Cuando el espectador ve Detroit, la última
película de Kathryn Bigelow, tiene la sensación de que el tiempo no ha
pasado. Desde luego lo ha hecho, en concreto han transcurrido 50 años
desde los hechos que relata la película, los altercados de Detroit entre
los días 23 y 26 de julio de 1967. Pero, al comparar –y eso que las
comparaciones suelen ser ociosas– lo que se relata en la gran pantalla y
hechos que son de candente actualidad –de Ferguson, Virginia, de manera
casi recurrente, a Charlottesburg, en el mismo estado, el pasado mes de
agosto– uno percibe que el tiempo pasa, sí, pero hay cosas que no
cambian. La violencia racial sigue siendo uno de los principales
problemas de orden público en Estados Unidos: violencia de fuerzas
policiales contra población negra en barrios y ciudades de todo el país,
especialmente en los antiguos estados del sur y en grandes ciudades
como Los Ángeles, Washington o Nueva York. En julio de 1964 se aprobó la
Ley de Derechos Civiles, que, casi un siglo después del final de la
Guerra de Secesión, mantuvo un sistema de segregación racial (“Jim
Crow”, como era conocido popularmente), impedía a la población negra, en
aquellos estados sureños, el ejercicio de derechos como el del voto y
perpetuaba un apartheid que separaba a blancos y negros en autobuses,
trenes, lavabos, etc. Pero la violencia continuó, el Ku Klux Klan y
otras organizaciones y grupos de supremacistas blancos sobrevivieron, e
incluso aumentaron en número (los David Duke de turno) y se produjeron,
de manera periódica, estallidos de violencia a causa del maltrato de
agentes de policía contra individuos negros (el caso de Rodney King, en
1992 en Los Ángeles, es uno de los muchos ejemplos). Al mismo tiempo,
juicios polémicos como el de O.J. Simpson en 1995, acusado de asesinar a
su ex esposa y un amigo de esta, enardecieron a la población negra que,
con o sin razón según el caso, intensificaron un grado de violencia
siempre latente y que, como los ojos del Guadiana, reaparece
constantemente. El cine y la televisión han tratado este tema desde
muchos ángulos y perspectivas. Con su película, Bigelow trata de
recordarnos que la violencia por causas raciales y sus causas siguen aún
muy presentes en la sociedad norteamericana.
Detroit es una cinta muy Bigelow. Cualquiera que se acerque a una
sala de cine ya conoce el estilo de la directora y puede esperar que su
película de turno, especialmente en los últimos años –En tierra hostil
(2009) y La noche más oscura (2012) serían los más claros referentes–,
siga unos patrones muy reconocibles. Del cinémá verité que se decía
antigua al tono de cuasi-documental con el que parece construir sus
filmes. La cámara al hombro y muy cerca de los actores, los primeros
planos y una agilidad trepidante en algunas secuencias, mezcladas a
menudo con otras más pausadas, de análisis y reflexión sobre la marcha.
El espectador se siente “cercano” a lo que contempla, casi le parece
estar allí mismo, donde acontece la acción. Y ya sea desactivando una
bomba en Iraq, persiguiendo a Osama bin Laden por medio Oriente Medio
(valga la redundancia) o recorriendo las calles de una ciudad en plena
revuelta como Detroit, nos dejamos llevar por lo que está pasando.
Detroit sigue ese camino ya trazado y aporta un plus de adrenalina casi
desquiciante.
Tenía curiosidad por esta película de Bigelow; sus dos películas
anteriores son espléndidas, aunque quizá no aptas para un público
impaciente. Mezclan acción con momentos más relajados y ello puede
ralentizar un metraje que suelen superar, a veces de largo las dos horas
(Detroit dura 143 minutos). Cierto es también que una cierta pereza me
acompañaba el día que acudí a la sala y, siendo una primera sesión, temí
amodorrarme a las primeras de cambio. Pero desde que el filme comienza
hasta que prácticamente termina no hay un momento de relajación en la
trama. El tono de documental que suela sobrevolar el cine de Bigelow en
los últimos años está más intensificado en esta ocasión, pues la
directora echa mano de noticiarios y grabaciones de aquel verano de
1967, que se mezclan con las secuencias rodadas hasta el punto de que en
algún momento cuesta discernir una cosa de la otra. Mark Boal, como en
anteriores ocasiones, se hacer cargo de un guion que funciona muy bien
sobre la gran pantalla (qué buena pareja profesional forman Bigelow y
Boal).
La película explica cómo se inicia todo: la actuación de la policía
en una redada en un bar sin licencia, donde se celebraba el regreso de
algunos soldados negros de la guerra de Vietnam, enciende los ánimos de
la población de un barrio de Detroit por la rudeza empleada, considerada
excesiva. El desalojo del bar y el arresto de las personas que allí
estaban, sin hacer apenas distinciones, provoca que se lancen piedras
contra los coches y furgones policiales… y la cosa ya no se detiene.
Durante dos días las algaradas continúan alrededor de la calle 12ª y el
gobernador del estado llama a la policía estatal y la Guardia Nacional
para que colaboren con el Departamento de Policía de Detroit en la
represión de la violencia. Entre los policías locales implicados en
actos de violencia está el agente Phil Krauss (Will Porter, con un rostro de por sí impactante), que ya está
siendo investigado por el homicidio de una persona negra a la que acusó
de participar en los saqueos de comercios. En medio del meollo, Melvin
Dismukes (John Boyega), que complementa un trabajo diurno en una fábrica
con otro nocturno como guardia de seguridad privado, se mantiene alerta
ante unos sucesos que indirectamente le afectan en sus funciones… pero
no sabe hasta qué punto se verá pronto en medio de la violencia. La
noche del 25 al 26 de julio las cosas se irán de madre en un lugar
concreto: el motel Algiers. En las primeras horas de esa noche, Larry
Reed (Algee Smith), miembro del grupo musical The Dramatics, contempla
cómo el debut de su grupo en una conocida sala (y, por tanto, la
posibilidad de lograr notoriedad y que algún productor se fije en la
banda) se trunca cuando la policía obliga a desalojar el local ante la
cercanía de los altercados que desde dos días atrás sacuden la ciudad.
