El director de cine polaco Andrzej Wajda falleció
en octubre de 2016 a los 90 años de edad y con su muerte desaparecía
uno de los exponentes de la Escuela Nacional de Cine y Teatro de Łódź,
que desde su fundación en 1948 ha contado con miembros tan egregios como
Krzysztof Kieślowski y Roman Polanski, entre otros. Quizá hoy en día la
obra de Wajda sea poco conocida entre el público que asiste a una sala
de cine, pero los que ya peinamos algunas canas recordamos películas
suyas como Danton (1983), con Gérard Depardieu en la piel del
revolucionario francés, y más recientemente Katyn (2007), que recreó la
matanza de miles de oficiales del Ejército polaco en 1940, tras la
ocupación de la mitad oriental del país por parte de la URSS (de acuerdo
con el pacto que estableciera este país con la Alemania nazi a finales
de agosto de 1939). A lo largo de su carrera, tres de sus películas
fueron nominadas al premio Oscar a la mejor película de habla no inglesa
(Katyn fue la última) y en el año 2000 recibió un Óscar honorífico por
su carrera, pero el cine de Wajda fue apreciado especialmente en Europa
(son numerosos los premios que ha recibido en el Viejo Continente). La
suya era una manera de hacer cine “diferente” a la hollywoodiense,
“artesanal” e incluso ahondando en lo alegórico y lo simbólico; de este
modo se comprometió desde sus primeras películas y hasta prácticamente
su muerte por recrear la historia de Polonia desde una óptica muy
personal. Sin duda, Los últimos días del artista: Afterimage es una
buena muestra del tipo de cine que hacía Wajda y reconstruye el final de
la vida de un artista: Władysław Strzemiński (1893-1952).
Nacido en Minsk, entonces en el seno del Imperio ruso, Strzemiński
fue un pintor y teórico de la pintura que abrazó el constructivismo (fue
ayudante de Malévich), y en los años veinte fue el principal teórico
del unismo (o “constructivismo polaco”). Strzemiński, como afirma en su
libro Unizm w malarstwie (Unismo en la pintura, 1925), concibe el arte
como “la creación de la unidad de formas en la que la organicidad es
paralela a la naturaleza; entre las leyes fundamentales de la formación
de obras pictóricas, es especialmente importante la planitud de la tela
sobre el marco”; en otras palabras, en un cuadro no hay una
superposición agresiva de los campos geométricos (las formas), sino una
unión (de ahí el unismo) o “síntesis estructural” por campos delimitados
de color y líneas geométricas. Con el unismo, Strzemiński se acercaba
al suprematismo de artistas rusos como Malévich (de quien fue ayudante),
que a su vez entendía de una manera distinta, personal y original
(sintetizo, para los profanos en la materia, a partir de Ana María
Preckler, Historia del arte universal en los siglos XIX y XX, tomo II,
Editorial Complutense, Madrid, 2003, p. 181). Herido en la Primera
Guerra Mundial, perdió una pierna y un brazo, pero siguió trabajando con
empeño. Junto a los artistas Katarzyna Kobro y Henryk Stażewski, y los
poetas Julian Przyboś y Jan Brzękowski formó parte del colectivo “a.r.”
y fue uno de los fundadores de la Escuela Superior de las Artes
Plásticas de Łódź, en la que tras la Segunda Guerra Mundial estuvo dando
clases. Pero la llegada al poder de los comunistas, auspiciados por
Stalin, en 1948, cambió el panorama político y cultural de Polonia. Y el
arte sería una de las esferas en las que el Partido Comunista Polaco
puso especial hincapié: un arte que debía servir al pueblo y al
socialismo, integrarse en el seno del realismo socialista que era la
tendencia oficial en la URSS. Todo aquello que se apartase de la línea
oficial, que evocase el individualismo o incluso el “arte burgués”, era
tachado de “formalista”. Y Strzemiński lo viviría en sus propias carnes.
