En el párrafo final de su libro, Matyn Rady relata una anécdota muy definitoria:
«En una ocasión, el conde húngaro Kállay digirió la atención del emperador a la antigüedad de la familia Kállay, que, como explicó con orgullo, había producido grandes señores cuando los antepasados de Francisco José eran sólo pequeños barones en Suiza. “Sí, pero nosotros lo hemos bastante mejor”, respondió el emperador. Allí donde estuvo el Imperio de los Habsburgo la Europa Central ahora hay trece repúblicas, muchas de ellas gobernadas por matones y ladrones que han saqueado a sus poblaciones. Los Habsburgo, en efecto, lo hicieron bastante mejor» (traducción propia).
La imagen que tenemos del entramado imperial de los Habsburgo –Imperio austriaco a partir de 1806, Imperio Austrohúngaro desde 1867– suele ceñirse a la de un decadente y mastodóntico viejo imperio, anclado en un pasado absurdo y desfasado, como en cierto modo parodió Anthony Hope con el ficticio país de Ruritania en la novela El prisionero de Zenda (1894), adaptada al cine en dos ocasiones (la más conocida, la de 1952, protagonizada por Stewart Granger y Deborah Kerr).
El estilo Biedermeier, surgido tras el Congreso de Viena (1814-1815) y que se mantuvo en alza hasta las revoluciones de 1848, se asentó con posterioridad como un gusto doméstico conservador y chapado a la antigua que definiría incluso la mentalidad de las élites de un Imperio que se convirtió en Monarquía (que no Imperio) Dual tras los acuerdos con los húngaros en 1867, que otorgaba a estos su propio autogobierno y Parlamento. Pero la Casa de Habsburgo no se caracterizó únicamente por los andares de mamut de Francisco José (r. 1848-1916), el soberano más longevo de aquella dinastía surgida en torno al siglo X en algunos parajes de Suiza, como el conde Kállay recordaría al vetusto káiser, y que en los siglos siguientes se adueñaría de gran parte de la Europa Central y crearía un imperio «global» con los dominios de su «rama» española (1516-1700) en el Nuevo Mundo y el Sudeste asiático (merced también a las posesiones portuguesas tras la absorción del reino luso entre 1580-1640).
The Habsburg Empire: A Very Short Introduction (Oxord University Press, 2017) no se reduce, a pesar de su título, a ser una mera «introducción» a la historia de este imperio… y como suele suceder con los libros de esta ya prestigiosa colección de OUP, ofrece una panorámica sustanciosa y completa sobre el tema. Desde luego, no con el detalle que desarrollan obras más especializadas –a destacar el volumen de Pieter M. Judson, The Habsburg Empire: a New History (Harvard University Press, 2016)–, pero sí con los suficientes elementos para que el lector se haga mucho más que una composición de lugar sobre la historia de este entramado de territorios, inicialmente dispersos, que paulatinamente se insertaron en un Imperio que, a lo largo del siglo XIX, se convertiría, junto a sus homólogos alemán y ruso, en potencia europea (con permiso de británicos y franceses, desde luego).
El crecimiento de los dominios de la casa Habsburgo (clicar en la imagen para agrandar). Fuente. |
De dinastías e imperios, de títulos y poblaciones, versa precisamente el inicio de este librito* que, ya en sus siguientes capítulos, resigue un orden cronológico (de mediados del siglo XIV hasta la disolución tras la Primera Guerra Mundial en 1918-1920). Qué territorios formaron ese Imperio (y cómo surgió), qué títulos asumieron sus soberanos, qué idea imperial tuvieron y cómo la desarrollaron (de la creación de un pasado mítico a la ostentación de una legitimidad inventada). Con alguna sección dedicada a la «globalidad» del Imperio, con las dos ramas de la familia Habsburgo en Madrid y Viena en los siglos XVI y XVII, y con no poco detalle a la forma de gobierno –una «monarquía compuesta», en la senda de John Elliott– y una estructura de consejos, virreyes y una administración extensa–, el libro de Rady se centra, ya desde el capítulo cuatro, en la evolución cronológica de un Imperio en la Europa central y en las vicisitudes hacia su «modernización» desde el siglo XVIII –catolicismo militarizado, cameralismo, reformismo, despotismo ilustrado y absolutismo mediante y progresivamente– y hasta convertirse en esa mole que podía compartir con el Imperio otomano la metáfora del «hombre enfermo de Europa».
*Hablando de libritos, el lector español recordará su popular biografía de Carlos V (publicada originalmente en 1987), traducida en España por Alianza Editorial en su anterior colección de bolsillo en 1991 (reeditada dos veces más, la última en 1997).
Abundan (dentro de la extensión limitada de este volumen) las referencias a las biografías de personajes como Rodolfo IV de Austria, los emperadores de la Baja Edad Media e inicios de la época moderna Federico III y Maximiliano I, Carlos V y su hermano Fernando I (y sus visiones a menudo opuestas sobre el protestantismo y cómo llegar a acuerdos con él), el combativamente católico Fernando II en el marco de la Guerra de los Treinta Años, María Teresa y su hijo José II (y las limitadas y desbordantes reformas respectivas) en el siglo XVIII, el canciller Metternich en la primera mitad del siglo XIX, el adusto Francisco José y su breve sucesor Carlos I, el último de los emperadores.
En lo que resulta más interesante del libro, Rady matiza bastante las afirmaciones comúnmente aceptadas sobre la inoperancia del Imperio austrohúngaro, resituándolo en su propia época. Así, resulta muy interesante la última sección del libro, “Rethinking the Habsburg Empire (capítulo 7), en el que, por ejemplo, comenta:
«Los vencedores escriben la historia. El vencedor en el siglo XIX fue el moderno estado centralizado; en el siguiente siglo fue el estado nacional. El Imperio de los Habsburgo no fue ni centralizado ni nacional. Permaneció en la forma en que adquirió en el siglo XVI: una colección de tierras dispersas, reinos y pueblos reunidos bajo un monarca común y una casa reinante. De un modo nada sorprendente, “destartalado” es el cliché con el que los historiadores a menudo describen el Imperio, junto con “anacrónico”» (traducción propia).
Pero este Imperio no era un anacronismo, matiza Rady: «representó en su composición multinacional solamente un ejemplo extremo de una enfermedad endémica a lo largo de la Europa de los siglos XIX y XX. La heterogeneidad de la población sólo podría resolverse en la Europa Central en las décadas centrales del siglo XX mediante cambios fronterizos y el movimiento de camiones de ganado con cargas humanas» (traducción propia). No era tampoco un caso único en la Europa de su época: otros imperios y «estados nacionales» tenían amplios porcentajes de nacionalidades en su seno. La fórmula de los Habsburgo, basada en la tradición, tampoco descartó conceder autonomías cuando fue necesario, utilizando la técnica del palo y la zanahoria, para, especialmente tras 1867, rebajar las exigencias (lingüísticas, por ejemplo) de los pueblos diversos que se reunían en su imperio.
El resultado, como ya es habitual en otros volúmenes de esta colección, es un muy interesante, ameno y sustanciosa panorámica a la historia de este Imperio, desde la alta divulgación y sin banalizar conceptos. Un libro que puede abrir el apetito, en lectores interesados y no necesariamente especializados en la historia, a lecturas de mayor calado y que deja poso: la sensación de haber leído algo de calidad y con rigor, sin que ello suponga olvidarse de la amenidad y la claridad expositiva. Una lectura ideal para una tarde tranquila de fin de semana, por ejemplo.
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