Crítica publicada previamente en Fantasymundo.
O a mí me lo parece o últimamente asistimos a una
Churchillmanía en el cine y la televisión. Un personaje como Winston
Churchill bien lo vale, considerado por los británicos como el mejor
primer ministro que han tenido en su historia. Un hombre que, con sus
destacables luces y también sus muchas sombras, se ha erigido en un
icono, incluso en el británico del milenio; un tipo con una personalidad
arrolladora y una tenacidad a prueba de crisis y guerras; en momentos
de emergencia nacional, nada como Winston para asumir las riendas del
Gobierno. En la aclamada serie The Crown (Netflix, 2016-), John Lithgow
compuso a un Churchill antológico, el primer primer ministro que tuvo
Isabel II cuando accedió al trono en 1952, ya en un estado de salud muy
débil pero que aún resistió tres años al frente del Gobierno. En la
película para televisión Churchill’s Secret (ITV, 2015), Michael Gambon
interpretó al Churchill de ese mismo período inicial de Isabel II y con
una trama que se pasaba más o menos de soslayo en la serie: los meses
del verano de 1953 en que estuvo ausente de Downing Street por los
gravísimos problemas de salud, hecho que se ocultó a la opinión pública.
En enero de 2018 está previsto el estreno en nuestro país de El
instante más oscuro (dirigida por Joe Wright), película en la que Gary
Oldman se pone en la piel de Winston Churchill en el trascendental mes
de mayo de 1940, cuando fue nombrado primer ministro: el período en el
que Winston Churchill se convirtió en el Winston Churchill icónico que
ha pasado a la historia; podemos anticipar que el guion, a cargo de
Anthony McCarten, se ha convertido en un magnífico y muy recomendable
libro que publicará la editorial Crítica este otoño. Pero llega ahora
las salas de cine Churchill, dirigida por el australiano Jonathan
Teplitzky.
Brian Cox asume esta vez el rol del premier británico y la película
nos traslada a los días previos al desembarco de Normandía (Operación
Overlord), el 6 de junio de 1944, durante la Segunda Guerra Mundial. Un
exhausto Reino Unido ya llevaba entonces casi cuatro años de guerra, de
los cuales uno y medio los resistió prácticamente en solitario, entre la
caída de Francia en junio de 1940 y la entrada de Estados Unidos en el
conflicto en diciembre de 1941. Pasaría aún casi un año más hasta que un
combinado anglo-estadounidense iniciara el contraataque en el norte de
África (Operación Antorcha), en noviembre de 1942, con la ocupación de
algunas plazas en Marruecos y Argelia, mientras en el frente libio las
tropas británicas de Bernard Montgomery hacían retroceder a los alemanes
de Rommel (el Afrika Korps) en la segunda batalla de El Alamein. Los
aliados no se harían con todo el norte de África, culminando en la
ocupación de Túnez, hasta mayo de 1943, y entonces planificaron y
pusieron en práctica el desembarco en Sicilia (en julio, y que provocó
la caída de Mussolini) y después la invasión de la Italia continental,
donde el frente se estancaría durante un año largo. Para entonces, y ya
en la primavera de 1944, los Aliados planearon el “segundo frente” –en
realidad sería el tercero– prometido a los rusos, que en el feroz
escenario oriental llevaban tres años inmersos en una auténtica guerra
de aniquilación contra los alemanes. Ese segundo frente se abriría en el
norte de Francia con un amplio desembarco aeronaval y desde aquí se
iniciaría la reconquista de Europa occidental, con el optimista
propósito de llegar a Berlín a finales de 1944… hecho que desde luego no
se produjo: hasta marzo de 1945 las tropas anglo-estadounidenses no
pudieron rebasar la frontera alemana. La guerra, pues, fue azarosa y
mucho más complicada de lo que los ingleses y americanos imaginaron una
vez unieron sus esfuerzos. Fueron tres años de agotamiento y Reino Unido
sintió ese sufrimiento con creces; y, entre ellos, el primer ministro.
El guion de esta película corre a cargo de la joven historiadora británica Alex von Tunzelmann –con un apellido que denota los orígenes alemanes de su familia, en concreto de Sajonia–, lo cual hace pensar, y se confirma a lo largo del filme, que el elemento histórico está muy cuidado. Lo mismo puede decirse de la imagen que se ofrece de Churchill: un primer ministro físicamente exhausto, con los problemas de movilidad que ya no dejarían de agudizarse, y psíquicamente abrumado y cansado. Muy cansado. En los días previos a Overlord, Churchill tiene dudas sobre el éxito de la operación militar. Aun siendo el primer ministro, y por tanto siendo consultado por el Alto Mando Aliado, su posición es militarmente débil, por no decir nula: no decide ni influye en los planes operacionales. Y ello le amarga y enfurece a partes iguales, pues teme –está casi convencido– de que el desembarco en Normandía será un desastre; teme que sea otro Galípoli, el desembarco británico en la península del mismo nombre y a las puertas de Estambul que como primer Lord del Almirantazgo impulsó durante la Primera Guerra Mundial, casi treinta años atrás. Una batalla que constituyó un desastre militar sin paliativos para Reino Unido y sus aliados australianos y neozelandeses, y que se alargó entre febrero de 1915 y enero de 1916.
