Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano, Tito, Domiciano… son muchos los emperadores romanos que nos vienen a la cabeza, e incluso podemos recitar la lista como si fuera la de los reyes godos. De muchos de ellos tenemos muchos datos –abundan los estudios sobre Augusto o Nerón, por ejemplo–, conocemos las biografías de los “doce” primeros (incluido César) gracias a Suetonio. Biografías que inciden en una imagen negativa, peyorativa incluso en algunos casos, y que surge de la propaganda o una visión “senatorial” a caballo de los siglos I-II de nuestra era –Tácito mediante–, y que ha perdurado hasta prácticamente la actualidad. Crímenes, vicios (especialmente los sexuales), manías, locuras… como los que la tradición ha atribuido a Calígula. Quizá sea el de Calígula –Cayo (o Gayo) Julio César Augusto Germánico– el caso más flagrante que tenemos de una “leyenda negra”. Conocemos (o creemos conocer) su “biografía” a través de Suetonio, Dión Casio y Filón de Alejandría y Flavio Josefo, a grandes rasgos; nos faltan los libros de los Anales de Tácito dedicados a este personaje y que, sine ira et sine studio, hubieran atenuado el exceso de chismorreos de Suetonio. Calígula es el epítome de la crueldad, casi la primera imagen que nos viene a la cabeza cuando pensamos en emperadores romanos “locos”. Que si hizo cónsul a su caballo favorito, que si montó un burdel en el Palatino con las hijas y esposas de senadores, que si mantuvo una relación incestuosa con su hermana Drusila, que si se hacía pasar por un dios y mantenía conversaciones con Júpiter, instalando incluso una pasarela entre su casa y el templo de este dios en el Capitolio, que si declaró la guerra Neptuno e hizo recoger a sus soldados conchas y pechinas de mar como trofeo… Pero, ¿qué hay de “realidad” en todo ello? ¿Hasta qué punto estamos “mediatizados” por la leyenda negra que rodea a Calígula? ¿Qué sabemos de él, al margen de la propaganda senatorial en su contra? ¿Quién fue Calígula?
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Sandra Parente |
La literatura ha abusado de los clichés, sobre todo el de la locura: de la novela histórica de todo pelaje a intensas obras de teatro como la de Albert Camus –búsquese en la web de RTVE un Estudio Uno con José María Rodero como protagonista; en 2001 se emitió una nueva adaptación de la mano de Eloy de la Iglesia y con Roger Pera en la piel de Calígula. El cine también ha dejado huella: cómo no recordar Calígula de Tinto Brass (1979), con producción de Bob Guccione, dueño de la revista pornográfica Penthouse y quien, una vez Brass finalizó el rodaje (de por sí subido de tono) del interesantísimo guion de Gore Vidal, añadió algunas secuencias pornográficas con varias de las modelos de su revista. Malcom McDowell como Calígula, Peter O’Toole como Tiberio, Helen Mirren como Cesonia, John Gielgud como Nerva (padre del futuro emperador)… todo un elenco de estrellas para una película que generó tanto escándalo como la figura que pretendía relatar. Hubo una secuela, Calígula 2: la historia no contada (Joe D’Amato, 1982), que sin un guion que lo requiriera, incluyó secuencias pornográficas y planteó una trama, bastante absurda, que se apartaba del “canon” sobre el personaje: una muchacha del norte de África era “adiestrada” para asesinar al emperador, pero finalmente se enamoraba de él, dedicado de lleno a los asesinatos y sus vicios sexuales; de hecho, Calígula era asesinado, asaeteado cuan un mártir Sebastián, por soldados romanos en una playa, no en Roma. En la espléndida serie de televisión Yo Claudio (BBC, 1976) vimos a John Hurt como Calígula (con un peculiar doblaje castellano, por cierto), en una interpretación briosa del personaje (ese pelo rubio oxigenado que no escondía una galopante calvicie); cómo olvidar su aparición con una barba postiza y los labios llenos de sangre cuando, en pleno delirio de terror, quiso devorar el fruto de su incesto con Drusila, como si de un Saturno se tratara.
En este panorama de lugares comunes sobre Calígula, uno se podría preguntar qué aporta una novela como El rey de Nemi. El juicio de Calígula de Sandra Parente (Ediciones Evohé). Una primera conclusión es que se trata de una novela histórica “diferente” dentro del género (los dioses sean alabados), que no trata tanto de “rehabilitar” (si es que era necesario) al personaje sino de “humanizarlo”, en el sentido de conocerlo de cerca, y de “juzgarlo” de nuevo. Y ahí adquiere pleno significado el subtítulo: hay un juicio en el Inframundo, tras la muerte de Calígula, del mismo modo que hay un juicio al personaje por parte de la autora al escribir su novela… y también por nuestra parte como lectores.
