2014 será un año de conmemoraciones históricas
–del bimilenario de Augusto al trescientos aniversario de la toma de
Barcelona en la Guerra de Sucesión española, pasando por los setenta y
cinco años del final de la Guerra Civil o los dos siglos del Congreso de
Viena–, de esas que tanto suelen gustar al gremio editorial, pues se
publican muchos libros sobre un tema concreto que cumple años; y
también, por qué no, del colectivo de historiadores, pues nunca viene
mal organizar congresos y reuniones académicas, debatir y revisar
postulados y puntos de vista, y llegar (o no) a conclusiones de todo
tipo. Nunca habrá lecturas definitivas de un hecho, aunque es cierto que
hay temas que se prestan a la constante revisión… y otros no tanto. Y
la Primera Guerra Mundial no es que sea un tema cerrado ni siquiera
trillado, pero no parece que se vayan a aportar nuevas interpretaciones.
Si acaso, y eso es lo interesante, podemos acercarnos a lecturas
diversas sobre el conflicto: una guerra –la Gran Guerra– que se llevó la
vida de alrededor de diez millones de soldados, dejó más de veinte
millones de heridos de diversa índole y ocho millones de desaparecidos… y
cambió el mundo para siempre. Hay un antes y un después de los días
previos a las declaraciones de guerra –entre finales de julio y
principios de agosto de 1914–, cuando la idea general de una guerra
corta, triunfalista y de rápida resolución se escampó por ambos bandos.
Pero, citando a Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores británico en
esos primeros días de la guerra, «en toda Europa se apagan ahora las
luces: puede suceder que jamás volvamos a verlas encendidas». Y en
muchos sentidos no lo hicieron: apenas unos meses después de las
multitudinarias concentraciones en las capitales europeas implicadas en
la guerra para celebrar su estallido y prometer que en Navidad todos
regresarían a casa como vencedores, esas luces ya se habían apagado; al
menos en lo que respecta a las ilusiones.
Adam Hochschild |
Comentaba antes que probablemente sobre la Primera Guerra Mundial no
se esperan nuevos “descubrimientos”. Se han tratado muchos aspectos en
el último siglo: desde el estudio eminentemente militar al cambio en la
mentalidad de los combatientes; del concepto, evolución y alcance de la
«guerra total» a cuestiones como la revolución dentro de la guerra (Marc
Ferro); de narraciones de episodios concretos con un estilo
periodístico (Barbara Tuchman) a relatos completos y canónicos (Martin
Gilbert), de estudios en los que se hacía hincapié en las consecuencias
bélicas en la retaguardia (Hew Strachan) a una visión global (o
«imperial») del conflicto (John H. Morrow)… y sólo por citar libros y
tendencias (sin ánimo de exhaustividad) que el lector hispano puede
encontrar con facilidad en las librerías y bibliotecas. Por tanto, ¿qué
puede ofrecer al lector el libro de Adam Hochschild, Para acabar con
todas las guerras: una historia de lealtad y rebelión (1914-1918),
recién traducido al castellano por Ediciones Península? De entrada, no
es una historia al uso de la guerra… en todo caso es una historia
británica de la guerra o, si lo prefieren, una historia de la guerra
desde el punto de vista de o poniendo el acento en el Reino Unido. Pues
Hochschild, a quien el lector algo avezado conocerá por obras como El
fantasma del rey Leopoldo (2002) –sobre el genocidio, digamos las cosas
por su nombre, en el Congo belga a finales del siglo XIX – y Enterrad
las cadenas (2005, ambas también en Ediciones Península) –sobre el largo
proceso del abolicionismo de la esclavitud–, ha preferido escoger un
país como protagonista, escenario y participante en la Primera Guerra
Mundial, seleccionando a personajes británicos y presentando diversos
puntos de vista británicos.
