11 de septiembre de 2017

Crítica de cine: El amante doble, de François Ozon

Sucede a veces que una película acaba teniendo más valor por el modo de presentar algo que por contar algo; o al menos contarlo con un tono sostenido, con buen ritmo, en función de un guion sólido y que llega a un clímax que deja no sólo buen sabor de boca sino que además es convincente. A veces también sucede que una película, que en el fondo no deja de ser pura imagen, se recrea en lo visual y juguetea con la misma de manera que la trama puede supeditarse a ella o, por qué no, ser netamente prescindible. El riesgo de caer en ello es importante, desde luego, y se puede caer en un mero postureo visual en el que el director acaba “pasando” del guion, de la palabra –ojo, que un guion no tiene por qué constar única y necesariamente de palabras, de diálogos, sino que también puede estar elaborado a partir de imágenes–; entonces es cuando, se dice, todo un castillo de naipes –de imágenes, en este caso– se hunde y cae por tierra. También puede suceder, cómo no, que un exceso de “verbosidad”, una serie de diálogos y palabreos encadenados asfixien una historia y la conduzcan a la inanidad. O una combinación de estos y otros aspectos. Un ejemplo es Grand Piano (Eugeni Mira, 2013), portentosa película con guion de Damien Chazelle (ya sabéis, el director de Whiplash y La La Land) que construye de manera preciosista y paulatina una trama muy interesante y que, en sus últimos veinte minutos, cae estrepitosamente, hasta el punto de que uno se lamente por lo magnífica película que habría sido si hubiera seguido por esa línea que parecía ir a un buen final. Otro caso, no tan dramático, es La mejor oferta (Giuseppe Tornatore, 2013), en la que, en cuanto al elemento visual, el espectador puede acabar sufriendo un particular síndrome de Stendhal cinematográfico y en la que el desarrollo y especialmente la resolución de la trama se ven venir a legua. Lástima, se dice quien esto escribe, pues estamos antes dos estupendas películas… fallidas, como El amante doble, lo último de ese director tan inclasificable como es François Ozon, quizá de los pocos o el único que ha trabajado con las grandes actrices del cine francés de los últimos cincuenta y sesenta años.


El amante doble no es una película mala, que quede eso claro de entrada; como no lo son los dos ejemplos antes citados y aún se podrían citar algunos más. Tampoco es una película para un espectador impaciente ni para aquel que se deje llevar, curioso, por el tono aparentemente de thriller de su tráiler: nunca un tráiler pudo ser tan engañoso como en este caso. Anécdota: el autor de estas líneas, además, pudo certificarlo verazmente pues en la sesión a la que asistió un domingo por la tarde el tráiler se emitió justo antes de comenzar la película, provocando algunos comentarios irónicos en la sala. De hecho, y retomo el hilo, tampoco es una película que se pueda categorizar fácilmente. ¿Es un thriller? ¿Es un drama? ¿Es, por qué no, una película de terror? Ozon escribe un guion a cuatro manos, junto con Philipe Piazzo, que se basa muy libremente en la novela Life of the Twins (Vidas gemelas) de Joyce Carol Oates, que escribió bajo el seudónimo de Rosamond Smith en 1987. Un año después llegó Inseparables, la película de David Cronenberg sobre gemelos, en la que el director pone el foco sobre los dos gemelos (Jeremy Irons), mientras que Ozon sitúa ahora el protagonismo en Chloé (Marine Vacth, a la que ya vimos en otra película suya, Joven y bonita). Y no es baladí esta referencia, pues parece estar en la retina de Ozon y en la memoria del espectador que comienza a ver referencias por todas partes. Pues esta película las tiene y muy variadas (y es aquí donde me dejo llevar por la pedantería cinéfila, me temo): de Alfred Hitchcock (Vértigo o Con la muerte en los talones), por supuesto, a Brian de Palma (el de Doble cuerpo o En nombre de Caín más que el de Carrie), pasando por el citado Cronenberg, Roman Polanski (hay un momento muy concreto que remite al director polaco) o incluso Luis Buñuel (particular “homenaje” que le hace a Un perro andaluz  justo al inicio de la película con ese primer plano de un no menos particular “ojo”). Pero que también “bebe” de sí mismo, o al menos eso me pareció recordando anteriores películas suyas como Swimming Pool y En la casa, cintas en las que el yo, el otro y la cuestión de la identidad están tan presentes como en esta película que comentamos. 

