30 de agosto de 2018

Crítica de cine: Rodin, de Jacques Doillon

La obra de Auguste Rodin (1840-1917) abrió el camino para la escultura moderna, alejándose de los cánones académicos, lo cual provocó que en vida muchas de sus esculturas fueran discutidas y rechazadas por la crítica del período. Posteriormente, y no mucho después de su muerte, la trayectoria de Rodin fue reconocida y hoy en día nadie duda de que se trata de un hito en el arte universal. Todos pensamos en El pensador (1881), sutilmente mostrado en su versión en yeso este filme, cuando se nos menciona el nombre de Rodin, quizá su obra más conocida, o en El beso (1881), concebida inicialmente para ser incluida en La puerta del infierno, conjunto escultórico cuyo encargo que recibió Rodin por parte del Estado francés en 1880 para ser ubicada en el Museo de las Artes Decorativas de París y cuyo modelado final en bronce no llegó a ver en vida. Es precisamente este grupo escultórico la excusa argumental y punto de partido inicial de este filme, Rodin, realizado y escrito por Jacques Doillon. Una película que originalmente iba a ser un documental para conmemorar el centenario de la muerte del escultor en 2017. Como ha mencionado Doillon en alguna entrevista, aceptó la oferta y empezó a escribir el documental, pero se dio cuenta de que la ficción surgía constantemente en su cabeza: «comprendí que no estaba interesado ni me sentía capaz de hacer un documental, que necesitaba actores. Así que rechacé la oferta y seguí escribiendo». El resultado, pues, es una película que no es exactamente un biopic del genial escultor francés, pero que sí juega con un estilo de estampas biográficas, más que siguiendo un estricto hilo narrativo, alrededor de algunas de las obras de Rodin y, especialmente, la relación amorosa que mantuvo con una de sus alumnas, Camille Claudel, a lo largo de las décadas de 1880 y 1890.


Hay dos pulsiones que destacan en el personaje de Rodin que interpreta con convicción (y bastante abstracción meditabunda) Vincent Lindon: la pasión artística y la relación física con mujeres que posan para él o trabajan en su taller. Hay mucha sensualidad en ambas facetas, tanto en la elaboración de las obras escultóricas –siempre con barro, antes de pasarlas a yeso y, más tarde, al bronce o el mármol– como en las secuencias de carnalidad física con Camille o con algunas de las modelos, seducidas por un artista que las usa y abandona con bastante facilidad y sin remordimientos o escrúpulos. La pulsión artística es constante a lo largo del filme, presentado a modo de episodios y estampas alrededor de algunas de las obras de Rodin en las décadas de 1880 y 1890, aunque el paso del tiempo parece ser tratado con bastante laxitud en un filme pausado e incluso algo lento, no apto para espectadores impacientes. Obras como el busto del escritor Víctor Hugo (1883-1884), que no quería posar durante largas sesiones y que permitió a Rodin que le visitara a menudo en su casa y lo observara en sus quehaceres habituales, de modo que el escultor pudiera modelar la pieza en el porche (lo cual obligaba al escultor a ir de un lado a otro para realizar el busto, a partir de dibujos y de lo que en cada momento veía y debía modelar para no ser olvidado rápidamente), o Los burgueses de Calais (1884-1889), cuyo trabajo en progreso aparece en un momento determinado de la película. O, y es uno de los hitos argumentales del filme, la escultura de Balzac que le encargó la Sociedad de Hombres de Letras en 1891 y que ejecutó durante varios años, antes de ser presentada públicamente y cosechar críticas, algunas bastantes feroces, pues se mostraba a un Balzac barrigudo, sin cuello y con unos genitales algo exagerados. Rodin trabajó obsesivamente en esta obra, documentándose sobre la persona del escritor y utilizando modelos que se le parecían; la primera versión, con un Balzac con una pierna adelantada y un abdomen mayúsculo provocó un rechazo que molestó al escultor, que finalmente, y tras darle muchas vueltas a la cabeza, cubrió el cuerpo del Balzac esculpido con una bata. 


