Más "interesante" el póster estadounidense que el del estreno en España... |
Maguire construye metódicamente el papel de Bobby Fischer, mientras un
contenido Liev Schreiber (qué bien le pegan estos papeles) interpreta al
campeón soviético Spassky. Cronológicamente (previo prólogo en medio de
las partidas de ese campeonato del mundo: Fischer no se ha presentado a
la segunda partida, lo que pone al ajedrecista soviético en un
favorable 2 a 0), la película muestra una trama lineal, siguiendo, como
decíamos la vida de Fischer. El retrato de los años sesenta es lo
suficientemente evocador y convincente para situarnos en la época, y esa
es quizá una de las claves de la película: es sobria y funcional,
reflejando esa época con unas certeras pinceladas y mostrando cómo crece
la paranoia de Fischer, utilizado como peón por un agente Paul Marshall
de la CIA (Michael Stuhlbarg) en la Guerra Fría (el ajedrez, no en
balde, es uno de los principales “deportes” rusos); y aquí es cuando uno
no puede dejar de lamentar el simplón título castellano de la película,
siendo precisamente el original en inglés, Pawn Sacrifice
(sacrificio del peón), mucho más adecuado: el sacrificio de los peones
es habitual en el ajedrez para lograr mayores beneficios en la partida y
Fischer, utilizado como peón en una partida (de alcance internacional),
es sacrificado por un objetivo mayor por personas que están por encima
de él (Kissinger y Nixon aparecen de una manera u otra en el filme como
las máximas figuras que alientan la participación de Fischer en el
campeonato mundial), aun siendo en sí mismo un débil “peón” personal.
El paulatino éxito de Fischer como ajedrecista se opone a su también gradual inestabilidad personal… como tanto Marshall como el “entrenador” personal de Fischer, el también ajedrecista y sacerdote católico Bill Lombardy (Peter Sarsgaard), serán conscientes; en un momento determinado Lombardy resume certeramente el psicótico comportamiento de Fischer y lo que significaba el campeonato del mundo para él: Fischer no temería tanto lo que podría suceder si perdiera como lo que podría pasar si ganara... y así fue. En ese sentido, por otro lado, el título tiene cierto sentido: estamos ante un “caso clínico”, el de la inestabilidad mental de Bobby Fischer. Frente a éste, como personaje, aunque más hermético, tenemos a Spassky y, de hecho, Schreiber nos muestra a un confiado gran maestro soviético, arrogante también como Fischer, dispuesto a aplastarlo, pero también brevemente se abre una rendija a una cierta sensación de que él mismo es manipulado por poderes superiores (a los que, por supuesto, rinde servicios incuestionablemente). Todo muy sutil, en comparación con la explosiva personalidad del ajedrecista estadounidense. Y es que (reiteramos) la película precisamente ahonda en eso: en mostrarnos la convulsa personalidad de Fischer, su auge hacia el triunfo y al mismo tiempo su caída en el infierno de la locura.
El paulatino éxito de Fischer como ajedrecista se opone a su también gradual inestabilidad personal… como tanto Marshall como el “entrenador” personal de Fischer, el también ajedrecista y sacerdote católico Bill Lombardy (Peter Sarsgaard), serán conscientes; en un momento determinado Lombardy resume certeramente el psicótico comportamiento de Fischer y lo que significaba el campeonato del mundo para él: Fischer no temería tanto lo que podría suceder si perdiera como lo que podría pasar si ganara... y así fue. En ese sentido, por otro lado, el título tiene cierto sentido: estamos ante un “caso clínico”, el de la inestabilidad mental de Bobby Fischer. Frente a éste, como personaje, aunque más hermético, tenemos a Spassky y, de hecho, Schreiber nos muestra a un confiado gran maestro soviético, arrogante también como Fischer, dispuesto a aplastarlo, pero también brevemente se abre una rendija a una cierta sensación de que él mismo es manipulado por poderes superiores (a los que, por supuesto, rinde servicios incuestionablemente). Todo muy sutil, en comparación con la explosiva personalidad del ajedrecista estadounidense. Y es que (reiteramos) la película precisamente ahonda en eso: en mostrarnos la convulsa personalidad de Fischer, su auge hacia el triunfo y al mismo tiempo su caída en el infierno de la locura.
Cómo no, la película centra su segunda parte en esa “Partida del Siglo”,
que es básicamente lo que esperamos al acercarnos a la sala de cine.
Pero antes de llegar a ello era necesario conocer el contexto (de la
Guerra Fría) y la personalidad del protagonista, y en ambos elementos la
película funciona bien. Sin (demasiadas) estridencias interpretativas a
cargo de Maguire, con una cuidada fotografía que consigue evocar esa
época (la luminosidad para los años sesenta, los colores apagados para
el gran duelo en Reikiavik), recreando con fidelidad los escenarios y
decorados (a fin de cuentas esa serie de partidas fueron televisadas a
nivel mundial), el filme avanza con buen ritmo y resulta muy
entretenido; para los que apenas conocemos las reglas del ajedrez o
hemos jugado muy poco, se muestra la intensidad del juego y algunas
jugadas del mismo, pero sin abusar (demasiado) de tecnicismos. Como toda
película “deportiva”, el juego importa, tanto en su desarrollo como en
su resolución, y el filme se beneficia de “jugar” también con algunas
convenciones del género, mezcladas con ese contexto (político y
geoestratégico) que tan importante hizo la “Partida del Siglo” para los
dirigentes de Estados Unidos y la Unión Soviética (que, como millones de
sus conciudadanos, siguen las partidas por televisión).
En definitiva, pues, El caso Fischer
es una película muy interesante, quizá (se dirá) dentro de unos cánones
“clásicos” que no la hacen destacar demasiado; probablemente con menos
aspiraciones artísticas de lo que pudiera parecer a primera vista, pero
cuenta con los suficientes alicientes temáticos (el ajedrez, la Guerra
Fría, un atractivo personaje) como para que nos acerquemos a una sala de
cine. Personalmente, y por esos alicientes, es la película que más he
disfrutado en lo que llevamos de verano.
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