El guion, sin embargo, es lo que, y aquí podemos ya anticiparlo, se le acaba yendo de las manos a Ozon en este caso. Una historia que comienza con una joven, Chloé, que tiene recurrentes dolores en el vientre y que, por recomendación de su ginecóloga, acude a la consulta de un psiquiatra, Paul Meyer (Jérémie Renier). Se podría concluir, si el espectador quiere, que la esencia de la película, el quid de la trama, se plantea meridianamente claro en las conversaciones –prácticamente monólogos– que Chloé mantiene con Paul en los primeros quince minutos aproximadamente. Unas conversaciones que llevan a la atracción entre ambos personajes, que pasarán a ser pareja (ya no paciente y terapeuta) y a vivir juntos, al cabo de un tiempo. Será entonces cuando ella, ante pequeños detalles cotidianos, tendrá la inquietante sensación de que Paul le oculta algo y que de hecho no es la persona que ella ha conocido. Cuando crea ver a Paul en el portal de un edificio, con otra mujer, se dejará llevar por la duda. Y descubrirá que Paul tiene un hermano gemelo, Louis, que también practica la psiquiatría y tiene una consulta con un decorado muy diferente a la de Paul… pero con una estructura de formas similar. Casi calcada. Un hermano del que no le ha hablado y con una manera de ser muy diferente. Un monstruo al que oponer el hombre normal, incluso anodino, con el que vive. Entra en juego otro elemento muy recurrente en el cine y especialmente la literatura: el doble, el doppelgänger, Jekyll y Hyde, el “hombre duplicado” de Saramago –resulta también inevitable no pensar en Enemy de Denis Villeneuve– y tantos otros planteados por autores como Italo Calvino o Fiódor Dostoyevski. En la película de Ozon Chloé se siente fascinada y poco a poco aterrorizada ante esa dualidad, que pronto se convertirá en sexual y que esconde una historia del pasado de ambos gemelos; una historia de obsesión y desgracia, con una Jacqueline Bisset “recuperada” por el director para que se luzca con un papel muy goloso. Y hasta aquí se puede decir de una trama de la que es mejor no saber mucho más; es más, si el espectador acude, como fue mi caso, “virgen” a la sala de cine, mucho mejor; incluso sin haber visto un tráiler. 

Lo visual manda en la primera parte del filme y se sabe ganador en la carrera de fondo; el guion se vuelve rocambolesco y huele a algo va visto/leído en el segundo tramo, hasta despeñarse en un giro final que desinfla a ese espectador, que como servidor, estaba extasiado ante aquel elemento visual mencionado. Pues Ozon se recrea, juguetea con la imagen desde el mismo inicio de la película, con elementos como el cabello / las cortinas, los espejos y la imagen que se ve reflejada en ellos (o la multiplicidad de una figura que, en un espejo en serie, acaba por converger en una sola persona, una imagen quizá muy poco sutil pero también muy poderosa); las presentaciones artísticas del museo en el que trabaja Chloé, paulatinamente cada vez más desasosegantes y que parecen “mostrar” el interior desquiciante de un “artista”/protagonista. Incluso el director se recrea con esas imágenes dobles en un mismo plano en los monólogos de Chloé en la consulta de Paul al inicio de la película. La imagen se va tiñendo de colores cada vez más oscuros a medida que avanza el metraje. Nos (o al menos yo) dejamos seducir por ese juego visual, al tiempo que enarcamos la ceja ante los vericuetos de una trama que se complica y se va haciendo cada vez más desquiciante (casi tanto como la protagonista), abandonando el género del thriller para tirarse de cabeza al del terror psicológico. Pues el psicoanálisis también se convierte, quizá de forma algo burda, en juguete para Ozon, presentando a unos personajes con muchas tensiones internas y muchos recuerdos/traumas del pasado que no se han tamizado lo suficientemente. También la música de Philippe Rombi adquiere tonos herrmanianos (a lo Vértigo o Psicosis) y acrecienta la tensión de la trama que se va resquebrajando, y eso sí que lo lamentamos, hacia un desenlace (realmente) pobre e incluso (muy) trillado. Una tensión que deviene sexual y que se muestra con arrojo por parte de los actores en escenas de alto voltaje que, no obstante, parecen insufladas de una cierta impostura. 

“Y es una pena…”, podría concluir esta crítica, “como en tal o cual película, que avanzaba bien o presentaba algo fascinante hasta que…”. Pero lo cierto es que, siendo una película con final frustrante, El amante doble tiene muchos alicientes como para destacar sobre otras tantas cintas que se estrenan cada fin de semana. Deja, al menos en quien esto escribe, una sensación de fascinación ante el engranaje visual y el desarrollo dramático (hasta que éste se hunde) que no le impide reconocer los defectos de la película, pero sin abandonar la percepción de haber visto/disfrutado de un espectáculo cinematográfica de difícil conceptualización. Ozon lleva al espectador a un terreno que seguramente no era el que esperaba y en el que probablemente se sentirá incómodo. Y eso me gusta en esta película, como me gustó el juego de Tom Ford en Animales nocturnos (2016). Y quizá por eso acaban pesando en mí los muchos alicientes, visuales especialmente, que tiene esta película desconcertante y fallida. Y absorbente.

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