3 de febrero de 2017
2 de febrero de 2017
1 de febrero de 2017
31 de enero de 2017
Crítica de cine: Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge), de Mel Gibson
En un capítulo de South Park,
se sondea a Mel Gibson para realizar una película propagandística; al
final, tras soltarle unas cuantas cafradas al actor/director, se acaba
diciendo de Gibson: "será lo que queráis, pero ese hijo de puta sabe
cómo contar una historia". Y en el fondo no les falta razón a los
creadores de la serie; otra cuestión es si nos convence lo que nos
cuenta. O si nos gusta. En Braveheart,
una película a la que el tiempo le está sentando cada vez peor, contó
la historia de un rebelde que puso un país en pie contra un invasor y
mostró con crudeza el meollo de una batalla. Perfeccionó su interés por
lo extremo, lo gore incluso, en La Pasión de Cristo,
película que personalmente considero un ejercicio de sadismo como pocas
han sido; en su obsesión por relatar con "(hiper)realismo" la pasión de
Jesús de Nazaret (¿era necesario que la secuencia de los latigazos a
Cristo durara tantos minutos?), incluso en el momento de la crucifixión
quiso ser parte de lo que se proyectaba, siendo su mano izquierda (la sinistra) la que se clavaba en primer plano, y no la del actor Jim Caviezel. De Apocalypto
no puedo decir nada, pues no la he visto, pero parece ser que incide en
una violencia extrema a cuenta de una civilización maya en decadencia.
En todas estas películas una violencia que va más allá de lo explícito
estaba presente, con mayor (Braveheart) o menor (La Pasión de Cristo) sentido o incluso necesidad. Con Hasta el último hombre
(demasiado explícito título en castellano, como el propio tráiler, que
casi te ahorra visionar la película), Gibson vuelve sobre sus fueros
diez años después de Apocalypto,
y lo hace con un episodio de la Segunda Guerra Mundial que tiñe con la
sangre de ese hiperrealismo violento que sabe hacer bien. Ese "loco hijo
de puta"...
30 de enero de 2017
27 de enero de 2017
26 de enero de 2017
Canciones para el nuevo día (2134/1363): "Common People"
Seguro que en algún momento os suena a alguna que otra canción española de finales de los ochenta...
Pulp - Common People
25 de enero de 2017
24 de enero de 2017
23 de enero de 2017
20 de enero de 2017
Crítica de cine: Figuras ocultas, de Theodore Melfi
En el programa espacial de la NASA, a finales de
los años cincuenta y durante la década de los sesenta –«hemos decidido
ir a la Luna. Elegimos ir a la Luna en esta década y hacer lo demás, no
porque sean metas fáciles, sino porque son difíciles, porque ese desafío
servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y
habilidades, porque ese desafío es un desafío que estamos dispuestos a
aceptar, uno que no queremos posponer, y uno que intentaremos ganar, al
igual que los otros», dijo John F. Kennedy en un discurso en la Rice
University., en septiembre de 1962–, participaron muchas personas:
ingenieros físicos, matemáticos, informáticos, militares, personal civil
de empresas de todo tipo. Todos ellos trabajaron con ahínco durante
años, sometidos a la presión para no «ser los segundos en una carrera de
dos». El único rival era la Unión Soviética, la meta de la carrera no
se circunscribía a la Guerra Fría pero no se entiende sin ella, el
premio era colocar a un hombre, estadounidense o soviético, en el
espacio, para después llegar a la luna y clavar en ella una bandera.
Miles de millones de dólares se pusieron para sufragar un proyecto que
hoy en día puede parecer un derroche –pero cuyas aplicaciones prácticas
disfrutamos– de talento, esfuerzo y medios. La carrera espacial. Una
carrera con nombres, muy conocidos, de Yuri Gagarin a Alan Shepard, de
Valentina Tereshkova a John Glenn, del Sputnik al programa Apollo.
