14 de enero de 2015

Reseña de Odiseo. El retorno, de Valerio Massimo Manfredi

«Veía cuánto se había corrompido una estirpe gloriosa solo en tres generaciones: la de los argonautas, que habían viajado hasta los confines del mar y de la muralla de montañas inaccesibles, límites extremos para los mortales; la nuestra, que había destruido y despojado la más grande y poderosa ciudad del mundo; y, por último, la de los pretendientes que habían conquistado la despensa y las cocinas de una casa indefensa en la que comían y bebían, aprovechándose de un trono vacío, de una mujer sola y de un muchacho: hijos mimados y faltos de respeto y de humildad que habían crecido sin los padres. Pensaba, sin embargo, que también mi muchacho había crecido sin un padre, pero era, no obstante, prudente y valeroso, fiel a un recuerdo sin imagen ni voz. Por eso los pretendientes no me despertaban piedad. Habían tratado de matar a Telémaco. Todos ellos querían yacer en mi lecho, el que había encajado entre las ramas de un olivo, con mi esposa intachable. Gozar del amor con ella. Debían morir» (pp. 255-256).
Con Odiseo. El retorno (Grijalbo, 2014) se cierra el díptico –en realidad son una sola novela, aunque luego nos la hayan presentado en dos tomos– que empezara en 2013 con la primera parte, Odiseo. El juramento. Para el lector de la primera novela, que narra la vida de Odiseo antes de y durante la guerra de Troya, queda claro que en este segundo tomo, y con ese subtítulo, el tema a tratar es el regreso a casa, a Ítaca. En pocas palabras, la Odisea. Y esta novela recoge y resigue la trama del poema homérico, casi canto a canto, añadiéndose una parte final en la que Manfredi fabula sobre el último viaje de Odiseo, la última aventura, la más desconocida… y la más etérea. Las últimas veinticinco páginas pueden ser interpretables a voluntad de cada lector… y sobre las que no voy a incidir.

Valerio Massimo Manfredi.
Quienes leyeran la anterior novela se encontrarán de nuevo con el estilo arcaizante, rico y con ritmo. Un estilo que nos traslada al épos y nos lo hace presente, cercano y creíble. Un épos que ahora se nutre de la literatura de regresos (nostói), de los que la Odisea es una de sus mayores (y prácticamente únicas) muestras. Un regreso a casa de los héroes y soldados que participaron en el asedio y la toma de Troya. Una larga guerra, diez años, que cambiaría para siempre el mundo del Bronce Final en el imaginario homérico, no necesariamente el histórico, pero sí el que perdura en otro imaginario, el moderno, el del lector del ahora, del de siempre. Y un imaginario que con la Odisea interpreta su particular canto del cisne: el final de una época, de un mundo de pequeños reinos, de una sociedad en la que la hospitalidad y el intercambio de dones eran la ley, de una diplomacia que se basaba en la empresa común, el acuerdo sobre un juramento, ya fuera la empresa de los argonautas o la guerra de Troya. Ese mundo desaparecerá después de que hayan regresado los héroes… al menos los que puedan regresar, que son pocos… y los que puedan sobrevivir. Pues los reinos a los que vuelven ya no son los que dejaron: la larga ausencia ha sido el prólogo del olvido y de la venganza, del castigo y del exilio. Agamenón lo pagó con su vida, Diomedes con el exilio, Odiseo con la muerte en vida, con la consideración casi unánime de que murió e Ítaca necesita un nuevo rey. Los pretendientes son los cachorros que esperan la oportunidad para hacerse con el oikos de Odiseo, y con el gobierno de Ítaca como consecuencia. Penélope es la clave, aunque muchos nos preguntemos, mientras leemos el poema homérico, dónde está Laertes, por qué no gobierna en ausencia de su hijo o, si se cree que éste ha muerto, como regente de su nieto Telémaco. Ubi es, Ulixes?, se preguntarían los lectores romanos del poema. ¿Dónde estás y por qué no regresas? 

La odisea del héroe para regresar a casa... (clickar encima para agrandar la imagen).