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Busto de Calígula, Museo
del Louvre, París. |
Estamos ante una novela larga y que requiere de una cierta paciencia, o si acaso complicidad del lector. No es una novela al uso (el toque a lo Yourcenar que en las presentaciones del libro ha mencionado Parente como una de sus influencias), tampoco pretende abundar en los tópicos sobre el personaje, aunque parta de ellos para situarlos en su (¿justo?) lugar. El juicio al personaje, que es una de las tramas de fondo de la novela, sirve de excusa perfecta para que la autora vuelque en su texto la documentación que ha ido recopilando sobre el personaje, lo que nos cuentas las fuentes, pero sin caer en el riesgo del salgarismo, de ese “andamiaje” que suele verse demasiado a menudo en el género de la novela histórica. Tanto he leído que te lo voy a demostrar, lector. Pero no, Parente dosifica la información que tenemos sobre Calígula, puesta a menudo en boca de quienes lo quieren mal (ese Cicerón fiscal o algunos de los testigos de la acusación), pero no aprovecha que el Tíber pasa por Roma para contarnos TODO lo que se sabe sobre el personaje. El juicio, con todo, especialmente en el primer tercio de la novela, se hace algo redundante, al menos para quien esto escribe (por ello hablaba de una cierta paciencia del lector) con la sucesión de testigos de la acusación y de la defensa.
Un juicio que, además, es paralelo a la recreación de la vida del personaje, por lo que se abunda en flashbacks, desde que Calígula era muy pequeño y acompañó a sus padres a Germania (y dónde se le dio el sobrenombre), en los años posteriores a la muerte de Augusto, y más tarde a Siria y Egipto, en esa gira entre turística y protocolaria de un Germánico que hallaría la muerte (envenenado, se decía) demasiado pronto. Conocemos de cerca a la familia de Calígula: el recuerdo de ese padre ausente, el dolor de una madre (Agripina) hasta cierto punto castradora, las amenazas de un tío abuelo (Tiberio) que odió ser emperador y que dejó en manos de su secuaz Sejano la persecución de una familia mientras se retiraba a Capri. Uno se pregunta hasta qué punto (y más allá de la ficción literaria) Calígula no quedó marcado durante esos años de adolescencia y juventud, hasta la muerte de Tiberio, obligado a disimular su dolor y rencor hacia quien consideraba responsable de la destrucción de su familia. Son capítulos muy interesantes los del segundo tercio de la novela, hasta que alcanzó el poder y comenzó un gobierno que, aun breve en tiempo (no llegó a los cuatro años), fue convulso. Me quedo especialmente con la relación con su hermana Drusila, con el lirismo que en ocasiones adquiere la prosa de Parente, lo bien que se le dan los momentos íntimos entre ambos personajes, la construcción de una relación fraternal que trasciende lo que las malas lenguas de la época (y en la posteridad) dijeron sobre ambos personajes. Queda el tercio final de la novela, el gobierno de Calígula, sus bromas pesadas, su sarcasmo y cinismo hacia el establishment senatorial, sus crueldades (que también las hubo) y el camino hacia la conjura que pondría fin a su vida cuando apenas tenía veintiocho años.
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Camafeo de Calígula y una personificación de Roma,
Kunsthistorisches Museum, Viena. |
Son muchas las buenas sensaciones que consigue suscitar la novela. En primer lugar, el innegable elemento literario (es una novela muy literaria y afortunadamente muy poco del género), cada vez más rico a medida que avanza el texto; parece como si la autora se fuera soltando poco a poco, atenazada quizá en las primeras páginas por el peso de lo que significa, incluso desde la ficción, escribir un libro sobre un personaje tan marcado por el estigma como Calígula. A continuación, la sólida estructura de una novela que juega con los flashbacks sin que se pierda comba y que plantea diversas tramas al mismo tiempo sin que ninguna de ellas naufrague. Queda también la impresión de que se ha navegado con buen rumbo entre las procelosas aguas de la Historia que conocemos (o creemos conocer) sobre el personaje y las pequeñas historias que nutren el libro, entre los personajes históricos tan conocidos y aquellos otros de ficción que funcionan bien. Queda ese lirismo, esa poética, que nutren la prosa de una escritora que pone sus cartas sobre la mesa, si no lo había hecho ya antes con sus relatos. Y queda un título, con sir James Frazer y La rama dorada de escorzo, que nos recuerda la delgada línea que separa la leyenda de la historia.
Con El rey de Nemi. El juicio de Calígula, el lector se embarcará en un viaje que le permitirá poner en duda la leyenda negra del personaje; un viaje que disfrutará si se deja llevar y seducir por los momentos íntimos, por la lírica y la filosofía (¿por qué no?). Probablemente el veredicto que otorgue en su particular juicio sea muy diferente del que inicialmente tenía en mente. Pero eso ya queda visto para sentencia… |
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