Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
En español tenemos la expresión «ser un mirlo blanco» para referirnos a alguien cuya rareza brilla entre lo común; los rusos utilizan una expresión parecida, «cuervo blanco» (belaya borona) y básicamente significan lo mismo. Con algún matiz, desde luego: para los rusos, la rareza de este cuervo blanco se asimila a la originalidad, la transgresión, la irreverencia incluso. Pocos dudarán –algunos echamos la memoria atrás y recordamos sus últimos años de vida, ya enfermo de sida– que Rudolf Nuréyev (1938-1993) era la encarnación del cuervo negro precisamente por esto último: su desafío a la autoridad, su manera de transgredir las normas de una Unión Soviética que trató de atarle corto (sin conseguirlo, desde luego) a la par que reconocía e incentivaba su talento, y su carácter explosivo, tiránico incluso, hacia los demás (superiores incluidos). Alguien capaz de exigir que se le cambie de profesor en la academia de danza porque no quiere amoldarse a los métodos del que se le ha asignado (a él y al resto de bailarines). Alguien que hacía buenas migas con los extranjeros, a diferencia de los demás miembros del Ballet Kirov, que se mantenían aparte en los encuentros con otras compañías de danza. Alguien que paseaba por las calles de París y conocía de cerca sus monumentos tras retar los horarios impuestos por unos comisarios políticos de la propia compañía que le dejaban volar suelto (no sin que un par de agentes de la KGB siguieran sus pasos). En definitiva, Nuréyev era un cuervo blanco.