El dónde lo sabe el lector: está de viaje. Un viaje casi inacabable que le llevó a la costa de los lotófagos, a la tierra de los cíclopes y al horror de Polifemo, a la isla de Eolo y la oportunidad perdida para llegar a Ítaca con los vientos a favor, a la isla de los lestrigones antropófagos y al refugio en el palacio de Circe, la bruja y la primera seducción de Odiseo; de nuevo al mar embravecido, al canto de las sirenas y a la travesía entre Escila y Caridbis, para, poco a poco, hombre tras hombre, ir desapareciendo los expedicionarios de Ítaca y naufragar Odiseo en las costas donde la ninfa Calipso le tendrá retenido durante años. Años de olvido. El lector de la Odisea ya conoce la historia, quizá se pregunte qué aporta Manfredi con la recreación de esos sucesos, de esa odisea casi sin fin. Pues además del homenaje evidente a Homero, nos trae una mirada fresca al poema homérico. Una mirada que, a diferencia del primer tomo, no elude el componente fantástico del poema homérica: lo que allí era intuido, soñado, imaginado, dejado entre brumas, en este segundo tomo es «real», o al menos todo lo «real» que pueden ser los cíclopes, antropófagos y sirenas. Y aunque conocemos el guion, casi nos parece «nuevo»: Odiseo debe volver, así lo quiere Atenea, así llega al país de los feacios, así conoce a Nausícaa, así pudo tener otra vida… pero el regreso es imperativo. Volver para recomponer el orden perdido. Volver para reocupar la casa asediada por los pretendientes. Volver para recuperar la esposa que le lloraba. En última instancia, volver para hacer cumplir la voluntad divina y honrar a los que quedaron por el camino, a los que no pudieron regresar. La Odisea es también el canto a esos hombres que no pudieron volver y abrazar a la esposa e hijos queridos. El héroe manfrediano se atormenta constantemente por el pesar de no poder cumplir la promesa realizada a sus hombres: llevarlos a todos de vuelta al hogar tras diez años de guerra, ausencia y añoranza. Con su regreso, y parafraseando a Ron Kovic en Nacido el 4 de julio, es «como si todos hubiésemos vuelto a casa». 

Pero el regreso no significa una vuelta a lo que se dejó atrás: el reloj no puede contar las horas hacia atrás. Los cambios han sido demasiados y buena muestra de ello es el comportamiento de los pretendientes. En el fragmento citado al inicio de esta reseña queda patente la situación: la sociedad que conociera Odiseo en su juventud, la del respeto a los héroes, ya no es la misma. Obviamente, al realizar la calculada matanza de los pretendientes, Odiseo es consciente de que su acción también supone un cambio: un trauma, de hecho. La sangre llama a la sangre, la venganza por el comportamiento de los pretendientes concitará la de sus familiares (padres, hermanos, hijos incluso) por su asesinato. Uno de los elementos interesantes de esta novela es cómo poner paz. La Odisea nos muestra a Atenea intercediendo entre la guerra civil que se intuye que estallará entre Odiseo y los familiares de los pretendientes masacrados; en su novela, Manfredi apela a la historicidad y al rol de las instituciones, de la asamblea que convoca el wanax para dar explicaciones e imponer la paz social que Ítaca necesita: una paz que no hubo en la Micenas de Agamenón, ni en la Argos de Diomedes. La paz social ante la stásis, la crisis, nos recuerda también la amnistía (la amnestia, el olvido) en la Atenas de finales del siglo V a.C. y de la guerra civil entre oligarcas y demócratas que estalló con el período de los Treinta Tiranos. No hubo diosa que bajara del Olimpo a mediar entre unos y otros, sino la decisión meditada de olvidar las afrentas y volver a un estado anterior de paz; una paz que será frágil y que no comportará (del todo) el abandono de las venganzas personales: en cierto modo el juicio, condena y muerte de Sócrates es una muestra de que esa amnistía fue parcial. En la Ítaca del mito, la paz social se alcanza, pero no por ello se olvidan (del todo) las afrentas; y Odiseo, como wanax, también tendrá que aprenderlo. 

Claude Gellée, Le LorrainOdiseo parte del país de los feacios (1639), Museo del Louvre, París.






