto, pues la ópera es por encima de todo una manifestación cultural, un tipo de arte que combina música, texto e imágenes. Probablemente Wagner tenía razón en cuanto a la obra de arte total...

Inauguración de la Opera de París en 1875.
¿Un "cruce entre una estación de ferrocarril y un baño turco", en palabras de Claude Debussy?

De este modo, picoteando aquí y allá, escogiendo algunas «escenas» y «escenarios» determinados, yendo de Europa a Estados Unidos y Australia, el libro de Snowman nos traslada a la ópera como acontecimiento cultural y como reflejo de los cambios sociales en los últimos cuatro siglos. No está del todo claro si la ópera surge en la Mantua de los duques Gonzaga, con L’Orfeo de Claudio Monteverdi (1607) como primera ópera tipificada como tal, siendo estrenada en Venecia dos años después; parece reseñable, sin embargo, el éxito (limitado, pues no volvería a estrenarse esta ópera hasta tres siglos después) del fenómeno musical, siendo la ciudad de los canales un espacio tolerante a las representaciones operísticas, libres de la férrea censura papal en la mayor parte de la Italia fragmentada del siglo XVII. Pero las representaciones de ópera encontraron un lugar natural en la corte versallesca de Luis XIV, el Rey Sol, que en manos de compositores como Jean-Baptiste Lully, “nacionalizado” francés tras una vida anterior como Gianbattista Lulli, dieron paso a fastuosas funciones, para luego hallar otro “mesías” en Georg Friedrich Haendel en Londres durante la primera mitad del siglo XVIII.

Viena, Salzburgo, Berlín… vieron a compositores como Gluck, Salieri o quien les superaría en todo, menos en edad: Wolfgang Amadeus Mozart. Pero Mozart no habría escrito Cosí fan tutte, Don Giovanni, Le nozze di Figaro o La flauta mágica sin tener a su lado a libretistas como Lorenzo da Ponte… y de hecho Snowman está más interesado en la carrera de Da Ponte, que décadas después de la muerte de Mozart encontró un nuevo hogar en los Estados Unidos de América, donde la ópera paso a paso comenzó a ser conocida, consumida y disfrutada. Napoleón apreció la ópera, como particular esteta y especialmente como hombre político, pues fue un mecanismo más de propaganda y autorrepresentación. Beethoven le dedicó la 3ª Sinfonía Heroica, dedicatoria que posteriormente le arrebataría, y aun siendo el compositor de una única ópera (Fidelio), su perfeccionismo sería un estímulo para los compositores de la «época de los nacionalismos». Que el “Va pensiero” de Nabucco de un joven Giuseppe Verdi refleja entre líneas el auge del Risorgimiento italiano es evidente, si bien Verdi fue más «político» en los años cuarenta y cincuenta del siglo XIX que en el último tercio de la centuria, cuando su obra fue de producción más espaciada en el tiempo. 

Es la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del XX cuando la ópera explota en toda su plenitud, creándose el canon de obras que los aficionados de hoy en día esperan ver y escuchar una y otra vez. Se crean las grandes compañías operísticas, o al menos el germen de muchas de ellas; la figura de la prima donna, de la soprano por excelencia, se profesionaliza, así como surge la imagen de divas caprichosas y exigentes, a menudo alejada de la realidad… pero quien tuvo retuvo, ¿verdad? Las Maria Callas, Joan Sutherland, Montserrat Caballé y Cecilia Bartoli de las últimas décadas debieron mucho a las Beverly Sills, Marilyn Horne, Nellie Melba o Giulia Grisi; surgieron los dandys, los exquisitos estetas, la idea de que el seguidor de la òpera por excelencia era un joven rico, fatuo y homosexual. Se profesionaliza también la función del director de ópera, de Gustav Mahler a Arturo Toscanini o más tarde Otto Klemperer y Herbert von Karajan. La ópera cruza el charco, encuentra lugares de acogida en las dos costas de los Estados Unidos, Nellie Melba sale de Australia y regresa consagrada, siendo recibida como si fuera una jefa de Estado, la ópera se institucionaliza en Sudáfrica o en las naciones emergentes de Asia. Wagner crea en Bayreuth un festival de ópera que le sobrevivirá y se ha convertido en seña de identidad dentro del mundo operístico; su manipulación por Hitler y los nazis (o al menos aquellos que no se dormían en las largas representaciones de la obra wagneriana) dejó un legado ambiguo: la obra wagneriana sigue siendo una obra de arte total, pero en Israel Wagner está prácticamente vetado por su relación (?) con el Holocausto.

Gran Teatro del Liceo de Barcelona: el público en pie, aplaudiendo.

Los tiempos cambian, la ópera se adapta… y permanece. El último medio siglo ha llevado a la ópera a una globalización completa: no hay país o capital que no tenga o promueva la construcción y mantenimiento de un teatro de ópera. Las compañías realizan giras constantes, a pesar de los elevados costes. Son los costes de la ópera precisamente un caballo de batalla: ¿deben los gobiernos sufragar festivales de ópera, considerados un lujo en tiempos de crisis que necesitan de hospitales y colegios? ¿Hasta dónde llegará el mecenazgo privado? Montar una representación operística o mantener una temporada en un teatro es caro. Por otro lado, ¿qué repertorio debe representarse? ¿Las grandes obras de Mozart, Verdi, Wagner y Puccini? ¿Queda espacio para Donizetti, Bellini o Britten? Los gustos musicales han variado y se han ampliado. También la manera de representar las óperas. Anthony Minghella levantó ampollas con una representación de Madame Butterfly en 2005 y ya nos hemos acostumbrado (¿o no?) a los montajes contemporáneos de directores como Calixto Bieito (que, curiosamente, Snowman no menciona, a pesar de que para 2009, año de publicación de este libro, el controvertido director español era conocido mundialmente). 

¿Qué será de la ópera en cuarenta o cincuenta años? ¿Habrá cambiado tanto como lo hizo del 1800 al 1900? ¿Seguirá siendo un reflejo de los cambios sociales? Mientras, seguiremos emocionándonos con “Nessun dorma”, incluso en tramposos programas de televisión…

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