Aquellos que me conocen ya saben de mi fijación
por las novelas de Connie Willis. Sí, la autora de El Libro del Día del Juicio Final (1992), Por no mencionar la perro (1997), Oveja mansa
(1996), Los sueños de Lincoln (1987), Tránsito (2001)… Hay que destacar
los dos primeros títulos pues forman parte de una particular serie de la
autora en los que el viaje en el tiempo, la universidad de Oxford y los
historiadores juegan roles esenciales… y conectan con el díptico que
reseñamos, El apagón (2010) y Cese de alerta (2010) En cierto modo,
recogen, modulan y cierran ideas que ya se presentaron en aquellas dos
novelas, en las que se viajaba desde mediados del siglo XXI a la
Inglaterra azotada por la Peste Negra (El Libro…) y a la época
victoriana y la destrucción de la catedral de Coventry en la Segunda
Guerra Mundial (Por no mencionar…). Pero la mayor parte de la obra de
Connie Willis plantea inquietudes relacionadas con las Historia, con
mayúsculas. Así, en Oveja mansa ya se trataban las modas como elemento
que aparecía y desaparecía en el devenir de los tiempos; en Los sueños
de Lincoln no había viajes en el tiempo, al menos no físicos, pero la
protagonista indagaba en la biografía de Robert E. Lee y en los avatares
de la Guerra de Secesión al mismo tiempo que su búsqueda también era
personal, vital; Tránsito es una novela sobre las experiencias cercanas a
la muerte (ECM), pero también el lector se acercaba al hundimiento del
Titanic como metáfora de una mente que se apaga o a los recuerdos entre
verídicos e impostados de un veterano de guerra en Pearl Harbor. Y no
olvidemos que en el relato Servicio de vigilancia (1982), la primera
aproximación de Willis a los viajes en el tiempo, el protagonista era un
historiador que viajaba al Blitz de Londres y al bombardeo de la
catedral de San Pablo durante la Segunda Guerra Mundial… una trama que
se recupera en parte en sus dos últimas novelas.
Connie Willis |
El apagón y Cese de alerta supone un tremendo tour de force
novelesco por parte de Willis, un rizar el rizo con resultados más que
complejos. Lo que empezó siendo una novela, la primera de la autora en
casi diez años, acabaron siendo dos. El lector hispano, además, se
quedaría (como lo hizo servidor) boquiabierto cuando al terminar la
primera novela… se dio cuenta que la cosa no se quedaba ahí, que había
una segunda novela, que tendría que esperar a la traducción castellana… y
así ha sido, casi veinte meses de espera para saber cómo terminaba la
trama, cómo se cerraba el ciclo. Como en anteriores libros, Willis
regresa a caminos ya transitados: el equipo de historiadores/viajeros en
el tiempo de la universidad de Oxford, dirigidos/liderados/cuidados por
el señor Dunworthy. La acción comienza en 2060, con tres historiadores
–Michael Davies, Polly Churchill y Merope Ward– que viajarán a diversos
momentos de la Segunda Guerra Mundial: respectivamente, la evacuación
británica de Dunquerque (mayo-junio de 1940), el Blitz londinense
(septiembre de 1940-mayo de 1941) y el envío de niños a lugares alejados
de Londres para protegerlos (desde septiembre de 1939). Sin embargo, y
como el lector puede imaginar, las cosas no salen como tienen que salir.
El continuo espacio-tiempo es delicado, muy delicado, y los portales
mediante los cuales viajan nuestros particulares héroes son susceptibles
de abrirse o cerrarse según una serie de parámetros; el fundamental es
que no se abren si el lugar de destino es un punto de divergencia, es
decir, que afecta a un suceso especialmente crucial en el desarrollo de
la guerra y que, por acción u omisión de los viajeros en el tiempo,
podría cambiar su curso y, por tanto, el futuro. De ahí los desfases
temporales: el continuo espacio-tiempo no debe verse afectado y los
portales se abrirán con un desfase temporal, que puede ser de horas,
días o semanas, de modo que no se pueda interferir en el rumbo de los
acontecimientos. Pero, reconozcámoslo, todo viaje en el tiempo implica
que algo se cambia… y eso es lo que padecerán los tres protagonistas en
sus nuevas misiones.