Pero, ¿por qué nos sigue fascinando esta guerra? Citando al poeta y
soldado Edmund Blunden, ningún bando «había ganado ni podía ganar la
guerra. La guerra había ganado». Millones de veteranos heridos sufrieron
el resto de su vida las consecuencias físicas, mentales y morales del
conflicto, vivieron en instituciones médicas y hospitales psiquiátricos;
sus descendientes, la segunda generación, añadirían al trauma de sus
progenitores el suyo propio, pues apenas veinte años después llegaría un
conflicto mucho más mortífero. Todos creyeron tener buenas razones para
ir a la guerra, pero también los hubo que tuvieron otras tantas para
oponerse al conflicto. Y he aquí la explicación del subtítulo de este
libro: un libro que es la historia de los que, desde el bando aliado y
en concreto británico, apoyaron, lucharon y murieron en, y sobrevivieron
a la guerra (la «lealtad») y aquellos que, por convicción, motivos y
experiencia se alzaron contra la masacre constante e inimaginable años
atrás (la «rebelión»).
«Desde el principio, decenas de miles de personas de ambos bandos reconocieron en la guerra la catástrofe que era. Creían que el inevitable coste en vidas no merecía la pena, y algunos de ellos anticiparon con trágica claridad al menos parte de la pesadilla en la que se sumiría Europa como consecuencia de la misma y lo expresaron públicamente. Además, dijeron que lo que pensaban en una época en la que era necesario tener mucho valor para hacerlo, ya que el ambiente estaba cargado de un ferviente nacionalismo y un desprecio por los disidentes que a veces se traducía en violencia. Un puñado de parlamentarios alemanes se opuso con valentía a los créditos para sufragar la guerra, y radicales como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht acabarían más tarde en la cárcel, al igual que el dirigente socialista estadounidense Eugene V. Debs. Pero fue en Gran Bretaña, más que en ningún otro lugar, donde un número importante de intrépidos opositores a la guerra obró conforme a sus creencias y pagó un alto precio por ello. Cuando terminó el conflicto, más de veinte mil británicos en edad militar se habían negado a cumplir el servicio militar obligatorio. Muchos también se negaron a cumplir el servicio sustitutorio para no combatientes y más de seis mil cumplieron condena en las cárceles en condiciones muy duras: trabajos forzados, una dieta muy básica y una estricta “regla de silencio” que les prohibía hablar los unos con los otros» (pp. 26-27).
La nada en en Passchendaele (julio-noviembre de 1917)... |
Y fueron hombres y mujeres muy diversos entre sí: sufragistas como
Sylvia Pankhurst –hija de Emmeline y hermana de Christabel, que pasaron
de reclamar con métodos radicales el voto femenino a apoyar activamente
al Gobierno británico de un David Lloyd George cuya casa habían atacado
pocos años antes–; diputados socialistas como Keir Hardie (amigo de Jean
Jaurès); pacifistas como Charlotte Despard (hermana de sir John French,
primer comandante supremo del Cuerpo Expedicionario Británico) o
Stephen Hobhouse; filósofos como Bertrand Russell, que desde el
principio se opuso a la guerra por convicción y que pasó una temporada
en prisión, siendo además expulsado de su plaza de profesor en la
universidad de Cambridge; oficiales radicales como Albert Rochester, que
denunció el tren de vida de la jerarquía militar británica y filtró a
la prensa datos sobre la incompetencia militar de hombres como Douglas
Haig, sucesor de French; antiguos domadores de circos reconvertidos en
activistas contra la guerra en la clandestinidad como John S. Clarke;
mujeres corrientes como Alice Wheeldon, condenada por su oposición
abierta a la guerra y madre de un desertor, enjuiciada para dar ejemplo
en la retaguardia…
Muchas son las historias de esa «rebelión» a la guerra, antes y durante el conflicto. Del mismo modo que son muchos los ejemplos de los que apoyaron la participación en la guerra: los ya citados French y Haig, los comandantes supremos del ejército británico, incapaces de comprender que la guerra que se estaba librando era un nuevo modelo, en el que la caballería ya no tenía nada que hacer (esperaron hasta el final esa carga clásica que practicaron en guerras anteriores en Sudáfrica, Sudán o la India) y que no dudaron en sacrificar la vida de centenares de miles de soldados en los primeros meses, en batallas como el Somme o en Passchendaele; propagandistas al servicio del Gobierno como John Buchan, novelista y oficial, o Rudyard Kipling, cuyo hijo John desapareció en combate; hábiles aunque incómodos gestores como Alfred Milner, que ya se encargó de dirigir la guerra de los bóers y que terminaría siendo el brazo derecho de Lloyd George y ministro de la Guerra; agentes de inteligencia como Basil Thomson, que no dudó en manipular y mentir para conseguir la condena de los activistas pacifistas; o primeros ministros como Herbert Asquith, que defendió la presencia británica en la guerra a ultranza y protegió a hombres como French y Haig mientras prefería pasar su tiempo en su casa de campo; o el propio Lloyd George, un crítico de la guerra per se en su Gales natal en los años anteriores al conflicto que una vez en el Gabinete, como ministro de Hacienda, Municiones y Guerra, y luego primer ministro, dio prioridad absoluta a la guerra por encima de cualquier otra cosa, poniendo toda la economía al servicio de las necesidades bélicas.