El guion de esta película corre a cargo de la joven historiadora británica Alex von Tunzelmann –con un apellido que denota los orígenes alemanes de su familia, en concreto de Sajonia–, lo cual hace pensar, y se confirma a lo largo del filme, que el elemento histórico está muy cuidado. Lo mismo puede decirse de la imagen que se ofrece de Churchill: un primer ministro físicamente exhausto, con los problemas de movilidad que ya no dejarían de agudizarse, y psíquicamente abrumado y cansado. Muy cansado. En los días previos a Overlord, Churchill tiene dudas sobre el éxito de la operación militar. Aun siendo el primer ministro, y por tanto siendo consultado por el Alto Mando Aliado, su posición es militarmente débil, por no decir nula: no decide ni influye en los planes operacionales. Y ello le amarga y enfurece a partes iguales, pues teme –está casi convencido– de que el desembarco en Normandía será un desastre; teme que sea otro Galípoli, el desembarco británico en la península del mismo nombre y a las puertas de Estambul que como primer Lord del Almirantazgo impulsó durante la Primera Guerra Mundial, casi treinta años atrás. Una batalla que constituyó un desastre militar sin paliativos para Reino Unido y sus aliados australianos y neozelandeses, y que se alargó entre febrero de 1915 y enero de 1916.
Ese recuerdo constantemente le acecha y desde los primeros minutos
del filme se rememora sutilmente: Churchill pasea por una playa del sur
de Inglaterra y “ve” como el agua que casi le moja los pies se tiñe de
un rojo sangre. Galípoli, el recuerdo que no desaparece. A partir de esa
escena y de la presentación definitiva del plan del desembarco en
Normandía, firmado por el comandante supremo aliado, Dwight “Ike”
Einsehower (John Slattery, actor que nos tememos que nunca podrá
librarse de la sombra de Roger Sterling en Mad Men), y por el general
Bernard Montgomery (Julian Wadham), la película discurre por esas dudas y
amarguras de Churchill, incapaz de hacer que los planes sean
modificados. Incluso cuando Overlord está en peligro ante una
climatología adversa, el primer ministro británico insistirá en que se
modifiquen esos planes, suplicará, apelará al rey Jorge VI (un solvente
James Purefoy), rezará a Dios para que le eche una mano. Toda esa
tensión, pues Churchill no es una persona que se rinda e impondrá una
presión agobiante a todos los que le rodean, se agudizará en las 96
horas previas al desembarco en las playas de Normandía.
Si bien esta tensión resulta interesante para observar cómo una operación de la envergadura de Overlord pudo naufragar antes de tiempo, como elemento narrativo a lo largo de la película resulta un lastre. Sí, Churchill era tan inasequible al desaliento y al mismo tiempo tan irritante como se muestra en el filme; sí, el Alto Mando Aliado, sus ayudantes, el rey e incluso su mismísima esposa, Clementine (Miranda Richardson), acabaron hasta las narices del personaje, pero resulta un aspecto que se arrastra en exceso durante sus casi cien minutos. Y sí, Cox está soberbio en la piel de Churchill, se crece con el personaje y resulta muy convincente… pero también agotador. La trama adolece de una repetición de esquemas y le cuesta conseguir un ritmo sostenido que gestione mejor esa doble tensión: la que impone el personaje y la que necesita la propia película para funcionar con soltura. No nos confundamos: no estamos ante una película mediocre o incluso mala, ni mucho menos, pero sí tiene problemas que todos los aciertos de la misma no consiguen obviar.
Si bien esta tensión resulta interesante para observar cómo una operación de la envergadura de Overlord pudo naufragar antes de tiempo, como elemento narrativo a lo largo de la película resulta un lastre. Sí, Churchill era tan inasequible al desaliento y al mismo tiempo tan irritante como se muestra en el filme; sí, el Alto Mando Aliado, sus ayudantes, el rey e incluso su mismísima esposa, Clementine (Miranda Richardson), acabaron hasta las narices del personaje, pero resulta un aspecto que se arrastra en exceso durante sus casi cien minutos. Y sí, Cox está soberbio en la piel de Churchill, se crece con el personaje y resulta muy convincente… pero también agotador. La trama adolece de una repetición de esquemas y le cuesta conseguir un ritmo sostenido que gestione mejor esa doble tensión: la que impone el personaje y la que necesita la propia película para funcionar con soltura. No nos confundamos: no estamos ante una película mediocre o incluso mala, ni mucho menos, pero sí tiene problemas que todos los aciertos de la misma no consiguen obviar.
