Es de agradecer que haya directores heterodoxos, o que vayan de eso, como Darren Aronofsky. Diferentes, rompedores, con voluntad de impactar (y epatar), de dar la nota incluso. Directores que no te dejen indiferente, que tengan personalidad, por muy pretenciosa o ególatra que sea esta. Sinceramente, en el panorama actual del cine –que parece, y soy consciente de que exagero, alimentarse únicamente de blockbusters marvelizados, franquicias y comedias gamberras muy tontorronas–, una película como madre! es un soplo de aire fresco; como también lo fue hace unas semanas el estreno de la gloriosamente fallida pero muy imaginativa El amante doble, de François Ozon (otro tipo peculiarísimo). Películas que se (te) apartan de lo trillado e incluso sobado y que (te) golpean en la butaca del cine, especialmente (y es lo más deseable) si no sabes nada de ellas previamente; de hecho, es como mejor se disfrutan: cuanto menos se sepa de algo y cuanta mayor sea la capacidad de sorprenderse uno mismo, mejor.
Aronofsky siempre se ha preocupado por la obsesión y el delirio en
sus películas, de una manera u otra; y de ambas sensaciones se alimenta
en su última película. Desde Pi: fe en el caos (1998) –el subtítulo que
se añadió en el estreno español es muy revelador–, el director
estadounidense ha mostrado maneras e inquietudes personales que se
fueron abriendo, como los pétalos de una flor, con Réquiem por un sueño
(2000), durísima cinta, o la incomprendida (en general) La fuente de la
vida (2006). Con El luchador (2008) y Cisne negro (2010) tuvimos al
Aronofsky más “físico”: el dolor y la laceración de la piel humana eran
vehículos (y metáforas) para ahondar en la soledad y los riesgos de
arriesgarlo todo, incluida la vida, por alcanzar (o recuperar) la
gloria. Entre medio de estas dos películas el cineasta se divorció de la
actriz Rachel Weisz (su musa en La fuente de la vida), en lo que
pareció un proceso tormentoso, y posteriormente se dejó llevar por una
cierta megalomanía con Noé (2014), una película que generó muchas
expectativas y dejó críticas más o menos templadas pero un fastuoso
taquillaje.
madre! es una experiencia fílmica difícil de explicar. Ya
anticipamos al lector de estas líneas que no es una película para todos
los públicos, en el sentido de que no gustará ni convencerá a muchos
espectadores. En su pase en el reciente Festival de Venecia cosechó
tantos aplausos como abucheos, y la prensa la odió nada más acabar o la
elevó a los altares del celuloide. Personalmente, me quedo a medio
camino, muy lejos de considerarla una mala película y, una vez madurada,
tampoco tan cerca de la etiqueta de “obra maestra” que quizá se le
pondrá y de la que se suele abusar demasiado. La trama es sencilla: en
una casa en medio de la nada viven dos personas, una mujer (“madre”, sin
más, interpretada por la que puede ser la nueva musa del director y
también pareja sentimental, Jennifer Lawrence) y un hombre (“Él, en la
piel de Javier Bardem). Ella se encarga de restaurar una casa que sufrió
un incendio; él es un poeta en busca de una inspiración que parece
haberle abandonado. La relación entre ambos es más bien tibia, algo
controladora por parte de él, mientras ella muestra una timidez hasta
cierto punto exasperante (valórate más, parecemos decirle desde el patio
de butacas). La llegada de un hombre una noche, aparentemente perdido,
interpretado por Ed Harris, y de su mujer al día siguiente (una
recuperada Michelle Pfeiffer) inician una serie de acontecimientos que
trastornarán la vida de la aparentemente dueña de la casa, su proyecto
de maternidad y la relación con un marido al que los efluvios de la fama
y el egocentrismo paulatinamente trastocarán hasta lo más desquiciante.
La película, con guion del propio Aronofsky, juega con muchas de sus
pulsiones y obsesiones fílmicas: el surrealismo que progresivamente se
apoderará de la trama (y la propia película), los detalles horrendos que
la protagonista encontrará a su alrededor (un agujero cada vez más
podrido en el suelo de madera, una puerta y un fuego ocultos en las
entrañas de la casa), lo onírico que de manera muy sutil parece
impregnarlo todo (los despertares también tienen su qué), la noción a lo
Mircea Eliade de que todo acaba pero también empieza (el mito del
eterno retorno),… son muchos las influencias en la filosofía y el
psicoanálisis en el pensamiento, o quizá las obsesiones personales, de
Aronofsky. Lo interesante de la película es que cada espectador se
formará su propia explicación de lo que está viendo, de esa metáfora
desaforada (permítaseme la cacofonía) a la que asiste con ojos cada vez
más abiertos y sorprendidos. El director dejó entrever en su
presentación en Venecia que la película es una denuncia de los desmanes
del hombre que arrasa la (Madre) Tierra, su (único) hogar, del mismo
modo que… y hasta aquí puedo leer (tarjetita por allí…). La maternidad
como tema (otro más) de fondo, está presente (y muy “físicamente”,
también), así como un alegato de la individualidad y una descarnada
crítica de la genialidad como cualidad personal (¿se autopsicoanaliza el
director/creador?). Egos, los justos, podríamos decir.
¿Lo mejor del filme? La dosificación de la trama, la escalada de
acontecimientos, progresivamente en cuanto al grado de intensidad, y que
va de una primera parte muy intimista a una segunda que acaba por
sublimarse, literalmente, en una apoteosis. Servidor no pudo dejar de
pensar en un par de secuencias de una película tan a las antípodas de
esta otra: La vida de Brian de los Monty Python (1979); quizá alguien
más coincida con lo que se alojaba entre mis recuerdos mientras asistía,
no sé si estupefacto o divertido (probablemente ambas cosas a la vez),
ante el cúmulo de excesos, impactos y boutades de todo tipo en ese tramo
final. ¿Lo peor (por destacar algo)? La escasa por no decir nula
química entre Lawrence (qué poco me gusta esta actriz y qué bien está en
esta ocasión) y Bardem (más bien plano en su interpretación, no tanto
en el papel que encarna). Resulta hasta irónico el juego de espejos que
se establece en la primera hora del filme: la pareja de personajes
protagonista es testigo de la (incómoda) pasión que parece sentir la
pareja de personajes visitantes, del mismo modo que nosotros,
espectadores, somos testigos de la mínima conexión entre la pareja de
actores protagonistas.
Como conclusión, estamos ante una película muy provocadora y muy
sugerente en el mensaje subliminal (sea cual sea o quiera interpretar
cada uno). Darren Aronofsky –quien tuvo retuvo y en esta ocasión
requetetuvo– presenta la que quizá sea su película más original (con
permiso de La fuente de la vida); la más imaginativa, incluso, aunque
quizá no la más talentosa. Un desparrame visual y emocional que deja
exhausto (y maravillado durante un buen rato al salir del cine) al
espectador tras sus dos horas de metraje. Una experiencia metafísica y
epidérmica (esos primeros planos a veces muy incómodos) al mismo tiempo, y quizá una de las idas de olla más
ingeniosas de los últimos tiempos. Aplaudo eso: di que sí, Darren.
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