Crítica publicada previamente en Fantasymundo.
Paco
Plaza y Jaume Balagueró le dieron una vuelta de tuerca al terror con
una aportación muy personal del falso documental en la trilogía REC
(2007, 2009 y 2012): películas que bebieron de cintas “clásicas”
y que a su vez han sido exponente de la revitalización del cine de
terror en nuestros lares. Un género tan poliédrico como irregular y
que con las sagas Paranormal
Activity y
Expediente
Warren corre
riesgo de caer en la autoparodia con cada entrega que va llegando
(bastante cansino fue el fenómeno The
Ring y sus
derivaciones). Plaza asume con Verónica
un encargo, con guion de Fernando Navarro, y lo transforma en una
película que transita por muchos lugares comunes, pero consigue
darles un toque especial, personal incluso (en entrevistas ha
declarado que hay mucho de autobiográfico en esta película). La
etiqueta “basado en hechos reales” puede ser un incentivo pero
también provocar que los espectadores huyan de las salas de cine. Es
cierto que hay reminiscencias de casos como el de Vallecas (la joven
Estefanía Gutiérrez Lázaro) o en 1992 el “poltergeist” de la
calle Embajadores, un año antes. A partir de la inspiración de
estos casos propios del programa Cuarto
Milenio de
Iker Jiménez, que dieron pie a algún que otro informe policial que
no encontraba una causa “racional” ante unos hechos
“inexplicables”, Verónica
nos traslada a unos días del mes de junio de 1991.
Tras un prólogo
hasta cierto punto trillado que apunta al final de la historia y
buscando una cierta circularidad, la película nos cuenta la historia
de la adolescente Verónica (Sandra Escacena), que vive con su madre
(Ana Torrent), viuda y que acumula largas jornadas de trabajo en un
bar de Vallecas, y sus tres hermanos –interpretados por los
pequeños Bruna
González,
Claudia
Placer e Iván Chavero–. La ausencia casi diaria de la madre obliga
a Verónica a cuidar de sus hermanos desde que se levantan por la
mañana y hasta que se acuestan por la noche. Los cuatro van a un
colegio religioso, de aquellos con código de vestimenta, y cuando
salen de clase pasan por el bar para recoger la comida, que
recalentarán en casa. Cuando Verónica y sus compañeras de clase
Rosa y Diana aprovechan que los alumnos y profesoras monjas están
observando un eclipse solar desde la azotea del colegio para
esconderse en el sótano y realizar una sesión de ouija, se inicia
una cadena de acontecimientos en los siguientes tres días que pondrá
en peligro a la adolescente y sus hermanos, con fenómenos
paranormales en la casa y la aparición de un espíritu del que no
han podido despedirse.
Verónica
juega con acierto con los lugares comunes dentro del terror: el
espiritismo y la ouija, los muebles y objetos que se mueven, las
pesadillas casi reales, la presencia de fantasmas y entes pavorosos,
la casa encantada en última instancia. El pavor a lo desconocido, lo
sobrenatural, se tiñe en esta ocasión de una mirada casi
costumbrista a aquellos tiempos pre-olímpicos: un barrio de la
periferia de una gran ciudad en 1991, la música de Héroes del
Silencio (en pleno apogeo de su carrera), la ropa y el menaje de
hogar que van más allá de lo vintage
(más de uno reconocerá los platos de cristal marrón; los de mis
recuerdos de infancia eran verde oscuro) en unos ámbitos de clase
trabajadora que acumula en sus casas (con esas paredes empapeladas o
con el dichoso gotelé) objetos de todo tipo, y unas actitudes
lúdicas previas a los teléfonos inteligentes e Internet.
Verónica
es como muchos adolescentes en aquellos primeros años noventa (ese
walkman que siempre tiene a mano), cuesta muy poco sentirnos
identificados con ella a los que ya peinamos canas, y quizá por ello
el pavor que siente en esos tres días, mezclado con una cierta
ingenuidad e incluso inocencia, calan en el espectador. Por supuesto
nos encontraremos con esos momentos de tensión –algunos se ven
venir de lejos– diseñados para que demos un bote en las butacas
del cine; del mismo modo, la película transita (y referencia sin
tapujos) por imágenes y situaciones propias del género de terror
“clásico”, pero sin que la cosa chirríe (incluso la monja ciega
que asume el rol de guía y consejera). La frescura de los niños
–sus diálogos y juegos, el momento “Centella”– y la
sensación de “verismo” del personaje principal (acentuado por la
notabilísima interpretación de Escacena) trufan una película que,
ciertamente, adolece de una falta de originalidad en muchas de las
páginas del guion, pero que lo compensa con un ritmo que no decae
hasta el clímax final. En sus noventa y pico minutos de metraje, el
espectador no pierde el interés, absorbido por una historia con
mimbres muy sencillos, y quizá esa sea la clave: hacer una película
de miedo con cosas corrientes que nos dan miedo o nos causan traumas,
como la pérdida, la soledad o lo que subyace debajo de un colchón.
Y
es por ello que la película de Paco Plaza es muy solvente a la hora
de jugar con las piezas del género, de manera que agradará a los
espectadores habituales de este tipo de cine; quien esto escribe no
es un entusiasta del género pero es capaz de reconocer sin ambages
que
Verónica
funciona con una enorme eficacia narrativa. La mirada a una época no
muy lejana y unas mentalidades perfectamente reconstruidas también
es otro de sus alicientes; actitudes muy “nuestras”, muy
cercanas… comenzando por el miedo más básico. Queda en manos del
respetable dilucidar si esta cinta podrá colocarse con honores en el
salón de lo mejor del cine de terror español de los últimos años.
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