«Cuando el pueblo norteamericano entre en guerra, la libertad, la tolerancia y el sentido común caerán en el olvido» (Woodrow Wilson).
Barbara W. Tuchman (1912-1989) no
es autora ‘nueva’ para el lector aficionado al género histórico: Los cañones de agosto (1962) se ha
convertido en un clásico de la historiografía sobre la Primera Guerra Mundial –aunque
trate sólo el primer mes del conflicto–, al mismo tiempo que se ha revelado
como una obra literaria de enorme calado, conjugando crónica periodística con
relato histórico y con una narración trepidante, amén de un retrato psicológico
de una serie de personajes (Guillermo II de Alemania, Joseph Joffre, sir John French,
Herbert Asquith, lord Kitchener, etc.). Una obra que atrapa al lector desde el
primer capítulo (los funerales de Eduardo VII) y que no le permite dejar el
libro hasta que, de pronto, nos encontramos en medio del avance de las tropas
alemanas sobre Bélgica y Alemania, o nos encontramos resistiendo a los alemanes
en medio de la melée como si nos hubiéramos puesto en la piel del
general Lanrezac. Suele aburrirme la historia militar de puro desarrollo de batallas pero este libro es la
gran excepción a mi norma: me mantiene en vilo, sin perderme ni aburrirme,
esperando de un momento a otro que los alemanes lleguen a París y no se vean
atrapados, como así fue, en el Marne. La torre del orgullo,
también publicado en 1962, es otro de sus grandes libros, un repaso a los veinticinco
años previos al estallido de la Primera
Guerra Mundial tomando como eje narrativo a una serie de
personajes o de acontecimientos (los lores Salisbury y Balfour, el anarquismo
europeo, el presidente de la
Cámara de los Representantes estadounidense Thomas L. Reed,
el caso Dreyfus, Richard Strauss, Jean Jaurès, etc.). Pero Barbara Tuchman se labró éxito de
crítica y público con una obra precedente, publicada originalmente en 1959,
traducida al castellano hace treinta años y que logra una nueva vida en forma
de reedición: El telegrama Zimmermann (RBA, 2010).
Barbara Tuchman. |
En esta obra, que en primer lugar
hemos de tener en cuenta que es muy de su tiempo y que en algunos aspectos se
ha visto superada, Tuchman parte de un caso concreto que nos lleva a implicaciones globales: una oficina secreta británica dedicada al
descifre de mensajes secretos intercepta un telegrama en clave enviado por el
secretario de Asuntos Exteriores del gobierno alemán al presidente de México en
enero de 1917. La sorpresa de la inteligencia militar británica de aquellos
momentos es mayúscula cuando descubren que el mensaje cifrado planteaba una
alianza abierta entre Alemania, México y Japón contra los Estados Unidos, al
mismo tiempo que invitaba a los mexicanos a entrar en guerra invadiendo (y
recuperando) los territorios de Nuevo México, Texas y Arizona. En última
instancia, se planteaba un plan estratégico que obligaría a Estados Unidos a
adentrarse en una guerra en el otro lado del Atlántico, imposibilitando ayudar
al Reino Unido y Francia en el escenario europeo. El telegrama Zimmermann
truncó los planes del presidente estadounidense Woodrow Wilson de mantenerse
en su estricta neutralidad y lo obligó a declarar la guerra a Alemania y sus
aliados, produciéndose, justamente, aquello que Zimmermann deseaba evitar: la
entrada de de los Estados Unidos en el conflicto europeo, el soplo de aire
fresco para un aliado como el Reino Unido, que caminaba hacia el colapso por la
falta de suministros, y el inicio del cambio de rumbo en el escenario
occidental de Europa.
