Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Quienes nos acercamos siempre con interés al estreno de una película de François Ozon, que ya va dejando atrás la etiqueta de enfant terrible del cine francés, hemos quedado sorprendidos con el cambio de registro del director galo en Gracias a Dios. Y en cierto modo resulta algo lógico: el tema, los abusos a niños durante años por parte de un sacerdote y que ha convulsionado a la sociedad del país vecino, requiere que quien está tras la cámara –autor de películas interesantes y a menudo más centradas en la forma que en el fondo, como Swimming Pool (2003), Ricky (2009), Potiche (2010), En la casa (2012), Joven y bonita (2013) y El amante doble (2017), entre otras– se deje de veleidades artísticas y alguna que otra boutade, y asuma como creador menos protagonismo que la propia historia que quiere relatar. Y menuda historia: el de algunas víctimas del sacerdote Bernard Preynat que, entre los años setenta y noventa del pasado siglo, abusó de decenas de niños a su cuidado en campamentos de boy scouts. El arzobispado de Lyon, del que dependía Preynat, zanjó el asunto durante años trasladando al sacerdote de una parroquia a otra, sin asumir responsabilidades, hasta que el caso salió a la luz pública gracias al testimonio de algunas de las víctimas, ya adultas, que descubrieron por su cuenta que Preynat seguía con su labor como sacerdote y seguía cerca de niños en actividades pastorales. Su preocupación, furia y doloroso recuerdo del pasado les llevó a crear una asociación, La Parole libérée (la palabra liberada) en la que se reunieron afectados por los abusos de Preynat y publicaron sus testimonios. El caso de Preynat pasó a los tribunales, afectó al actual arzobispo de Lyon, Philippe Barbarin (François Marthouret en el filme), y ha generado, a raíz de la película, una enorme atención mediática y con consecuencias que se “actualizan” (como se destaca en una nota previa a los títulos de crédito finales) más allá de la misma.