Es esa obsesión artística, ese ensimismamiento de Rodin, lo que se estructura como uno de los ejes principales de un filme que no repara en ofrecer muchas secuencias del escultor en su trabajo, cogiendo una pizca de barro para añadir algo a la obra en la que esté trabajando en ese momento o, descontento por sus resultados, componiendo obras a partir de retazos –destacan, como si piezas de maniquís se tratase, numerosos brazos, piernas, manos y torsos en un taller que parece estar en un estado de desorden creativo– o dándole vueltas en la cabeza a aquello que le preocupa. En sus paseos se le ve tocando los árboles, admirar sus formas, contornos y texturas, como si fueran una inspiración que luego trasladar a sus esculturas. En este sentido, la película de Doillot es una delicia para los estetas y muy recomendable para estudiantes de Bellas Artes. 

El estilo de puzzle en la construcción de secuencias también se repite en la reconstrucción de la relación de Rodin y Camille Claudel (Izïa Higelin): de la pasión compartida por el arte a la relación física que ambos mantuvieron y la historia de amor que se alargó durante una década, y en la que el escultor le prometió a su amante cosas que luego no cumpliría: tener hijos con ella, viajar juntos a Italia, casarse. En este recorrido por el Rodin más personal se muestra su reverso más oscuro, por decirlo de alguna manera. Al tiempo que tuvo numerosos idilios con otras mujeres, el escultor mantuvo una larga relación, sin casarse con ella, con Rose (Séverine Caneele), su compañera sentimental de toda la vida y con quien tuvo un hijo que se negó a reconocer, y con la que finalmente se casaría poco antes de fallecer en 1917. Las peticiones de Camille de que la dejara y se casara con ella no llegaron a buen puerto y sería una de las causas de que la relación entre ambos se resintiera, además de los resquemores de la escultora, que pensaba que Rodin la utilizaba e incluso copiaba sus propias obras. La separación, instigada por una Camille harta de promesas incumplidas, no alejaría del todo a ambos personajes, que en los años siguientes se verían en la distancia; Rodin, de hecho, la ayudó económicamente y promocionó entre los críticos. El filme de Doillon sigue esta relación en el tiempo de manera discontinua, pintándose a trazos, yendo y viniendo, prácticamente todo el metraje.


Y esto último quizá sea precisamente el mayor hándicap, si hubiera que hacerlo y que servidor, de hecho, enuncia con la boca pequeña: la sensación de excesiva parsimonia, de que falta una trama mejor labrada y con un ritmo más enérgico. Pero, lo cierto es que no me disgusta el ejercicio detallista y pausado de Doillon, así como la estructura cuasi capitular: al contrario, me dejo llevar por esa sucesión de estampas sobre la vida y la obra de Rodin, sus charlas con Monet, Cézanne o Rilke, sus silencios pensativos y sus aparentes distracciones, sus deslices sensuales y su pasión, sobre todo, su pasión por el arte. Vincent Lindon, en este sentido, compone un personaje poderoso y muy convincente, acompañado por Higelin y Caneele, las dos mujeres de la vida de Rodin, que influyen, acompañan, aman, molestan y enfurecen al artista a lo largo de los años. Es en el retrato de un artista complejo donde reside lo mejor de una película que, ya lo mencionábamos antes, no será del gusto de espectadores que busquen un biopic más convencional y, sobre todo, más trepidante. Pero esta película, colección de escenas y momentos durante un largo período de tiempo, quizá algo encorsetada según los parámetros académicos, no requiere impaciencia ni nervio, sino algo de circunspección y sobre todo sentir la pulsión artística y carnal de un artista de la talla de Auguste Rodin. Y en eso el filme de Jacques Doillon sale claramente triunfante.

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