Siempre me ha llamado la atención el rol que Connie Willis asigna a
los protagonistas de varias de sus novelas. Son jóvenes historiadores
que viajan en el tiempo para observar cómo era la vida en un momento
determinado: cómo actuaban los habitantes espacio-temporales de aquella
sociedad determinada. Michael Davies (haciéndose pasar por el reportero
estadounidense Mike Davis), en este caso, tiene un plan de viaje a
diversos lugares con el objetivo de observar a esos héroes anónimos,
esos hombres y mujeres que con sus diversos roles, colaboraron en el
triunfo aliado en la guerra; por su parte, Polly Churchill (Polly
Sebastian) viajará al Blitz londinense para ser testigo de cómo los
habitantes de la capital británica soportaron, se adaptaron, se
traumatizaron y sobrevivieron al bombardeo sostenido alemán durante
nueve meses, con casi 200.000 bajas entre muertos, heridos y
desaparecidos; en última instancia, Merope Ward (Eileen O’Reilly)
trabajará en una residencia veraniega de una dama aristocrática
convertida en refugio de niños en la campiña inglesa, aunque su sueño es
poder trasladarse al Día de la Victoria (7-8 de mayo de 1945) para
contemplar los fastos del triunfo aliado en la guerra. Los tres
historiadores/viajeros en el tiempo tienen la misión de observar e
interactuar con la población del momento/lugar, siempre con la
obligación de no hacer nada que suponga cambiar la historia. Y a ello se
aferran, decididos a ser testigos, no protagonistas… aunque la realidad
será otra. El lector seguirá las andanzas de los Mike, Polly y Eileen,
ya en sus nuevos roles, al tiempo que conocerá las preocupaciones del
incombustible señor Dunworthy, siempre vigilando por el bienestar de sus
pupilos y porque el continuo espacio-tiempo se vea afectado; y también
asistirá al rol de Colin Templer, que ya aparecía de adolescente en El
Libro del Día del Juicio Final, y ahora, a punto de acabar la educación
secundaria, quiere participar como sea en los viajes temporales.
La catedral de San Pablo y sus alrededores, tras el bombardeo del 29 de dieiembre de 1939, reconstruido con detalle en Cese de alerta. |
Pero el lector no seguirá la lectura lineal, alternando capítulos y
escenarios protagonizados por uno u otro personaje, sino que irán
apareciendo otros escenarios y nuevos personajes: así, las labores de
inteligencia que darían lugar al programa Fortitude Sur en vísperas de
la invasión de Normandía, en la primavera de 1944, y con un agente
llamado Ernest Worthing que al mismo tiempo escribe mensajes para
anuncios personales en la prensa; la labor de Mary Kent como enfermera
de las FANY (First Aid Nursing Yeomanry) y trabajando en el Women's
Transport Service, o colectivo de mujeres conductoras al servicio de
unidades militares o sanitarias, durante la campaña alemana de
bombardeos V1 y V2 entre junio de 1944 y junio de 1945; y por último las
celebraciones del Día de la Victoria en mayo de 1945 en Londres,
testimoniadas por Mary Douglas. Personajes y nuevas situaciones que,
intercalados en El apagón, comenzarán a tener sentido en Cese de alerta…
y hasta ahí puedo leer.
