En el párrafo final de su libro, Matyn Rady relata una anécdota muy definitoria:
«En una ocasión, el conde húngaro Kállay digirió la atención del emperador a la antigüedad de la familia Kállay, que, como explicó con orgullo, había producido grandes señores cuando los antepasados de Francisco José eran sólo pequeños barones en Suiza. “Sí, pero nosotros lo hemos bastante mejor”, respondió el emperador. Allí donde estuvo el Imperio de los Habsburgo la Europa Central ahora hay trece repúblicas, muchas de ellas gobernadas por matones y ladrones que han saqueado a sus poblaciones. Los Habsburgo, en efecto, lo hicieron bastante mejor» (traducción propia).
La imagen que tenemos del entramado imperial de los Habsburgo –Imperio austriaco a partir de 1806, Imperio Austrohúngaro desde 1867– suele ceñirse a la de un decadente y mastodóntico viejo imperio, anclado en un pasado absurdo y desfasado, como en cierto modo parodió Anthony Hope con el ficticio país de Ruritania en la novela El prisionero de Zenda (1894), adaptada al cine en dos ocasiones (la más conocida, la de 1952, protagonizada por Stewart Granger y Deborah Kerr).