«La Alemania de Weimar significa todavía algo para nosotros. Su increíble creatividad y sus experimentos liberadores, tanto en el terreno de la política como en de la cultura, nos llevan a pensar que es posible alcanzar unas condiciones de vida mejores, más humanas y más prometedoras. Nos recuerda que la democracia, que es un objeto delicado, y la sociedad, fruto de un equilibrio inestable, siempre se ven amenazadas y pueden saltar por los aires. Weimar es una muestra de los peligros que pueden aparecer cuando no hay consenso social en ninguna de las cuestiones fundamentales, ya sean políticas, sociales o culturales. La democracia es un terreno abonado para mantener toda clase de debates que merezcan la pena, para que germine el espíritu de la cultura». (p. 424)
Entre finales de 1918 y principios de 1933 (se podría alargar el período
hasta junio de 1933, cuando los nazis han desmantelado por completo el régimen
republicano), Alemania vivió su primera experiencia democrática: la República
de Weimar; un nombre que los historiadores han puesto a este período a
posteriori, pues el nombre oficial del país en este años seguía siendo un Deutsches Reich (Imperio Alemán). En Weimar, la ciudad de Goethe, de
Schiller, de Nietzcshe y de Schopenhauer, se reunieron los diputados de la
Asamblea Constituyente para redactar la Constitución que estaría en vigor hasta
la creación de la República Federal Alemana en 1949. Weimar nació bajo el espectro de la derrota en la Primera Guerra Mundial,
alentada por un movimiento de masas de cariz revolucionario, contando con la
oposición de la derecha, la magistratura, la alta burocracia y gran parte del
ejército, y defendida casi únicamente
por los partidos de la llamada «Coalición de Weimar» (Partido Socialdemócrata
Alemán, Zentrum y Partido Demócrata Alemán). Durante los años veinte, Alemania
sufrió intentonas revolucionarias de comunistas y ultraderechistas, el Diktat de Versalles, el fantasma de la Dolchtoss o puñalada por
al espalda, la invasión franco-belga del Ruhr, la hiperinflación de 1923, el
peso de las reparaciones de guerra y, cuando las cosas empezaban a mejorar, las
consecuencias del crac de Wall Street y de la Gran Depresión, que fueron
devastadores para los alemanes. Una época turbulenta, en la que los apoyos que
tenía el régimen cada vez eran mayores y más poderosos, pero que, en cambio,
supuso un ensayo de la democracia que los alemanes disfrutaron después de la
Segunda Guerra Mundial.
Eric D. Weitz |
Se han publicado en castellano varios libros sobre Weimar (véanse, por
ejemplo, La crisis de la democracia alemana: de Weimar a Nuremberg, de
José Ramón Díez Espinosa, Síntesis, 1996; La República de Weimar: establecimiento,
estructuras y destrucción de una democracia, de Reinhard Kühnl, Edicions
Alfons el Magnànim, 1991; El dilema de Weimar: los intelectuales en la
República de Weimar, edición a cargo de Anthony Phelan, Edicions
Alfons el Magnànim, 1990; La cultura de Weimar, de Peter Gay, Argos
Vergara, 1984 [reeditado por Paidós en 2010]; o Literatura y
política en la época de Weimar, editado por Cirilo Flórez y Maximiliano García,
Verbum, 1988. Richard J. Evans, en La llegada del Tercer Reich
(Península, 2005), dedica un capítulo, «El fracaso de la democracia» (pp.
111-190). Pero hasta ahora [escribo en 2009] no teníamos a nuestra disposición un libro que
tratase el tema de la República de Weimar de manera global, política, social,
económica y culturalmente. La Alemania de Weimar: presagio y
tragedia de Eric D. Weitz (Turner, 2009) reúne este perfil.*
* Con posterioridad a la escritura de esta reseña se publicó La República de Weimar: una democracia inacabada, de Horst Möller (Antonio Machado Libros, 2012).
El régimen de Weimar nació
entre el fragor de la revolución y el eco de la huída del káiser Guillermo II a
Holanda. Y murió, si no asesinado, sí abandonado por casi todos: «en
definitiva, el enterramiento del régimen de Weimar fue el resultado de la
conspiración de un reducido círculo de hombres poderosos, próximos a Hindenburg,
que concluyó con el nombramiento de Hitler» (p. 412). La llegada de los nazis
al poder fue «una contrarrevolución, en
el sentido de que acabó con las grandes conquistas de la revolución de
1918-1919. Tras echar abajo la República y la Constitución, aunque ésta nunca
quedó formalmente derogada, los nazis no tardaron en acabar con todo: sufragio
universal e igualitario, libertades políticas, elecciones, participación del
pueblo en las instituciones. La revolución había representado también más de
una década de entusiasta renovación en el mundo del arte, así como un sinfín de
esfuerzos para alcanzar la emancipación, tanto personal como colectivamente»
(p. 413).