De hecho, hay un primer problema en la gestión de la dramatización.
En el empeño por mostrar las dudas y temores de Churchill y la presión
que ejerció en el Alto Mando Alemán, el personal gubernamental y su
propia esposa, el director se empeña en enfatizar en exceso los aspectos
más dramáticos. Lo que en una dirección más contenida se resolvería
dosificando ese dramatismo, Teplitzky se pasa de frenada: constantemente
repite esquemas narrativos y lleva al personaje a varios clímax,
cargando una y otra vez las tintas sobre los mismos aspectos
emocionales. Luego está el metraje, de apenas 98 minutos (descuenten
títulos de crédito finales), cuyo desarrollo de forma harto
incomprensible se alarga y hace largo; y un final –o una sucesión de
finales– que se arrastra a lo largo de un cuarto de hora con una
sucesión de conclusiones, epílogos y codas varios. La misma playa que
aparece al inicio del filme se muestra al final, con propósitos
dramáticos diferentes, claro está: lo que se sugiere de tragedia al
principio se muestra con un cariz esperanzador al final, pero para
entonces el espectador ya hace tiempo que se remueve en la butaca y se
dice a sí mismo una y otra vez “vamos, chicos, terminad ya”. Luego hay
elementos argumentales demasiado estereotipados: el personaje de la
secretaria de Churchill, Helen Garrett (Ella Purnell), con un perfil de
“catalizador” de la trama en un momento determinado que se ve venir a
legua y está muy manido; o una secuencia de discurso radiofónico a la
nación que no esconde su paralelismo con, claro está, El discurso del
rey (Tom Hooper, 2010)
No obstante, la película tiene notables alicientes: para empezar Brian Cox, que compone un Churchill con aires trágicos, y también una Miranda Richardson como su sufrida esposa, Clemmie, que lo que desea es que su marido afloje el pie del acelerador y asuma un perfil más bajo; que desconecte un poco del ejercicio del poder y se acuerde un poco más de su familia, de ella misma. En este sentido el guion está bien planteado y muestra secuencias muy intensas entre ambos personajes. Slattery interpreta con mucha eficacia a Eisenhower, del mismo modo que en la brevedad de su papel James Purefoy aporta un momento de solaz como Jorge VI. En general el elenco de actores es de altura, así como es remarcable la práctica de gobierno en los sótanos de la sede del primer ministro en Downing Street. Por ello resulta, hasta cierto punto, una lástima que la dirección del filme adolezca de un exceso de ambición dramática, convirtiendo el buen guion (sobre el papel) de Von Tunzelmann en algo más correoso en la pantalla. Algunos medios más para recrear la época tampoco le habrían venido mal. Y algo de valentía en la sala de montaje.
No obstante, la película tiene notables alicientes: para empezar Brian Cox, que compone un Churchill con aires trágicos, y también una Miranda Richardson como su sufrida esposa, Clemmie, que lo que desea es que su marido afloje el pie del acelerador y asuma un perfil más bajo; que desconecte un poco del ejercicio del poder y se acuerde un poco más de su familia, de ella misma. En este sentido el guion está bien planteado y muestra secuencias muy intensas entre ambos personajes. Slattery interpreta con mucha eficacia a Eisenhower, del mismo modo que en la brevedad de su papel James Purefoy aporta un momento de solaz como Jorge VI. En general el elenco de actores es de altura, así como es remarcable la práctica de gobierno en los sótanos de la sede del primer ministro en Downing Street. Por ello resulta, hasta cierto punto, una lástima que la dirección del filme adolezca de un exceso de ambición dramática, convirtiendo el buen guion (sobre el papel) de Von Tunzelmann en algo más correoso en la pantalla. Algunos medios más para recrear la época tampoco le habrían venido mal. Y algo de valentía en la sala de montaje.
Pues hay buenos mimbres en este filme y, a pesar de lo comentado
–no se quede el lector de estos párrafos con una pésima imagen, pues no
es el propósito de quien esto escribe de asumir el papel del crítico
destructivo–, el resultado es francamente notable. Pero una película
sobre un momento en la vida de Winston Churchill, con esa trama y esos
actores, merecía algo más de contención y algo menos de énfasis. Porque
sí, aun cayendo en el tópico, Churchill lo vale.
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