El director de cine polaco Andrzej Wajda falleció
en octubre de 2016 a los 90 años de edad y con su muerte desaparecía
uno de los exponentes de la Escuela Nacional de Cine y Teatro de Łódź,
que desde su fundación en 1948 ha contado con miembros tan egregios como
Krzysztof Kieślowski y Roman Polanski, entre otros. Quizá hoy en día la
obra de Wajda sea poco conocida entre el público que asiste a una sala
de cine, pero los que ya peinamos algunas canas recordamos películas
suyas como Danton (1983), con Gérard Depardieu en la piel del
revolucionario francés, y más recientemente Katyn (2007), que recreó la
matanza de miles de oficiales del Ejército polaco en 1940, tras la
ocupación de la mitad oriental del país por parte de la URSS (de acuerdo
con el pacto que estableciera este país con la Alemania nazi a finales
de agosto de 1939). A lo largo de su carrera, tres de sus películas
fueron nominadas al premio Oscar a la mejor película de habla no inglesa
(Katyn fue la última) y en el año 2000 recibió un Óscar honorífico por
su carrera, pero el cine de Wajda fue apreciado especialmente en Europa
(son numerosos los premios que ha recibido en el Viejo Continente). La
suya era una manera de hacer cine “diferente” a la hollywoodiense,
“artesanal” e incluso ahondando en lo alegórico y lo simbólico; de este
modo se comprometió desde sus primeras películas y hasta prácticamente
su muerte por recrear la historia de Polonia desde una óptica muy
personal. Sin duda, Los últimos días del artista: Afterimage es una
buena muestra del tipo de cine que hacía Wajda y reconstruye el final de
la vida de un artista: Władysław Strzemiński (1893-1952).
30 de junio de 2017
29 de junio de 2017
28 de junio de 2017
27 de junio de 2017
26 de junio de 2017
23 de junio de 2017
Reseña de El viajero accidental. Los primeros circunnavegadores en la era de los descubrimientos, de Harry Kelsey
El interés de los países occidentales por
acaparar el comercio de las especias de las Indias, sin tener que pagar
el peaje de los intermediarios otomanos y persas, estimuló desde finales
del siglo XV los grandes viajes oceánicos en busca de una ruta directa
hacia aquellas tierras lejanas: la costa de la India, los territorios
que componían Indochina y, especialmente, el archipiélago malayo
(Indonesia, Filipinas, Singapur, Malasia, Nueva Guinea…). La navegación a
lo largo de la costa africana atlántica durante esa centuria (y antes)
para encontrar un paso que llevara a la India fue alcanzando objetivos,
al tiempo que se potenciaban otras rutas al interior de África por el
oro y la trata de esclavos. El viaje del portugués Bartolomé Díaz
(Bartolomeu Dias) logró doblar el Cabo de Buena Esperanza, en la punta
sur africana, en 1488 e iniciaba los viajes que culminarían en 1497 con
la expedición del también luso Vasco da Gama en 1497, siendo el primer
europeo que logró realizar una ruta directa a la India. Entre medio, el
genovés Cristóbal Colón, al servicio de la Corona castellana, se propuso
alcanzar las Indias pero en camino inversamente opuesto al que
realizaban los portugueses; y así, en octubre de 1492, alcanzó la isla
de Guanahani (San Salvador) en las actuales Bahamas. En sus tres viajes
posteriores, Colón no llegó a las Indias orientales, como bien sabemos,
sino a un Nuevo Mundo para los europeos: América. La ocupación y colonización de América Central y gran parte de la
del Sur en las décadas posteriores, con la conquista de los extensos
territorios de aztecas (y sus vecinos) e incas, permitió a los españoles
crear su propio imperio. Núñez de Balboa descubriría el océano Pacífico
en 1513 y más adelante se crearían ciudades y puertos como Panamá y
Acapulco, y los viajes desde la costa pacífica de América Central hacia
Filipinas y China daría pie al “Galeón de Manila”, la ruta comercial que
desde 1565 conectaría ambos lados del Pacífico. Pero nos estamos
adelantando al dejarnos llevar por el recorrido de la historia: para
entonces ya se habían descubierto los vientos que permitirían la ruta de
regreso desde las Filipinas a la Nueva España; del mismo modo, el
conocimiento de esas rutas transpacíficas hicieron innecesario un
regreso desde Filipinas a Europa a través del océano Índico y bordeando
el Cabo de Buena Esperanza, a la portuguesa. Se podría comerciar
directamente desde Nueva España a Asia, y a la inversa. Como comenta
Harry Kelsey en El viajero accidental. Los primeros circunnavegadores en
la era de los descubrimientos (Pasado & Presente, 2017), «aquello
marcó el fin de una era de circunnavegación fortuita: en adelante,
quienes dieron la vuelta al mundo lo hicieron deliberadamente» (p. 182).