Larry y su amigo Fred Temple (Jacob Latimore) dan vueltas por el barrio y
finalmente recalan en el motel Algiers. Allí intimarán con dos chicas
blancas que, a su vez, les presentarán a unos amigos negros, entre ellos
un soldado recién llegado del frente (Anthony Mackie), que celebran una
improvisada fiesta en una habitación. Cuando uno de estos amigos juega
con una pistola de fogueo y, llevado por la rabia en un ambiente
caldeado por los sucesos recientes, dispara por la ventana en dirección a
un grupo de policías locales, estatales y guardias nacionales, a varias
decenas de metros, se inicia la peor noche de sus vidas. Las fuerzas
policiales asaltan, literalmente, el motel y retienen en el salón
principal a Larry, Fred, las dos chicas y el grupo de amigos de estas.
Entre los policías está Krauss, que nada más entrar en el motel dispaa
por la espalda y mata a uno de los negros, y está acompañado por sus
compañeros Flynn (Ben O’Toole) y Demens (Jack Reynor); entre los pocos
guardias nacionales, el agente Roberts (Austin Hébert). Y también
Dismukes, que se ve metido en el asunto sin comerlo ni beberlo.
El núcleo de la película se centra en el acoso de Krauss y sus
colegas contra los retenidos en el motel Algiers, de mayoría negra. La
policía estatal deja el asunto en manos de la de Detroit; Krauss se hace
cargo de la situación y lidera un interrogatorio para encontrar el arma
de los disparos, sin saber que se trata de un arma de fogueo. Los tres
policías locales intimidan a los retenidos y utilizan tácticas de
interrogatorio en las que, eligiendo a determinados detenidos a los que
trasladan individualmente a otras habitaciones, hacen creer a los demás
que los han matado cuando han realizado un disparo; se trata de
asustarlos para que confiesen dónde está el arma. De manera, como decía
antes casi desquiciante, asistimos como espectadores a una sucesión de
abusos verbales y físicos que culminarán en dos asesinatos más y en la
irresolución del caso. Dismukes y Roberts, superados por la tensión,
serán incapaces de hacer frente a los abusos de Krauss y sus colegas, a
la vez que asisten como testigos a la desesperación de las personas
retenidas.
¿Cargan las tintas Bigelow y Boal en esta parte central del
filme? El guion reconstruye con detalle y a partir de los testigos
presentes lo sucedido en aquellas angustiosas horas; una recreación,
como se explica en los créditos finales de la película, pues las
posteriores fuentes policiales y las pruebas presentadas en el juicio
contra los policías implicados (y alguien más) eran parciales y
mostraban lagunas. Se ha criticado a la película por plasmar un cierto
maniqueísmo: la brutalidad policial, con nombres y apellidos, frente a
una pasividad monolítica de los retenidos. También ha habido críticas en
cuanto al planteamiento del tema de fondo: la población negra se
muestra como una masa sin apenas casi distinciones personales, aun
iniciando las algaradas la noche del 23 de julio, mientras que las
fuerzas represoras son fácilmente identificables. Es cierto que algo hay
de ello en el primer tramo de la película, pero en la parte central el
guion es preciso y escrupuloso en mostrar diversos puntos de vista y en
la variedad de reacciones de los personajes. Y es precisamente esta
parte central lo mejor de la película: el retrato descarnado de los
abusos y la violencia policial, difícil de digerir y asfixiante. Como
espectadores, nos sentimos impactados. Y en la denuncia subyacente de
algo que no es puntual, sino que tiene causas y trasfondos (una cultura
de la violencia a diversos niveles), y en los paralelismos con un
presente en el que la situación parece haber cambiado poco, Bigelow y
Boal demuestran ser muy perspicaces tras la cámara.
El resultado es una película tremendamente ágil en cuanto a la forma
en prácticamente todo su metraje; si acaso queda un tramo final algo
alargado, con las consecuencias de los hechos del motel Algiers (el
interrogatorio de los policías, Dismukes y algunas de las víctimas) y el
juicio posterior. Y demasiado enfático en algunas conclusiones, se
podría añadir. Quizá algún personaje quede algo desdibujado a la postre, como el propio Dismukes, por ejemplo. Pero ese tramo final no empaña, ni de lejos, el fondo de
una película que pretende impactarnos, y lo consigue, y que nos golpea
con una historia por la que no parece que hayan pasado cincuenta años.
La recreación de aquel Detroit y aquellos ambientes es espléndida y
detallista. Yendo de lo general –los disturbios durante cuatro días– a
lo particular –lo sucedido en el motel–, la película deviene una
parábola sobre los límites de la represión, la violencia que no cesa y
las causas de fondo que conducen a los estallidos de furia y fuego (los
créditos iniciales quizá resulten algo reduccionistas, pero sintetizan
correctamente un estado de la cuestión). Y consigue, por el ritmo y el
montaje, que las dos horas y pico pasen, en general, sin que agoten al
espectador, pero dejando mella en él. Una película, pues, muy recomendable y
que constituye un reflejo, nada pálido, de una problemática que, por
muchos años que pasen, no termina de solucionarse; y que no parece estar en vías de solucionarse en la América de Donald Trump.
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