En este libro, Tuchman ofrece un
relato en cierto modo novelesco acerca del papel de Estados Unidos en los años
precedentes al telegrama Zimmermann y a su entrada en la guerra. Todo empieza
con el káiser Guillermo II el Repentino, figura caricaturesca,
maquiavélica y que llevaba de cabeza a su gobierno (nótese el acierto en el
epíteto del bueno de Willy). «Según Bismarck, el emperador hubiese querido que
siempre fuese domingo. La corte bizantina de Berlín contribuía a la fantasía de
Wilhelm, imprimiendo un periódico matutino, del que se publicaba un solo
ejemplar, impreso en oro, con artículos seleccionados cuidadosamente de la
prensa mundial» (p. 46). Para el káiser, Japón, «¡Die gelbe Gefahr!» (el
peligro amarillo) estaba a la vuelta de la esquina, y creía ser el único que
comprendía dicha cuestión. Desde la guerra ruso-japonesa de 1904-1905,
victoriosa para los nipones, el káiser imaginaba que pronto llegaría una gran
conflagración entre Japón y Estados Unidos; incluso ya preveía una invasión
japonesa del continente americano, concretamente de México, ocupando después el
canal de Panamá, bajo control estadounidense. ¡Había que estar preparados! Y
tratar de ser aliados de este imperio victorioso. Obviamente, podemos imaginar
que el gobierno alemán en los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial no tenía
miras tan extensas como el káiser y se conformaba con tratar de centrarse en la
lucha con Francia por la supremacía territorial en Europa o en la rivalidad
naval con el Reino Unido en el mar del Norte. Pero el káiser no cejaba: «en una
guerra entre Estados Unidos y Japón, Inglaterra tendría que apoyar a los
norteamericanos y perdería su alianza con los japoneses. La tortuosa mente del
káiser, en su constante ajetreo, había encontrado un nuevo candidato, es decir,
Norteamérica, que defendería a la raza blanca de la amarilla y el campo de
batalla sería México. Todo era muy simple y muy natural, sólo había que lograr
que los norteamericanos comprendiesen cuál era su misión» (p. 54).
El "telegrama Zimmermann" (16 de enero de 1917). |
Sin embargo, antes de 1910 los
norteamericanos no estaban por la labor. Ni los japoneses, ya puestos. Y qué
decir de México. Pero estalló la revolución mexicana en noviembre de 1910: el
dictador Porfirio Díaz fue derrocado y llegó al poder Francisco
Madero, iniciándose un proceso democrático que se truncó en 1913 cuando varios
militares, entre ellos Victoriano Huerta, que asesinaron a Madero. Huerta, por
su parte, se las tuvo que ver con Venustiano Carranza, que finalmente le
derrocó, y con líderes revolucionarios como Pancho Villa y Emiliano Zapata.
Todo esto no significaría nada si Estados Unidos de Woodrow Wilson, presidente
desde marzo de 1913, no se hubieran visto implicados en todo el asunto a causa
del incidente de Tampico y la ocupación estadounidense de Veracruz en abril de
1914 y, más tarde, en 1916, la expedición al mando del general Pershing sobre
territorio mexicano para perseguir a Pancho Villa, que había asaltado
previamente el pueblo de Columbus, Nuevo México. Los incidentes en México, que
estaban al borde de una guerra abierta entre ambos países, demostraron la
laxitud de Wilson, que abogaba por una débil contención y un pacifismo de
opereta en América, y por una estricta neutralidad respecto a la guerra
europea.
