Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Para ese “revisionismo” de barra de bar muy de moda hoy en día (pónganse los ejemplos que se considere), la lucha obrera es una cosa del pasado, tan desfasada como los sindicatos. Al margen de la mala imagen (o incluso la utilidad) que puedan tener las centrales sindicales en la actualidad, negar que los avances sociales y laborales no han venido otorgados, sino que ha habido que luchar por ellos desde hace mucho tiempo, supone no ver el presente con la perspectiva que supone echar la vista al pasado y comprenderlo. Supone no conocer la historia de un movimiento obrero cuyos logros hoy en día disfrutamos todos y que afectan a nuestro día a día: la jornada de ocho horas, el día de fiesta semanal, un salario estable, las vacaciones pagadas, etc., y por poner algunos pocos ejemplos que damos por sentados, no se consiguieron por que sí, sino que fueron fruto de una lucha obrera para conseguir unos derechos laborales que la patronal (y los Gobiernos) no iba a dar tan tranquilamente, sino que había que arrancarles y negociar constantemente. Esto no es demagogia, es historia, pues también remite a derechos que hoy en día damos por seguros como los de reunión, manifestación y huelga, y más en unos tiempos en los que estos derechos estaban vedados en la sociedad española; unos derechos por los que también hubo que luchar durante la dictadura franquista. Quizá por ello una película como Vitoria, 3 de marzo, y al margen de las virtudes y defectos cinematográficos que pueda tener, deviene necesaria. Y además recupera un episodio de violencia que ha quedado impune de una Transición que aún estaba en pañales.