Hay que decir que las tramas de los personajes no tendrían tanto
sentido si no fuera porque su testimonio de la época a la que viajan es
lo que dota de un enorme interés a ambas novelas. El retrato del Blitz
londinense, con su corolario de refugios y estaciones de metro atestadas
por la noche, de la evacuación de Dunquerque, del miedo ante las bombas
V1, de los servicios de inteligencia relacionados con Bletchley Park,
Ultra y Fortitude… es apasionante, fidedigno y con un especial hincapié
en las actitudes de la gente, de la muchísima gente, que vivió aquellos
momentos. La novela, aun escrita por una autora estadounidense, recoge
el punto de vista británico, la fortaleza de un pueblo en momentos de
adversidad, ya sea con el bombardeo sostenido de la capital, que
afectaba a viviendas, tiendas, puestos de trabajo o al habitual fluir
del metro londinense (el Tube), ya sea con el prolijo detallismo de cómo
la gente se sacrificaba en tiempos de guerra. Todo el mundo era
susceptible de ser reclutado y de colaborar en el esfuerzo de guerra, ya
en los frentes de batalla, ya en retaguardia, conduciendo ambulancias,
trabajando como enfermeros, colaborando como actores para entretener a
los soldados y la población civil (y mantener la moral alta), etc. Con
su estilo habitual (y en ocasiones algo… como diría, ¿tramposo?), Willis
nos traslada a la Segunda Guerra Mundial que vivieron los civiles, ya
sea en Londres, en Dover o en la campiña inglesa. Los héroes son
personas normales, que con su esfuerzo en las tareas que sean necesarias
colaboran para que Hitler sea derrotado. Quizá desde la ficción no se
haya escrito un relato tan vívido del Blitz y de cómo lo vivieron los
londinenses, y todo ello es mérito de una autora que construye un
intrincado tapiz en el que las tramas se superpone, entremezclan y se
complican una y otra vez.
Celebraciones del Día de la Victoria (8 de mayo de 1945), en Piccadilly Circus, Londres. |
En estas dos novelas no sólo importa el escenario y el tiempo, el
detalle con el que ambos son reconstruidos, sino que la contingencia es
fundamental. A lo largo de más de 1.200 páginas, los
historiadores/viajeros en el tiempo tienen que recordar una y otra vez
el viejo adagio popular «por un clavo se perdió una herradura; por una
herradura, se perdió un caballo; por un caballo, se perdió una batalla;
por una batalla, se perdió el reino», que evoca la tragedia de Ricardo
III en la batalla de Bosworth (1485) –«A horse, a horse, my kingdom for a
horse!», que dirá Shakespeare en boca del rey jorobado –. Una acción
lleva a otra y el conjunto de acciones u omisiones (por haber hecho esto
o aquello, se produjo o evitó esto otro) cambia el curso de los
acontecimientos, de modo que las consecuencias son impredecibles. Una y
otra vez el señor Dunworthy está alerta a los desfases de la red y a los
fallos en los portales, de modo que llega a la conclusión de que las
acciones u omisiones pueden haber provocado que los británicos pierdan
la guerra. ¿Pero será así? ¿Puede la pérdida de un clavo significar que
se pierda una guerra? Mike, Polly y Eileen deberán lidiar con esta
amenaza constantemente, y el lector asistirá a la resolución (o la
complicación) de un inmenso puzle, un rompecabezas que parece no tener
fin… En última instancia, no es sólo que la Historia pueda verse
modificada o alterada, sino que el propio modo de acercarnos a la
materia es material sensible. Ser testigos de unos hechos afecta a los
personajes, les lleva a considerar su propio papel como testigos
discretos, cuando en realidad se erigen en agentes de la propia
Historia… como lo fueron los millones de británicos que se vieron
implicados en una guerra que marcó sus vidas. Todos y cada uno de ellos
colaboraron en el esfuerzo de guerra, tuvieron que adaptarse a un
racionamiento alimentario, a que la ropa tenía que durar años y años, a
que todo el entramado productivo se destinara a la fabricación con
objetivos militares. Y los tres historiadores/viajeros en el tiempo
tendrán que adaptarse a ese esfuerzo, incapaces de evitar que, con
cualquier clavo perdido, se cambiara el rumbo de la Historia.
Heroísmo, perseverancia, sacrificio en tiempos convulsos, en los años en el que Gran Bretaña dio lo mejor de sí misma… estos son los auténticos protagonistas de un díptico novelesco en el que, como no podía ser menos en la obra de Connie Willis, lo realmente importante no es el viaje en el tiempo o la propia etiqueta de novelas de ciencia-ficción. En realidad, sus libros son novelas históricas, fieles retratos que van más allá de la verosimilitud, con personajes que no por más ficticios son menos reales. Con esta doble apuesta novelesca, Connie Willis lleva al límite su manera de concebir una ciencia-ficción que resulta muy real. Y sale triunfante, incluso cuando parece que, como el continuo espacio-tiempo, todo el entramado literario puede derrumbarse. Y hay momentos en que puede parecerlo…
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