Damien Chazelle ha conseguido a los 31 años tocar
lo más alto en Hollywood (veremos si se confirma en los Oscars de este
año)…y quizá una película como La La Land (sin dudarlo me quedo con el título original y no con el demasiado explícito e innecesario La ciudad de las estrellas con
el que se ha estrenado en España) no sea más que una particular
captatio benevolentiae. Una película sobre Hollywood para Hollywood y
hablando de las cosas que les interesa/gusta/viven la gente de
Hollywood. Pero, quizá, también sea la carta de amor mejor elaborada en
los últimos años sobre los sueños, la esperanza, y la necesidad de no
rendirnos ante la desazón (y son tiempos complicados los actuales… y los
que vienen). Una historia sobre esa Ciudad de las Estrellas, sobre los
mitos actuales que la sustentan, sobre el Arte (a grandes rasgos, y si
no nos ponemos demasiado cínicos respecto a si el cine que se hace
actualmente en Hollywood es arte con mayúsculas). Sí, es cierto, hay un
cierto ombliguismo en la historia que cuenta Chazelle, pero también un
optimismo (teñido de bastantes dosis de realismo) en que el mundo
(hollywoodiense o del artisteo) tiene futuro, como tiene presente y,
desde luego, tiene pasado. De aquellos polvos, estos lodos; de aquel
género musical de los años dorados del cine, las décadas de los años
cuarenta y cincuenta, este musical de una era menos ingenua y desde
luego más reacia a aceptar que en una película la gente se ponga a
cantar o bailar porque sí. Pero esa es la esencia del musical y, con La
La Land, Chazelle la insufla de nueva vida.
Esta no es una película para cínicos y descreídos, comenté en las redes
sociales cuando salí del cine. Si sois así, abandonad toda
(des)esperanza y no la veais. El musical, a menos que seas Lars von
Trier y pergeñes una película como Bailar en la oscuridad, es luz, color
y alegría; incluso si esta alegría se tiñe de amargura. O si no hay un
final edulcorado. Y de estos elementos se nutre la película de Chazelle,
que dirige y escribe el guion, adaptándolos también a una sensibilidad
que no es la del espectador del género hace seis décadas. Pero sin ese
cine de entonces no entenderíamos por qué es tan buena La La Land… pues
lo es y se nutre de ese cine clásico. Sin referentes como Los paraguas de Cherburgo (especialmente en el número inicial en la autopista angelina y en los colores de los vestidos de Mia y sus amigas) o Las señoritas de Rochefort
(en la relación entre ambos protagonistas) de Jacques Démy la película
de Chazelle quizá sería tan atractiva como The Artist pero también igual
de efímera (y eso me parece ahora, ay, el paso del tiempo…). Sin el
recuerdo de Stanley Donen y Vincent Minnelli, sin Cantando bajo la lluvia y Un americano en París,
las canciones y bailes de Ryan Gosling y Emma Stone serían una mera
provocación cinéfila, cuando realmente lo que hay es un poso cultural,
cuando no un homenaje, muy buscado… y que el espectador percibe (como la
película de Gene Kelly, Debbie Reynolds y Donald O'Connor es puro
autohomenaje nostálgico). Sin el jazz en el que el propio Chazelle se ha
criado desde niño y que ha sido mucho más que un leitmotiv para Whiplash,
esta película sería un bello canto a una época pasada… pero incompleto.
Sin las muchas referencias y guiños internos que tiene, incluido esa
secuencia de Rebelde sin causa en el planetario que se recrea aquí, La
La Land sería eso, un ejercicio de complacencia respecto a Hollywood,
capaz de crear estrellas… y de apagarlas.
No, no es perfecta esta película: tiene un espléndido arranque y un
hermoso tramo final, jugando con nuestras expectativas sobre cómo debe
acabar (o continuar más allá de las palabras “The End”) la historia de
Sebastian y Mia; y adolece de una cierta irregularidad en el tramo
central, en el que faltan algunos números musicales más (un par, por
ejemplo) y sobra algo de metraje. Pero quizá (volvemos al quizá), en su
imperfección esté lo mejor de esta película. No es lenta, no es
aburrida, no es demasiado complaciente con los personajes: no los
idealiza, son egoístas y contradictorios. Son realistas sin pretenderlo,
porque aunque se dejan llevar por los sueños saben que el fracaso o la
oportunidad que nunca llegó están a la vuelta de la esquina; y quizá
nunca sean mejor pertinentes los versos de la letra de la canción “The Fools Who Dream”
de Mia en una audición: “Here's to the ones / who dream / Foolish, as
they may seem / Here's to the hearts / that ache / Here's to the mess /
we make”. Y contra esa falta de oportunidad luchan el músico de jazz
(Sebastian) y la camarera que es (sabe que no sólo quiere ser) actriz
(Mia). Por el camino entre su inesperado encuentro en una autopista con
la banda sonora de fondo de un claxon, ese camino que construye una
hermosa historia de amor y de pasión por los sueños, los personajes
conocerán y vivirán en esa Ciudad de las Estrellas, para bien y para
mal, con el recuerdo y la expectativa del futuro que tarda demasiado en
llegar. Si llega.
La La Land es para esos “tontos que sueñan”,
no para los descreídos, menos aún para los cínicos. Pero sobre todo
para los que trabajan por ese sueño: la pasión y el sueño requieren
sacrificios y sudor (como el protagonista de Whiplash
demostró); y renuncias, también. Dejarse llevar por la música, por el
baile, por la emoción. Porque esta película tiene momentos especialmente
emocionantes, sin buscarse la emotividad facilona (aprende, Bayona) o
lo mera y burdamente efectista. Está de más decir que si te dejas llevar por la alegría de decenas de conductores en medio de un
atasco a las puertas de la Ciudad de las Estrellas (y de los Sueños),
que es como arranca esta película, el resto del camino pavimentado con
baldosas amarillas será tan apasionante como tú (y la Vida) queráis que
sea. Con sus baches, también.
¿Se nota que me ha gustado mucho La La Land y que me emocionan algunas de sus canciones? Pues eso.
¿Se nota que me ha gustado mucho La La Land y que me emocionan algunas de sus canciones? Pues eso.
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