En un capítulo de South Park,
se sondea a Mel Gibson para realizar una película propagandística; al
final, tras soltarle unas cuantas cafradas al actor/director, se acaba
diciendo de Gibson: "será lo que queráis, pero ese hijo de puta sabe
cómo contar una historia". Y en el fondo no les falta razón a los
creadores de la serie; otra cuestión es si nos convence lo que nos
cuenta. O si nos gusta. En Braveheart,
una película a la que el tiempo le está sentando cada vez peor, contó
la historia de un rebelde que puso un país en pie contra un invasor y
mostró con crudeza el meollo de una batalla. Perfeccionó su interés por
lo extremo, lo gore incluso, en La Pasión de Cristo,
película que personalmente considero un ejercicio de sadismo como pocas
han sido; en su obsesión por relatar con "(hiper)realismo" la pasión de
Jesús de Nazaret (¿era necesario que la secuencia de los latigazos a
Cristo durara tantos minutos?), incluso en el momento de la crucifixión
quiso ser parte de lo que se proyectaba, siendo su mano izquierda (la sinistra) la que se clavaba en primer plano, y no la del actor Jim Caviezel. De Apocalypto
no puedo decir nada, pues no la he visto, pero parece ser que incide en
una violencia extrema a cuenta de una civilización maya en decadencia.
En todas estas películas una violencia que va más allá de lo explícito
estaba presente, con mayor (Braveheart) o menor (La Pasión de Cristo) sentido o incluso necesidad. Con Hasta el último hombre
(demasiado explícito título en castellano, como el propio tráiler, que
casi te ahorra visionar la película), Gibson vuelve sobre sus fueros
diez años después de Apocalypto,
y lo hace con un episodio de la Segunda Guerra Mundial que tiñe con la
sangre de ese hiperrealismo violento que sabe hacer bien. Ese "loco hijo
de puta"...
Hay dos partes en esta película. Una primera, de corte más convencional e
incluso melodramático, muestra la historia de Desmond Doss (Andrew
Garfield), joven objetor de conciencia que, aún así, se alistó al
Ejército y participó en campañas en Guam, Filipinas y Okinawa en 1944 y
1945 (la película se centra, en su segunda parte, en esta última
batalla). Las creencias religiosas (era adepto a la Iglesia Adventista
del Séptimo Día) influyeron en su decisión de no utilizar un arma, de no
matar, de no tocar siquiera un fusil durante su instrucción. Doss
quería servir en la causa nacional, pero no como soldado, sino como
médico de campaña. En esta primera hora de metraje asistimos al
desprecio que superiores y soldados muestran por Doss, al que consideran
un cobarde (aunque muestre aptitudes físicas notables a pesar de su
delgadez), a los maltratos e incluso a un consejo de guerra. Uno se
podría preguntar, e incluso no comprender, cómo alguien que aborrece el
uso de las armas puede servir en el Ejército. ¿No es una contradicción
en sí misma? Doss no niega la guerra, no la rechaza como tal, sabe que
está ahí lo quiera uno o no; tampoco piensa que por tener creencias
personales deba renunciar a servir en el Ejército, es más, insiste en
que se ha alistado voluntariamente, con fervor. En una sociedad como la
estadounidense en el que la vertiente militar (incluso hoy día) es de
presencia cotidiana y en la que el servicio militar se considera un
honor, no una carga, Doss muestra compromiso al no querer escaquearse (y
menos en aquellos años) ni alegar exenciones físicas o morales (es más,
menciona que dos jóvenes de su pueblo se suicidaron por haber sido
rechazados en el Ejército por causas físicas). No es un cobarde, quizá
sí alguien contradictorio de fondo... dependiendo del punto de vista que
asumamos. Para Doss (y Gibson) el problema no es la guerra: la guerra,
por cruenta que sea, es necesaria, y en ella todo el mundo puede
participar, incluso quienes no empuñen una arma, sino torniquetes y
morfina.