Tuchman nos narra, en la mejor
tradición de una novela de espías (con personajes como el capitán Franz von
Rintelen), cómo Alemania, desde que la campaña de los submarinos alemanes
socavó las relaciones con Estados Unidos, se apostó por buscar la alianza con
México. Dinero a espuertas fluyó a México, para financiar el ejército mexicano
de Huerta y Carranza, así como a pretendidos “bandidos” como Villa, siendo el
embajador alemán en Washington, el conde Johann von Bernstorff, cadena de
transmisión de dinero y telegramas cifrados; unos telegramas, además, que
circulaban a través de las líneas suecas y estadounidenses. Hasta que estallara
el asunto del telegrama Zimmermann, los estadounidenses no fueron conscientes
de que los alemanes usaban sus medios para comunicarse con posibles enemigos
suyos en un conflicto a gran escala. Una circunstancia que sonrojó y enfureció
aún más al presidente Wilson y su staff (Robert Lansing, el coronel
House). Hay que decir que la imagen que
nos ofrece Tuchman de los mexicanos es tendenciosa y simplificadora: leyendo
entre líneas, no parece que distinga demasiado a Huerta de Villa, y a éste de
Carranza, quedando la sensación de que la autora, de un modo u otro, los mete a
todos en el mismo saco. El patio trasero estadounidense queda desdibujado, la
revolución mexicana se muestra como un ir y venir de ejércitos y generales, que
se derrocan unos a otros, y como escenario secundario sobre el que Wilson y sus
colaboradores mueven ficha cual si fuera una partida de ajedrez. Si en los
primeros capítulos, el káiser Guillermo II asume un protagonismo especial, en
la segunda mitad del libro asumen un protagonismo especial el canciller Bethmann-Hollweg,
cada vez más aislado ante el tándem militar Hindenburg-Ludendorff, y el
ministro Zimmermann, que se une, por ambición y convicción, a los halcones del
gobierno que exigen la alianza con México para anular a Estados Unidos.
La transcripción inglesa del telegrama (clickar encima para agrandar la imagen). |
Por su parte, Tuchman realiza un
interesante retrato personal e incluso psicológico de Wilson, que se nos
aparece como el hombre que preconiza una “paz sin victoria” en Europa (lo cual
no le facilita las relaciones con el Reino Unido y Francia), que se insufla de
retórica pacifista y se aferra a una cierta superioridad moral. En cierto modo,
la autora le compara a Balfour, «ya que ambos compartían una cierta
despreocupación por los asuntos mundanos», aunque no deja de señalar
diferencias: «Ambos eran profundos pensadores, Balfour en el terreno filosófico
y Wilson en el del reformismo. Wilson era un Gladstone norteamericano que
basaba su política en principios éticos. Balfour era un Jefferson inglés que
practicaba la política como un pasatiempo aristocrático, mientras se dedicaba
con igual entusiasmo a la ciencia, la metafísica, la estética, el tenis, los
coches deportivos y la vida social» (p. 229). No se le negará a la Tuchman un estilo más que
personal a tenor de frases como éstas. Cuando los británicos comunicaron
a los estadounidenses el telegrama Zimmermann, no fueron creídos en un primer
momento. Se pensó incluso que los británicos, que necesitaban desesperadamente
la ayuda material y los soldados frescos estadounidenses como agua de mayo, se
habían inventado el telegrama. Pero cuando se supo la certeza de todo el asunto
y que además los alemanes habían transmitido el telegrama a través de las
líneas telegráficas estadounidenses, se levantó un clamor que sólo podía tener
una respuesta: guerra. Guerra contra Alemania, que no contra México.
Intervención en la guerra europea, aquella en la que Wilson juró y perjuró en
la campaña electoral de 1916 que el país nunca entraría. Significó también el
final del parcial aislamiento estadounidense en la política mundial. Y
significó también que todo el país reaccionó y se unió a una intervención en un
conflicto bélico más allá del Atlántico que, a excepción de acontecimientos
como el hundimiento del Lusitania y otros buques con pasajeros
estadounidenses desde 1915, apenas les había molestado un ápice. «Zimmermann
había unido a los norteamericanos», publicó la prensa de la época.
Concluye la Tuchman en las últimas
páginas de este ameno y adictivo libro: «el valor intrínseco del telegrama de
Zimmermann no era sino el de una piedrecita
en el largo camino de la historia. Fue una pequeña piedra la que causó
la muerte de Goliat y, en este caso, la que destruyó la ilusión norteamericana del destino de las
otras naciones del mundo. En la política internacional se trataba de un complot
por parte de un ministro alemán. Para el pueblo norteamericano representó el
fin de su inocencia» (p. 276). Y concluimos nosotros: el libro
de Barbara W. Tuchman significa para nosotros el triunfo de una manera de
escribir y de narrar. El triunfo de un estilo narrativo quizá superado, en la
mejor línea del periodismo clásico norteamericano en las décadas centrales del
siglo XX. El triunfo del placer que se destila de la lectura de cada una de sus
páginas. Y no es poco.
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