Caricatura de Thomas Theodor Heine publicada en el semanario satírico Simplicissimus. |
Pues, como destaca Weitz
en su libro, Weimar no sólo fue una primera experiencia democrática: la década
de los años veinte fue para Alemania una de las más vibrantes de su historia. Fue
la época de la Bauhaus de Walter Gropius y de la arquitectura moderna,
creativa, risueña y dinámica de Bruno Taut y Erich Mendelsohn. Fueron los años
del auge de la fotografía, con László Moholy-Nagy y August Sander como figuras
más relevantes. La época de la expansión de la radio, del cine (El gabinete
del doctor Caligari, M, Metrópolis, El ángel azul, Berlín, sinfonía de una
ciudad). Fueron los años en que Thomas Mann publica La montaña mágica,
cuando Bertolt Brecht y Kurt Weill estrenan La ópera de los cuatro
cuartos; cuando Martin Heidegger publica Ser y tiempo o Sigfried
Kracauer escribe sus ensayos más perspicaces; los años en que Hannah Höch,
desde el movimiento Dadá y yendo más allá, crea sus fantásticos montajes fotográficos.
Son los años de la «mujer alemana», una mujer idealizada, sin duda, pero que
dejó una marca en el imaginario colectivo de la época: «Con su pelo corto, la
famosa Bubikopf era esbelta, atlética, atractiva y carente de instinto
maternal, fumaba y, a veces, vestía con prendas masculinas; salía sola y
practicaba el sexo cuando le apetecía; trabajaba, normalmente en una oficina, o
se dedicaba al arte, y vivía al día, con total independencia. [Mientras] la
mujer del pasado vivía para su marido y para sus hijos, se sacrificaba por la
familia. La mujer moderna, por el contrario, creía en la igualdad de derechos y
luchaba por su autosuficiencia económica» (p. 355). Son los años de una cierta
liberación sexual, de cuando el alemán y la alemana «descubren» su cuerpo y su
sexualidad, aprenden a disfrutar del sexo y de los placeres de la vida… por
supuesto, para escarnio de la moral religiosa, tanto católica como protestante,
y de los partidos políticos más conservadores.
Son años, en, definitiva,
de una enorme creatividad y dinamismo. Son los años en los que Berlín adquirió
un papel sobresaliente: «con sus cuatro millones de habitantes […] era, con mucho, la
ciudad más importante de Alemania, la segunda más poblada de Europa, una
megalópolis que dejaba encantados y aterrados a propios y extraños, que actuaba
como un imán o provocaba un sentimiento de rechazo. […] Berlín atraía a
pintores y a poetas, a jóvenes soñadores y ambiciosos. Deslumbrante escaparate
de clubes nocturnos y locales para homosexuales, era una ciudad desenfrenada y
obsesionada por el cuerpo y el sexo. Berlín era también un increíble emporio
económico, que producía ingentes cantidades de electrodomésticos, telas y
prendas de confección. […] Una ciudad para pasarlo bien, con barriadas
elegantes y ricas, parques para el esparcimiento, un zoológico y numerosos
lagos, al alcance de cualquier berlinés que se molestase en tomar un tren o un
tranvía». (p. 57)
También, una ciudad
cosmopolita, con sus barrios bajos, donde cientos de miles de
personas se hacinaban en cuartuchos de mala muerte, donde se pasaba hambre,
donde los estragos de las constantes crisis de los años veinte y principios de
los treinta, pasaron factura. A pesar de todo, «Weimar fue Berlín. Berlín
fue Weimar. La capital adquirió categoría de símbolo y fue patrón de
referencia. En el resto de Alemania se pensaba que los berlineses habían ido
demasiado lejos. Era un imán que atraía a alemanas y foráneos con ambición y
talento, pero que también infundía pavor y desprecio. Era un reflejo único,
esencial, de la Alemania de Weimar. Ningún grupo, ningún individuo, podía
reclamar la ciudad como suya. Berlín no estaba en manos de nadie. El consenso
era un vocablo desconocido. También eso fue el Berlín moderno». (p. 100)
De todo esto, y de mucho
más, trata el libro de Eric D. Weitz: un libro que con entusiasmo os
recomiendo. Un libro que se convertirá (ya lo es) en una obra de referencia
sobre el período. Un libro que se devora, que se saborea, que se paladea, a
ritmos rápidos y lentos, con el eco del jazz, de Gropius, de Murnau, de Brecht,
de Victor Kemplerer, de Joseph Roth o de Kurt Tucholsky. Un libro de obligada
lectura, sin duda alguna.
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