Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Si hay un director que ha tocado lo indie y lo comercial, el corto y el largometraje, el cine y la televisión, el videoclip y las grabaciones de voz, ese es Gus Van Sant. Nunca podrás decir que te deja indiferente o que no has visto nada de él. Hagamos un poco de memoria cinematográfica. ¿Te acuerdas de películas independientes como Mi Idaho privado y Cowboy Drugstore? Son suyas. ¿Te acuerdas de películas oscarizadas como El indomable Will Hunting y Mi nombre es Harvey Milk? Él las dirigió. ¿Te acuerdas de Elephant, Gerry y Last Days? Él las concibió, escribió y dirigió. ¿Te acuerdas del remake (fotograma a fotograma y en color) de Psicosis? Él lo perpetró. ¿Te acuerdas de una película con mala baba como Todo por un sueño? Él la dirigió y permitió que Nicole Kidman se luciera. ¿Te acuerdas de decepciones como Descubriendo a Forrester? Él también es responsable. ¿Te acuerdas del primer episodio de Boss, la serie de televisión con Kelsey Grammer como alcalde de Chicago? Él lo dirigió y le dio el tono a la serie (Farhad Safinia la creó y escribió varios de sus episodios). ¿Te acuerdas del vídeo de “Fame ’90” la canción de David Bowie? Él lo dirigió. Sí, recuerdas a Gus Van Sant más de lo que sospechabas.
La carrera de Van Sant ha dado muchas vueltas y es como los ojos del Guadiana. Su activismo en favor de los derechos de la comunidad LGTBI le ha llevado a dirigir el biopic de Harvey Milk que le dio a Sean Penn su segundo (y descaradamente buscado) segundo Oscar y a dirigir la serie documental When We Rise hace un año y pico. Durante un tiempo pareció encasillarse en un cine minimalista y casi nihilista, como su versión de la matanza en el instituto Columbine (Elephant), y en sus primeras películas se atrevió incluso a “adaptar” (a su manera y no en su totalidad) obras de Shakespeare (la primera parte de Enrique IV y Enrique V) en Mi Idaho privado. River Phoenix, Keanu Reeves, la mencionada Kidman, Casey Affleck, Matt Damon, Robin Williams, Michael Pitt y ahora Joaquin Phoenix –con permiso de su película de 2017, En realidad, nunca estuviste aquí– le deben algunas de sus mejores interpretaciones. Sí, te mola Gus Van Sant pero quizá no habías pensado en ello.
Con No te preocupes, no llegará lejos a pie el amigo Gus presenta otro biopic, en cierto modo bastante convencional a pesar de sus formas (como el de Harvey Milk): en este caso se trata de la historia John Callahan (1951-2010), un dibujante de viñetas cómicas de lo más “políticamente incorrecto” –no dejaban indiferente: o te encantaban o te ofendían; en esta web puedes ver algunas de esas viñetas, en el filme aparecen un buen puñado; el título de la película pertenece a una de ellas–, alcohólico y que quedó hemipléjico y en silla de ruedas a causa de un accidente de tráfico tras una soberana jornada de empinar el codo hasta reventar: iba de copiloto y se quedó paralítico, el conductor (interpretado por Jack Black, en uno de esos papeles breves pero memorables que de tanto en tanto se saca de la chistera) apenas tuvo rasguños.
La película (producida por Amazon Studios) comienza con Callahan yendo a toda leche en su silla de ruedas motorizada por las calles de una ciudad californiana avanzados los años ochenta; va tan rápido que no controla y al ir a cruzar un semáforo la silla se la pega con el arcén y él sale volando. No le pasa nada, más allá del porrazo y la momentánea humillación. Un grupo de niños se acerca y le ayudan a sentarse en la silla; de pronto se fijan en una libreta que Callahan llevaba en el regazo y cayó al suelo con él: son algunos de sus dibujos y llaman la atención de los chavales, que le preguntan por ellos. A partir de entonces, y jugando con flashbacks al pasado (los primeros años setenta), se nos lleva al momento en el que Callahan tuvo el accidente y a fragmentos de su vida desde entonces. Su alcoholismo casi suicida –aunque él no quería morir bebiendo como el personaje de Nicolas Cage en la muy deprimente Leaving Las Vegas (1996)–; el trauma y el dolor infinitos por el abandono de su madre cuando era pequeño; cómo conoció e intimó con una azafata de vuelo sueca, Annu (Rooney Mara); cómo llegó a formar parte de un grupo de Alcohólicos Anónimos dirigido por Donnie (Jonah Hill, en el que quizá sea su mejor papel hasta ahora), el aparentemente niño mimado de una familia de posibles en Hollywood y que se convertirá en el sponsor de Callahan; y cómo empezó a dibujar viñetas cómicas, cómo estas llamaron la atención de algunos medios y cómo empezó a publicar, no dejando a nadie indiferente. Un tipo pelirrojo que dibuja viñetas y va en silla de ruedas, ese es John Callahan.
El filme de Van Sant se mueve bien en la recreación, sutil y hasta cierto punto contenida, de los años setenta y ochenta en California y Oregón (incluido el espectro del sida), y en reflejar como John, dentro de lo que cabe, tuvo al sistema sanitario de su parte (o así lo parece por la facilidad con que se le ponen medios a su disposición, silla de ruedas motorizada incluida, que debía de ser más bien una rareza en la época) y pudo reconstruir su vida. La asistencia intermitente de Annu le dio una alegría por la que vivir, las viñetas un objetivo al que dedicarse y las conversaciones con Donnie –“bebe agua”– una terapia para ahondar en lo que guardaba dentro de sí: la ira y el dolor por el abandono de su madre, esa presencia no física en su vida (en una secuencia, un antes y después en la vida de John, aparece Mireille Enos como el fantasma de esa madre que a veces parece recordar a la de Marco, el personaje de dibujos animados). Con un estilo cinematográfico que recuerda al Van Sant de otras películas, pero más “edulcorado”, el filme transita por caminos trillados dentro del biopic y en cierto modo no se quiere arriesgar. Hay que decir, no obstante, que, aun siendo bastante convencional en el fondo (y en parte de la forma), la película no cae en la autocomplacencia; y aunque a veces parezca que todo está muy medido (las reuniones de alcohólicos en casa de Donnie siguen fórmulas que se antojan muy vistas, con comentarios y salidas de tono no demasiado originales), lo cierto es que todo fluye bien. Y gran parte de la responsabilidad, además del buen pulso de Van Sant tras la cámara, hay que achacársela a un Joaquin Phoenix que podría haber sobreactuado y no lo hace, que provoca empatía (y alguna que otra emoción) con su papel y que sabe modular bien los registros dramáticos, aunque a veces el rol que se le ha dado requiera regodearse en lo convencional.
Por ello, el resultado es una película interesante y que se ve con, no sé si llamarlo así, agrado; un filme que es cierto que arriesga poco, pero que sabe mostrarse con bastante naturalidad y frescura dentro de los márgenes del biopic à la Gus Van Sant (él, como John Callahan, tampoco deja indiferente); y que, admitámoslo, no es de lo mejor de la filmografía de este director, guionista y productor, ni de lo más “normal” en su carrera. Pero sólo por ver a Joaquin Phoenix ir escopeteado en silla de ruedas, cogerse una buena cogorza (bueno, quizá esto no sea nuevo), dibujar viñetas y preguntar a la gente de la calle qué le parecen o mantener sugerentes conversaciones con un Jonah Hill con barba y melena a lo Jesucristo Superstar, ya vale la pena este filme.
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