El resultado es una novela más amena que el tomo precedente, al menos para quien esto escribe, más vibrante, más atractiva al poner el énfasis exclusivamente en la figura de Odiseo, y también (por el contrario) más predecible y dependiente de la fuente homérica. Y aun así, la lectura es apasionante y adictiva. Con este segundo tomo el héroe se humaniza, se convierte en un personaje más verosímil (por más que sus andanzas no puedan serlo), más cercano a un lector que enseguida empatiza con él, sus cuitas y sus traumas. Odiseo se revela como un héroe atormentado por las consecuencias de sus actos, ya sea al frente de las naves y al mando de los hombres que debe traer de vuelta a casa, ya sea haciendo frente a los pretendientes que asedian su hogar, maltratan a su familia y ponen en duda su preeminencia como rey de Ítaca. Alejado de Aquiles, el héroe violento y egoísta, y de Agamenón, el caudillo ambicioso y tiránico. Odiseo se nos muestra como un hombre profundamente marcado por la responsabilidad y, en cierto modo, la culpa. «Coetáneo» de Eneas y su particular «odisea» para fundar un nuevo reino con los supervivientes de la hecatombe troyana, Odiseo comparte con el príncipe dárdano el compromiso de cumplir una misión y realizarla por encima de las consideraciones personales; Eneas triunfa allí donde Odiseo fracasa, y también depende de la voluntad divina. Pero ambos comparten la humanidad del héroe que intuye que el mundo que ha conocido pronto terminará. La Edad de Oro dará paso a la de Hierro, Hesíodo mediante, y el mundo del Bronce Final (si consideramos «histórico» el panorama sociopolítico que se nos presenta en los poemas) pronto emitirá los estertores de los moribundos. Quizá sea esa sensación de nostalgia, «el dolor por una vieja herida» (como dijera Don Draper), lo que nos queda al terminar la novela, y por ende el díptico manfrediano. El dolor por un mundo que se hunde en el abismo del olvido…

9 comentarios:

Toni dijo...

Magnífica reseña! Si la primera ya me gustó, esta seguro que más.

Oscar González dijo...

Buenas novelas ambas, y esta no desmerece en nada a la primera. ¡Saludos!

Vorimir dijo...

Hoy la he comenzado y tras 75 páginas se me ha caído al suelo. El tema mitológico tiene en la primera novela una presencia sutil, onírica... y aquí en 75 páginas tenemos a los lestrigones, los cíclopes, a Eolo, tal cual. No me ha gustado nada este giro hacia lo mitológico tan brusco, ahora simplemente parece una novelización de la Odisea. Hubiera preferido a lestrigones y cíclopes como tribus bárbaras y atropófagas de canibales, a Eolo como un anciano sabio que les indica una ruta hasta que se pierden, etc... y no esta "explosión" mitológica que me ha dejado descolocado. Seguiré a ver que tal pero por ahora ha sido un poco blufffff...

Oscar González dijo...

A mí,en cambio, me atrapó desde el principio y en apenas dos días la devoré. Esos elementos fantásticos me parece que congenian bien con la trama: lo desconocido, lo onírico, lo tenebroso, y que entroncan bien con los elementos fantásticos que tiene la 'Odisea'. Fidelidad al poema homérico, sí, pero también personalidad; y un aura de nostalgia presente en toda la novela, nostalgia antes de presentarse por un mundo que está a punto de desaparecer...

Vorimir dijo...

En fin, a ver si sigo leyendo y mi mente lo "acepta" (al igual que Odiseo tiene que hacerlo -de hecho reflexiona sobre ello en el libro- tras tantos repentinos y extraños encuentros, quizás intentaba transmitir ese shock al lector).
PD: ¿Quien hacía la reseña para Hislibris? ¿Cavilius?

Oscar González dijo...

¿Tú mismo? Pero si no te ves ánimos, envío la mía.

Vorimir dijo...

En cuanto lo acabe te aviso a ver como veo la cosa. Aun tengo que escribir la de Augusto de Goldsworthy.

Vorimir dijo...

Reseña enviada a Hislibris. A ver como me ha quedado, que terminarla con dolor de cabeza no ha sido, posiblemente, una de mis mejores ideas, pero tengo que aprovechar el poco tiempo libre que tengo.

Oscar González dijo...

A ver si podemos leerla pronto. :-)