Hace un año Paco Plaza “revitalizó” el género del terror hispano con Verónica, una cinta que sabía moverse con mucho más que solvencia entre los lugares comunes y aportar savia nueva (si eso es posible) a un género que ha conocido mejores tiempos. Cierto es que en ocasiones la línea entre el terror puro y duro y esa derivación más “finolis” (y a la postre algo engañabobos: véase El sexto sentido) que es el terror psicológico es muy fina y tan permeable que en ocasiones se cruzan líneas y no queda claro qué nos han querido dar con mayor o menor cantidad de queso. Los yanquis en eso suelen ser más versátiles y cada año presentan o bien revisitaciones de títulos y franquicias añejas o propuestas la mar de interesantes como la reciente Un lugar tranquilo (John Krasinski, 2018) o, también hace un año, la muy sugerente Llega de noche (Trey Edward Shults, 2017): películas que quizá no sean tan originales como pudiera ser (la de de Krasinski agota pronto su portentosa puesta en escena inicial), pero al menos hacen pensar que hay ideas, por muy manidas que luego resulten, y que en manos de directores (y guionistas) audaces pueden dar mucho juego. Nos tememos que El pacto de David Victori, que llega a las salas de cine el viernes 17 de agosto, no sea uno de esos casos. Y eso que cuenta con nuestra particular musa del terror hispánico: Belén Rueda (esta vez sin su cárdigan).
El pacto adolece de aquello que últimamente podemos encontrar en el cine de terror/suspense psicológico (elija cada cual lo que prefiera): una idea que da para un corto, sin duda, pero que se funde pronto en un largometraje como un azucarillo en una taza de café humeante. Una idea que tampoco es que sea cien por cien original y que parece beber de películas o series de televisión previas –servidor pensaba constantemente en esta película como una cara B muy ominosa de la serie Criando malvas de Bryan Fuller (ABC, 2007-2009)–, aunque con alguna vuelta de tuerca personal. Una adolescente, Clara (Mireia Oriol), entra en coma tras un extraño incidente con un compañero de clase. Su vida corre serio peligro y su madre, Mónica (Belén Rueda), abogada de oficio, hará lo que sea para que su hija vuelva a recuperarse; y si ello supone “confiar” en un curandero que le promete salvarla a cambio de deberle un “favor” (de vida), lo hará. El problema está, cómo no, en que no se dan duros a cuatro pesetas y que los Faustos de turno deben devolver los favores que han recibido y no del modo que desearían: o lo haces o se cobrará la vida de quién más quieres. Lo dicho antes: ¿recordáis Criando malvas? En esta serie Ned el Pastelero tiene el don de devolver la vida a los muertos tocándolos con su dedo, pero ese don tiene un doble problema: si vuelve a tocar a la persona revivida muere para siempre y si ésta vive más de un minuto otra persona, físicamente cercana, muere en su lugar: En El pacto también hay un tiempo que corre, un reloj de arena que se pone en marcha para devolver el favor recibido y sólo se para si se cumple lo prometido; si el tiempo se agota sin haber cumplido, alguien morirá, en particular la persona por la que pediste el favor.
No se puede negar a David Victori –que se estrena en el largometraje con este filme tras varios cortos, dirigir capítulos de la serie Pulsaciones y escribir algunos guiones, como Hijo de Caín (2013, Jesús Monllaó) y Segundo origen (Carles Porta, 2015)– que se mueve con comodidad y soltura en la creación de ambientes asfixiantes (el hospital, la casa de Clara, la fábrica abandonada), con una preciosa fotografía de tonos apagados a tono con la historia y a cargo de Elías M. Félix, unos eficaces efectos visuales y un buen plantel de actores: a Rueda hay que añadir los veteranos Josean Bengoetxea, Antonio Duran “Morris”, a quien recientemente hemos visto como el líder del clan de los Charlines en Fariña (Atresmedia: 2018) –y con una subtrama en el filme que más que sumar, distrae–, y un Darío Grandinetti sin acento argentino y una voz más oscura de lo que solemos recordar en él (¿se le habrá doblado?) y que interpreta a Álex, el padre de Clara y marido (separado) de Mónica, además de policía local, y que juega un rol determinante en la trama.
No faltan, pues, recursos humanos y medios en un filme que se antoja demasiado ambicioso: lo único que falla, y es lo más importante, es la trama, con demasiados clichés y que inevitablemente nos “suena” a películas ya vistas (y deglutidas), y con un desarrollo que va de más a menos, irregular y que se alarga hasta un final bastante previsible. Es complicado sorprender a un espectador del género que sabe cuando le dan gato por liebre, eso es cierto. Por otro lado, la monotonía tiñe el ritmo de esta cinta y puede que uno acabe enchufando el piloto automático en la mayor parte de un metraje que se estira para dar cabida a una historia que, también es cierto, no da más de sí. Y es una lástima, porque el filme demuestra que tampoco faltan medios (no hacen falta tantos hoy en día) para realizar productos de calidad que puedan competir con lo que nos llega de fuera; pero si falla lo básico, la historia, ay, todo se cae como un castillo de naipes. Y en esta película da la sensación de que el derrumbe se inició antes de que culminaran las obras.
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