Desde un punto de vista personal, de algún modo y de manera poco sutil,
uno percibe que Gibson nos sermonea. Nos dice que matar está mal, pero
que hacerlo por una causa mayor no es malo per se; si acaso trágico y
cruento, pero a la postre necesario para defender unos ideales. No
discutiré que la guerra sea necesaria o no, pero sí me choca que se
apele a creencias religiosas, que predican "no matarás", para no empuñar
una arma, y sin embargo se haga un ejercicio de complacencia con la
guerra como causa mayor, si especialmente se muestra con el derroche de
sangre y vísceras de la segunda parte de la película. Pues entendería
esa violencia extrema para denunciar que la guerra es inhumana. Eso, lo
entendemos todos: las guerras no se ganan con gestos caballerosos, las
batallas son sangrientas y los soldados a menudo mueren en un
sinsentido. Gibson no hace eso, si acaso lo puentea: en su afán de
mostrar que la guerra es cruenta, trata de meternos con calzador un
discurso en el que mezcla patriotismo y convicción religiosa, compromiso
cívico y fe personal, cuando a veces pueden ser términos
contradictorios. Quizá la propia figura de Desmond Doss sea
contradictoria y sirva como muestra de que la argumentación que expongo
se cae por sui propio peso. Pero incluso Doss es consciente de sus
propias contradicciones, aunque sea momentáneamente. Dorothy su novia se
lo hace ver, cuando le dice que su decisión (su terquedad, en el fondo)
no deja de ser orgullo y presunción (en términos religiosos). Doss (o
Gibson) le da la vuelta al argumento y nos tiende la trampa: ¿cómo
podrías respetarme si no cumpliera con mi obligación como ciudadano? ¿Me
querrías igual si me quedara en casa y no fuera a servir al país? ¿Me
mirarías a la cara igual? Quizá ahí radique la manipulación que, con la
excusa inicial de las creencias religiosas, se muestra en la primera
hora de esta película.
Quizá se diga también que la manipulación la ponemos nosotros al no comprender a Doss, o reducirlo a lo que sólo queremos ver y no lo que el personaje nos quiere mostrar. Que no es un cobarde, que cree que puede servir a la causa del país, aun siendo inconsecuente con lo que predica su fe religiosa. Que en momentos de extrema gravedad uno no puede (o no debe) quedarse al margen, por el motivo que sea, cuando se trata de defender una causa mayor que uno mismo. No se mantiene el Bien simplemente con buenos gestos, podría decir Doss; a veces hay que ir al infierno, pero lo que yo no haré será aumentar ese infierno, viene a decirnos. Salvo vidas, no las quito, aunque me puedan quitar la mía por el hecho de no tener medios para defenderme. Lo que a la postre sí me parece prescindible, a nivel argumental, es que, en realidad, el Doss de Gibson rechaza el uso de las armas por una cuestión personal: por la violencia de su padre hacia su madre, su hermano y él mismo cuando está borracho. Un alcoholismo producido por una psicosis de guerra, resultado de su participación en la Primera Guerra Mundial. Ahí es donde Gibson nos manipula de la manera más descarada, sobre todo porque el personaje del padre no rechaza los beneficios morales a los que puede apelar como veterano de guerra (como se muestra en el consejo de guerra). El Doss de esta película, como le cuenta a un compañero de pelotón, rechaza usar armas no por esas creencias religiosas a las que entonces ha apelado, sino por un trauma personal y el odio hacia su padre, más en concreto al comportamiento del padre estando borracho. ¿En qué quedamos, Mel?
En la segunda parte del filme encontramos esa violencia explícita tan propia de Gibson, propia incluso del género de terror. Cuerpos destripados en primer plano, cabezas machacadas, piernas amputadas, sangre y vísceras para saciar varias vidas... y en el fondo es lógico si tratamos de mostrar el horror de la guerra, lo inhumana que es una batalla cuando nos metemos dentro y vemos que uno a menudo, por muy preparado que esté, sobrevive por pura casualidad. ¿Se recrea con exceso Gibson en esta segunda parte? Sin duda, hasta el infinito y más allá... pero acabas encontrando una "lógica", por muy irracional que pueda ser (la guerra lo es) y nos parezca desde la comodidad de estar a este lado de la pantalla. La segunda hora es convencional también en los parámetros del género bélico, previsible incluso, pero ahí está el oficio y la eficacia de Gibson como director. Técnicamente, es impecable, y la fotografía está muy cuidada y transmite ese horror que los soldados sienten en combate. Luego está el maniqueísmo implícito entre "nosotros", que venimos por una caua justa, y los "otros", los japoneses, "animales", prácticamente ratas, salvajes, irracionales y suicidas.
Llaman la atención la cantidad de actores australianos que hay en
papeles de estadounidenses (bien camuflado queda el acento): Sam
Worthington, Hugo Weaving, Rachel Griffiths, Richard Roxburg, al menos
entre los más conocidos. La película no esconde unos referentes
inevitables, ya sea La chaqueta metálica en la primera hora, Salvar al soldado Ryan (o Enemigo a las puertas) en la segunda, o de hecho la propia Braveheart
de Gibson. El epílogo con lo créditos finales es más que prescindible.
Pero el resultado final, sin llegar a decir que sea "positivo", no es
pésimo. Como filme bélico funciona muy bien; incluso como drama personal
en la primera hora hay cierto poso, por mucho que uno no esté de
acuerdo con el planteamiento del guion. Otra cosa quizá no, pero Gibson
sabe cómo contar una historia, y esta funciona a lo largo de sus algo
más de dos horas de metraje y con un ritmo ágil que no queda lastrado
por ciertos momentos de impasse.
No es una mala película, pero tampoco es una que te deje buen sabor de boca.
No es una mala película, pero tampoco es una que te deje buen sabor de boca.
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