22 de junio de 2017
21 de junio de 2017
Reseña de Democracy: A Life, de Paul Cartledge
Quizá Democracy: A Life (Oxford University Press, 2016) sea el libro más ambicioso de Paul
Cartledge, intelectualmente hablando: una historia de la democracia y, por derivación, de la
historia griegas, que a su vez es una reflexión sobre las diferencias
respecto al modelo democrático actual. Su análisis pivota sobre dos
ejes: en primer lugar, la idea de que en la antigua Grecia no sólo hubo
un modelo predominante de democracia (el más conocido), el ateniense,
sino que deberíamos abrir el abanico a la “democracia” a modelos
diversos en otras muchas póleis griegas; y en segundo lugar, la
distinción que podemos establecer entre un ejercicio directo del poder
por parte del pueblo –que sería lo que significaría realmente
demokratía– en los tiempos antiguos (griegos) y la democracia
representativa de los tiempos modernos.
Estructurado en cinco “actos”, como una obra de teatro, el libro de
Cartledge comienza con un repaso a las fuentes, tanto literarias como
epigráficas, con un “guía” particular que es Aristóteles y dos de sus
obras, Política y Constitución de los atenienses; un viaje a las fuentes
en el que no pueden faltar Heródoto, Tucídides, Demóstenes, Esquines,
Jenofonte y, por supuesto, Platón, entre otros. Al mismo tiempo se
escogen unas cuantas leyes atenienses que han sobrevivido (sobre
piedra), regulaciones y decretos.
20 de junio de 2017
19 de junio de 2017
16 de junio de 2017
15 de junio de 2017
Reseña de El despertar del alma. Dioniso y Ariadna: mito y misterio, de David Hernández de la Fuente
Es extensa la bibliografía sobre Dioniso: como
mito, como símbolo, como argumento literario y poético; quizá no tanto
Ariadna, pero ambos personajes han sido analizados desde la filosofía
(no sólo Nietzsche “mediante”) y la historia del pensamiento griego
antiguo: lo dionisiaco y salvaje en “lo griego”; el salvador y el amigo
del hombre; el dios del vino, el “promotor” de los simposios, el dios de
los “misterios” (con permiso de Deméter, Perséfone y Eleusis); la
divinidad que junto a Zeus da “nombre” a lo divino, al dios; el dios del
teatro y sus inspirador. Dioniso, como afirma el autor de esta
monografía, es el dios más polifacético del panteón griego, el que
“nació dos veces”, el dios de Platón, el que fue asimilado a la figura
de Cristo en el mundo tardoantiguo, el que sería recuperado desde el
siglo XVIII, el Ochocientos sobre todo, con Hölderlin, Nietzsche y
otros, el reelaborado y reinterpretado por Otto, Burkert, Frazer,
Kerényi, Detienne, Vernant… y una larga serie de autores que David
Hernández de la Fuente sigue, recoge y comenta en un ambicioso libro que
rastrea el mito, la ritualidad y la recepción de Dioniso en la historia
cultural (occidental), con el añadido de que su análisis incluye a
Ariadna: la figura durmiente de Naxos que, al despertar, se vio
abandonada por su amado (Teseo) y fue “rescatada” por Dioniso, para
después morir, bajar a los infiernos (katábasis) y subir a los cielos
(anábasis) de mano de Dionisos.
14 de junio de 2017
13 de junio de 2017
12 de junio de 2017
Reseña de Stalin and the Scientists: A History of Triumph and Tragedy, 1905-1953, de Simon Ings
Este es un libro extenso sobre la ciencia en
Rusia en prácticamente la primera mitad del siglo XX; de hecho, el
período entre la crisis del régimen zarista desde 1905 y la muerte de
Stalin en 1953, con un capítulo que analiza un legado en los años
posteriores a la muerte del líder soviético. De entrada, es un libro que también da pie
a una cierta confusión no necesariamente forzada: la palabra scientists
remite a científicos en general y uno esperaría que en sus páginas se
tratara el desarrollo de la ciencia en sus múltiples variedades, ya sea
desde la biología, la medicina, la ingeniería, la física y la química,
los proyectos para crear la bomba RDS-1, que sería la respuesta
soviética en 1949 a la bomba atómica estadounidense lanzada sobre
Hiroshinma y Nagasaki en agosto de 1945. Uno pensaría también que el
libro trataría la represión estalinista contra los científicos, la
paranoia de Stalin en sus años finales contra los médicos judíos, las
purgas previas de los años treinta (en campos como la geología, por
ejemplo), los aportes científicos soviéticos durante la Segunda Guerra
Mundial… y en cierto modo sí se tratan en este volumen, aunque de manera
algo desigual. Pero no, este libro no trata sobre la ciencia soviética en general, sino más bien en particular. De hecho, gran parte del libro lo protagoniza el paradigma de la "ciencia soviética": Trofim Lysenko (1898-1976).
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