No pretendo hacer un dramatis personae de este libro. De hecho, es
casi mejor que el lector se sumerja en sus páginas. Comenzando por la
primera parte, la presentación de los principales personajes de este
drama, y que se inicia con el jubileo de diamante de la reina Victoria
(1897), para pasar después a la guerra de los bóers (donde se
experimentarían algunas técnicas bélicas que nadie esperaba ver en el
escenario europeo, como la guerra de trincheras) y la lucha radical de
las sufragistas Pankhurst (antes de sus querellas internas). A partir de
ahí comienza el relato de la guerra, año tras año, con los cambios en
las mentalidades, innovaciones bélicas (el uso de gases químicos, el
tanque), traumas como la neurosis de guerra o la sangría de bajas
(muertos, heridos y desaparecidos), que el estado mayor militar no
parecía querer detener (Haig recibió muchas críticas, dentro y fuera del
Gobierno, por enviar a centenares de miles de soldados a la muerte en
operaciones arriesgadas y de un modo casi gratuito)… y sin perder de
vista esa oposición diversa (pacifismo, socialismo, comunismo,…) que
despertó la guerra en casa, en Gran Bretaña.
La Targette, uno de los múltiples cementerios británicos en el Somme. |
Estamos, pues, ante un libro de lectura ágil, adictiva y, por mucho
que uno haya leído sobre el conflicto, sobrecogedora; un libro que entre
sus influencias directas está Barbara Tuchman, como Hochschild en el
prefacio; un libro que no pretendo ser exhaustivo y que no se detiene en
todas y cada una de las operaciones militares que se sucedieron, y que
evita a personajes conocidos, prefiriéndose describir a otras personas,
cuyas vidas «pese a haber mantenido alguna vez relaciones muy estrechas,
se enemistaron tanto debido a la guerra, que rompieron todo contacto
entre sí y, de estar vivas ahora, se sentirían consternadas por
encontrarse juntas en un mismo libro. Pero cada una de ellas estaba
vinculada a una o más de las otras por lazos familiares o de amistad,
por ideas comunes o, en varios casos, por un amor prohibido. Y todas
ellas eran ciudadanas de un país que estaba sufriendo un cataclismo y en
el que, al final, el trauma de la guerra superaría todo lo demás».
Personas muy diversas y, como si fuera un calidoscopio, «cuyas vidas
representaban respuestas muy diferentes a las opciones que tenían
quienes vivieron en una época en la que el mundo estaba en llamas» (p.
31). El resultado es un libro diferente, en ocasiones sorprendente, en
otras emotivo, escrito con brío, como si fuera una novela, pero
mostrando hechos históricos. Hacia el final, el lector se habrá, a su
manera, encariñado con los diversos personajes, conociendo y entendiendo
(que no compartiendo) sus motivaciones, y sin una necesidad perentoria
de juzgarlos, idealizarlos o condenarlos (aunque resulta fácil). Un
libro sobre la guerra que debía acabar con todas las guerras… y que
simplemente acabó con la paz.
«Nunca me di cuenta de lo cansado que estaba hasta que acabó la guerra», escribiría uno de los personajes en 1918. El poeta Thomas Hardy escribió unos versos el 11 de noviembre de ese año, cuando se firmó el armisticio:
Se hizo la calma. El firmamento destilaba clemencia,
Había paz en la tierra y silencio en el cielo,
Algunos pudieron sacudirse la pena y otros no:
el Espíritu Siniestro dijo burlón: “¡Tenía que suceder”,
y el Espíritu de la Compasión susurró de nuevo: “¿Por qué?”.
Ese mismo día la madre del soldado Wilfred Owen, que escribió
algunos de los mejores poemas sobre la guerra, recibió la noticia de que
su hijo había muerto en combate una semana antes.
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