Pero personas que no fueron conocidas ni recibieron los parabienes de
una nación. Hubo mujeres que pusieron su esfuerzo al servicio de la
causa. Hubo mujeres negras que dominaron las matemáticas, el lenguaje
informático y lo que subyace en una ingeniería, y no recibieron premios
ni menciones. Hubo «figuras ocultas», aunque lo más pertinente sería
decir que hubo personas «invisibles» o «invisibilizadas» por el color de
su piel. Y tres de ellas, Katherine G. Johnson, Dorothy Vaughan y Mary
Jackson compartieron una historia de esas que sin duda merece una
película para contarlas.
19 de enero de 2017
18 de enero de 2017
17 de enero de 2017
Crítica de cine: Silencio, de Martin Scorsese
A Martin Scorsese siempre le han preocupado la fe
religiosa y sus múltiples manifestaciones. Antiguo seminarista que iba
para sacerdote pero abandonó el camino (¿perdió la fe o quizá la manera
de entenderla?), en su filmografía (y más allá de La última tentación de
Cristo) subyace un interés por los aspectos más diversos de la religión
y la propia vivencia religiosa. Quizá por ello le interesara, hace
treinta años, una novela de Shusaku Endo, novelista japonés católico. El
argumento de la novela traza las andanzas de dos misioneros jesuitas,
Sebastião Rodrigues y Francisco Garrope, que viajan al Japón de 1640
para encontrar al padre Cristóval Ferreira, de quien cartas llegadas a
Occidente dejan caer el rumor de que ha apostatado en el seno de una
persecución de los cristianos japoneses (kirishitan)
por parte de las autoridades del período. Las azarosas calamidades de
los dos jóvenes jesuitas son relatadas a modo de diario por Rodrigues,
que se verá impelido a replantearse (a la fuerza) muchas de sus
creencias personales sobre la fe, la evangelización y la verdad. La
novela de Endo, que ya tuvo una primera versión cinematográfica japonesa
hace más de cuatro décadas, ha sido finalmente realizada por Scorsese,
que no sólo asume la dirección sino también la coautoría del guion
adaptado. Y el resultado es Silencio,
una película densa en contenido, con un exceso de metraje, un tempo
narrativo pausado… y las señas de identidad de un tipo tan personalísimo
como es Martin Scorsese.
16 de enero de 2017
Crítica de cine: La La Land, de Damien Chazelle
Damien Chazelle ha conseguido a los 31 años tocar
lo más alto en Hollywood (veremos si se confirma en los Oscars de este
año)…y quizá una película como La La Land (sin dudarlo me quedo con el título original y no con el demasiado explícito e innecesario La ciudad de las estrellas con
el que se ha estrenado en España) no sea más que una particular
captatio benevolentiae. Una película sobre Hollywood para Hollywood y
hablando de las cosas que les interesa/gusta/viven la gente de
Hollywood. Pero, quizá, también sea la carta de amor mejor elaborada en
los últimos años sobre los sueños, la esperanza, y la necesidad de no
rendirnos ante la desazón (y son tiempos complicados los actuales… y los
que vienen). Una historia sobre esa Ciudad de las Estrellas, sobre los
mitos actuales que la sustentan, sobre el Arte (a grandes rasgos, y si
no nos ponemos demasiado cínicos respecto a si el cine que se hace
actualmente en Hollywood es arte con mayúsculas). Sí, es cierto, hay un
cierto ombliguismo en la historia que cuenta Chazelle, pero también un
optimismo (teñido de bastantes dosis de realismo) en que el mundo
(hollywoodiense o del artisteo) tiene futuro, como tiene presente y,
desde luego, tiene pasado. De aquellos polvos, estos lodos; de aquel
género musical de los años dorados del cine, las décadas de los años
cuarenta y cincuenta, este musical de una era menos ingenua y desde
luego más reacia a aceptar que en una película la gente se ponga a
cantar o bailar porque sí. Pero esa es la esencia del musical y, con La
La Land, Chazelle la insufla de nueva vida.
13 de enero de 2017
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