Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Hay dos cosas que debe tener claras el espectador que se acerque a una sala de cine a ver Happy End, la última película de Michael Haneke hasta el momento: que el título, cómo no, es irónico y que no va a ser de las mejores cintas del director austriaco que se vaya a encontrar; tampoco resulta tan desdeñable como la crítica especializada la recibió cuando se presentó en el Festival de Cine de San Sebastián hace casi un año. Cierto es que una película de Michael Haneke no deja indiferente –recordemos el caso de Funny Games (1997), el original y el remake que una década después el propio director hizo de su obra para el público estadounidense–; también es verdad que estábamos demasiado mal acostumbrados con sus dos anteriores y espléndidas películas, La cinta blanca (2009) y Amor (2012), y que en otros casos, como Caché (2005) o La pianista (2002) nos quedamos tan pasmados como atrapados. En todas ellas hay temas que se repiten en esta última apuesta personal: la familia como institución y objeto de crítica descarnada; la burguesía como material que despiezar y, por qué no, masacrar (aunque no literalmente como en Funny Games, claro); la violencia soterrada bajo la máscara de la indiferencia y el egoísmo como seña de identidad del individuo y de la sociedad actuales. Temas a los que añadir la mirada sarcástica y también lúcida respecto a cómo las tecnologías han hecho mella en nuestro comportamiento y en el día a día.