20 de julio de 2018

Crítica de cine: Happy End, de Michael Haneke

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

Hay dos cosas que debe tener claras el espectador que se acerque a una sala de cine a ver Happy End, la última película de Michael Haneke hasta el momento: que el título, cómo no, es irónico y que no va a ser de las mejores cintas del director austriaco que se vaya a encontrar; tampoco resulta tan desdeñable como la crítica especializada la recibió cuando se presentó en el Festival de Cine de San Sebastián hace casi un año. Cierto es que una película de Michael Haneke no deja indiferente –recordemos el caso de Funny Games (1997), el original y el remake que una década después el propio director hizo de su obra para el público estadounidense–; también es verdad que estábamos demasiado mal acostumbrados con sus dos anteriores y espléndidas películas, La cinta blanca (2009) y Amor (2012), y que en otros casos, como Caché (2005) o La pianista (2002) nos quedamos tan pasmados como atrapados. En todas ellas hay temas que se repiten en esta última apuesta personal: la familia como institución y objeto de crítica descarnada; la burguesía como material que despiezar y, por qué no, masacrar (aunque no literalmente como en Funny Games, claro); la violencia soterrada bajo la máscara de la indiferencia y el egoísmo como seña de identidad del individuo y de la sociedad actuales. Temas a los que añadir la mirada sarcástica y también lúcida respecto a cómo las tecnologías han hecho mella en nuestro comportamiento y en el día a día.


De hecho, Happy End comienza y termina con una pantalla de móvil grabando una situación por parte de su dueña, Eve (Fantine Harduin), una adolescente alienada y con muchas inseguridades y fantasmas interiores: por un lado, el ritual de una mujer (su madre) en el baño antes de acostarse; por otro, una salida de escena y fundido a negro (sin más). Entre ambas secuencias, a las que añadir alguna más grabada con el móvil (y trufada de comentarios que diseccionan la psique torturada de la muchacha) y algunas transcripciones de privados de Facebook (o similar) por parte de otro personaje, transcurre un filme que evoca diversas películas anteriores de Haneke, hasta el punto de que parece inspirarse en su obra y dejando una sensación en el espectador de que esa senda ya la ha recorrido (y visto) antes. 

La familia burguesa que retrata en esta ocasión, los Laurent, no es especialmente diferente a otras familias (o parte de ellas) que Haneke ha radiografiado previamente: ahora se trata de un patriarca, Georges (Jean-Louis Trintignant), impedido físicamente y con síntomas de senilidad, que ha dejado el negocio familiar, una empresa constructora, en manos de su hija, Anne (Isabelle Huppert), madre de quien a la postre podría heredar el negocio, Pierre (Franz Rogowski), pero que tampoco es que muestre demasiado cordura o madurez (no parece estar muy centrado en la vida: su apenas amueblado apartamento ya es una muestra del vacío que no puede ocultar), y que mantiene una relación con un abogado inglés (Toby Jones); el otro hijo de Georges, Thomas (Mathieu Kassovitz), padre de Eve, es médico y acaba de tener otro hijo con su segunda esposa, Anaïs (Laura Verlinden), y también mantiene una intensa relación sexual (que conocemos a través de los mencionados privados de una red social) con una mujer (Loubna Abidar). Cuando la madre de Eve es ingresada en un hospital y no puede atenderla, la muchacha se irá a vivir en el casoplón de los Laurent en Calais, trasladando su tristeza al entorno de los egoísmos familiares. Esta trama familiar se mezcla con otra, laboral, cuando un derrumbe en una obra se lleva la vida de un trabajador de la empresa por delante y los Laurent deben lidiar con las consecuencias. Añadamos la mirada sobre la inmigración –la familia de sirvientes que viven con la familia– y los refugiados (en la secuencia final) como apéndices argumentales, en algún caso de manera pelín forzada.

Sería fácil concluir que la película desarrolla, a lo Haneke, el viejo adagio que desarrolló Lev Tolstói en el inicio de su magistral novela Anna Karenina –«todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo»–, pero lo cierto es que, al menos para quien esto escribe, se evoca la frase a medida que avanza la película. Son desdichados estos personajes, cada uno a su modo, y apenas dejan resquicio de que la cosa vaya a mejorar (sin caer en lo truculento o excesivamente melodramático). La visión que tiene Haneke de los personajes, sus actitudes y decisiones, es desencantada y también sarcásticamente cruel en algunos casos, tierna pero cruda en otros. Sin embargo, a medida que transcurre el metraje, quizá algo dilatado para lo que se quiere contar, prende en el espectador (o al menos en quien escribe esta crítica) una percepción de que el argumento y el propio filme gira en círculos sobre sí mismo; no es que no avance, pues vemos cambios que afectan a los personajes, pero no parece que aprendan demasiado de esos acontecimientos o de sus consecuencias. La película, en ese sentido, entra paulatinamente en una rutina que, me temo, tampoco la secuencia final va a trastocar demasiado (y más con ese final tan abierto). No diré aquello de que es una película que olvidarás al cabo de unos días (las hay que se borran de la memoria inmediata con mucha mayor rapidez), pero sí que el poso que pueda dejar no es suficiente como para que provoque alguna emoción perdurable; no es La cinta blanca, para entendernos.


Con todo, una película de Michael Haneke no es nunca despreciable, y aunque no acabe de dejar una huella más perdurable en nuestra memoria, Happy End sí que transmite un estado de ánimo que, a su vez, destila un cierto pesimismo en la sociedad (europea) actual. Quizá Haneke no acabe de desarrollar con más profundidad (y menos autorreferencialidad) algunas de las ideas plasmadas en el filme, pero lo que desde luego no se podrá decir, de esta y otras películas suyas, es que sus retratos de familia nos dejan indiferentes.

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