Un 4 de septiembre de 476 tuvo lugar un acto que
certificaba la defunción ideológica de un imperio pero que, en términos
prácticos, no dejaba de ser una decisión que para millones de personas
del antaño Imperio Romano (de Occidente) pasaría desapercibida: el
hérulo Odoacro depuso al emperador romano occidental Rómulo Augústulo,
apenas un adolescente a quien su padre, el general medio germánico
Flavio Orestes, había sentado en el trono imperial en Rávena un año
atrás. Formalmente no fue el “último” emperador occidental, pues en
Dalmacia languideció hasta su muerte, cuatro años después, Julio Nepote,
a quien los emperadores romanos orientales (en Constantinopla) sí
reconocían como un colega, a diferencia del pequeño Augusto
(Augustulus), considerado un usurpador, y que en Rávena fue un títere
en manos de su padre y los “bárbaros” con los que éste ora se aliaba,
ora se enfrentaba. Nepote fue apartado del poder imperial, que con
esfuerzos controlaba Italia y la costa dálmata, por un Orestes que jugó a
ser un “hacedor de augustos”, como el militar suevo Ricimero, que unas
décadas antes sentaba y derrocaba emperadores en Rávena.