La película, cuyo título en castellano es prácticamente un spoiler
–el título original polaco, Powidocki, hace referencia a la imagen que
continúa apareciendo en la visión después de que la exposición original
haya cesado, resulta más pertinente; de hecho, afterimage es la
traducción literal al inglés de esta ilusión óptica–, trata pues acerca
de cómo un artista tan reconocido como Strzemiński se convirtió en un
paria para sus compatriotas, alguien a quien paulatinamente apartar de
las esferas culturales, de las escuelas, de los alumnos influenciables;
un disidente a quien no se le debía permitir expresar sus opiniones, un
formalista; en definitiva, una amenaza para el Gobierno comunista y para
el propio Estado polaco.
Wajda, otro disidente del régimen político con el que tuvo que
convivir durante décadas, se muestra cercano a las vicisitudes de
Strzemiński (interpretado con sobriedad por Bogusław Linda) y de sus
más allegados: empezando por la hija que tuvo con Katarzyna Kobro, Nika
(la joven Bronislawa Zamachowska), su amigo Julian Przyboś (Krzysztof
Pieczynski), que le advierte de la “nueva política cultural” del
régimen, y algunos de sus alumnos, entre ellos la joven Hania (Zofia
Wichłacz), a la que conoce en una divertida secuencia al inicio del
filme (o cómo un manco y cojo “hace la croqueta” en la ladera de una
colina). Ya la segunda escena, hermosamente rodada, muestra como sobre
la fachada del edificio en el que vive Strzemiński se extiende una
enorme lona roja con la efigie de Stalin, tiñendo de rojo la luz que
entra por la ventana de su salón e impidiéndole pintar (sentado en el
suelo ante un lienzo en blanco). Ese rojo simbólico del comunismo se
cernirá en los siguientes meses sobre un mundo artístico que comenzará a
hacerle el vacío a Strzemiński.
Entre los alicientes del filme está, cómo no, el elemento visual y
artístico: los hermosos y coloridos créditos finales o la
“reconstrucción” de la Sala Neoplástica del Museo Sztuki de Łódź, creada
por Strzemiński y Kobro, y que posteriormente sería desmantelada por
las autoridades comunistas; o las pinturas sobre baldosas que decoraban
el Café Exótica de dicha ciudad (“picados” por albañiles siguiendo
órdenes de los comisarios políticos polacos), obra del propio
Strzemiński. El “exterminio” de su obra, como en un momento determinado
menciona uno de esos comisarios, se convertirá en aquello que, en el
fondo, le espera al propio Strzemiński: su aniquilación personal.
Asistimos, de manera algo previsible, a esos últimos años del artista, a
alguien que no podrá comprar témperas para pintar tras habérsele
desposeído del carnet de artista, o que ni siquiera podrá pagar por un
plato de sopa. Quizá en lo formalmente cinematográfico Wajda peque de
escueto, pero al mismo tiempo no se cae en sensiblerías ni
grandilocuencias. En su resistencia personal, en muchos aspectos
silenciosa y procurando que la persecución que sufre no afecte a quienes
le rodean y tratan de protegerle, el Strzemiński de Wajda resulta
inspirador. El guion cae en un cierto didacticismo (es inevitable para
que el espectador empatice con el creador de un arte que quizá no
comprenda), pero el resultado es una película que trasciende vanguardias
artísticas y muestra al Artista frente a la Tiranía, al Arte por encima
de la Política. Y con esos mimbres, Wajda se sabe ganador y su película
funciona.
Funciona, pero nos tememos que es también una película que pasará
muy desapercibida por estos lares (y en estos tiempos); tampoco el
estreno en verano, cuando las salas de cine se llenan de blockbusters de
acción y comedias, sea la más propicia para que la película pueda
destacar. Y es una pena, pues en su sencillez, en su carácter artesanal y
en el poderoso mensaje que subyace, estamos ante un filme más que
estimable, quizá idóneo para estudiantes de Historia del Arte, pero que
en el fondo nos afecta a todos como Ciudadanos.
Dos pinceladas finales: esta película fue seleccionada por Polonia para competir en la categoría de mejor película de habla no inglesa en los Oscars de este año, pero no fue nominada; quizá Hollywood tampoco supo verle el qué a esta cinta.
Y si al espectador le pica la curiosidad artística, puede acercarse al Museo Reina Sofía de Madrid, que hasta el 18 de septiembre tiene abierta una exposición dedicada a la obra de Strzemiński y Kobro. Casualidades de la vida…
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