17 de agosto de 2016

Crítica de cine: El caso Fischer, de Edward Zwick

En 1972 parecía que la Guerra Fría se había “enfriado” un poco: fue la denominada “distensión”. En febrero el presidente estadounidense Richard Nixon visitó China (o la “abrió” al bloque occidental, como le gustaba decir), estableciendo (más o menos) unas fluidas relaciones entre ambos países desde que los comunistas llegaran al poder en 1949. La guerra en Vietnam entró a lo largo de ese año en una fase de (cierta) relajación, previa a las negociaciones de paz que fructificarían al año siguiente; Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, fueron entonces conscientes de que la guerra en el país del Sudeste asiático era un callejón sin salida (no sirvieron de gran cosa los bombardeos masivos sobre Vietnam del Norteen ese mismo año) y optaron por dejar la guerra en manos de los dos países en liza (la también llamada “vietnamización” del conflicto), que acabaría siendo un desastre para la supervivencia de Vietnam del Sur, paulatinamente abandonada por su gran aliado mientras las tropas norvietnamitas iniciaban el avance definitivo al sur. En mayo Nixon y el premier soviético Leónid Breznev firmaron los Acuerdos de Limitación de Armas Estratégicas (SALT, por sus siglas en inglés), que frenarían la carrera atómica entre las dos superpotencias o al menos limitaban el número de misiles intercontinentales que ambos países poseían (y hasta cierto punto, pues los estadounidenses siguieron realizando pruebas atómicas). La masacre en los Juegos Olímpicos de Múnich, en septiembre, con el secuestro y asesinato de once miembros de la delegación olímpica israelí por parte de la organización terrorista palestina Septiembre Negro, puso sobre el tapete a escala mundial el conflicto en Oriente Medio y que iba más allá de la Guerra Fría. El mundo parecía entrar en una nueva fase; incluso la propia carrera política del hasta entonces exultante Nixon, que, a pesar de vencer clamorosamente en las elecciones presidenciales de noviembre (una soberana paliza al candidato demócrata George McGovern en los votos electorales, 520 frente a 17), pronto se hundiría en la ignominia tras destaparse y agravarse el escándalo de escuchas ilegales en el complejo de oficinas (y hotel) Watergate, sede del Comité Nacional del Partido Demócrata. Sí, podría parecer que se abría un nuevo escenario… pero la Guerra Fría no se había abandonado. De hecho, en aquel verano de 1972 se entablaría una batalla más de este conflicto larvado en Reikiavik. No fue una batalla en la que estadounidenses y soviéticos desplegaran sus ejércitos en tierra o lanzaran sus misiles: la batalla se jugó sobre un tablero de ajedrez, con peones, alfiles, torres, caballos, reyes y reinas; y dos hombres animarían a sus respectivos países, enarbolando una bandera de patriotismo, a través del ajedrez. Bobby Fischer y Boris Spassky disputaron el campeonato mundial de la especialidad, pero pocos habrían dudado, a pesar de los aires de “distensión” que en realidad estaba en juego algo más que un título mundial y bastante más que una serie de partidas de ajedrez.

Más "interesante" el póster estadounidense que el
del estreno en España...

El caso Fischer llega con al menos un año de retraso a las pantallas españolas, pero al menos se ha estrenado; y nos felicitamos por ello, pues este verano cinematográfico de aparatosos blockbusters comiqueros y remakes (o reboots) ochenteros se anima con una muy estimable cinta que combina el biopic, el cine histórico y, por qué no, el género deportivo. Y es que la extravagante figura de Robert “Bobby” James Fischer (1943-2008), el genio del ajedrez y campeón del mundo durante unos pocos años en los años setenta, da para mucho más que una película. Empeño de Tobey Maguire, que se mete en la piel del personaje, y la productora Gail Katz, y con guion de Steven Knight (director y guionista de la estupenda Locke), esta película nos traslada a lo largo de la vida de Fischer entre 1951 y 1972: a retazos se nos muestra su aprendizaje y formación en el ajedrez durante su infancia y juventud, siendo este juego una disciplina en la que no destacó, como suele decirse, como “niño prodigio”, sino que en el filme se presenta como un refugio personal frente a su crianza en una disfuncional familia de origen europeo, o su propia configuración como (extraño y aislado) adulto. El ajedrez sería una particular obsesión para Fischer, que ya de joven mostró una personalidad arrogante y de difícil trato (huelga decir que la imagen que nos queda en la película es la de alguien bastante por no decir muy insoportable). Los miedos del joven ajedrecista se agudizarían con una creciente paranoia anticomunista y extrañamente antisemita (siendo él mismo de origen judío), que le llegarían a creer que estaba siendo espiado y vigilado. ¿Fue el ajedrez la válvula de escape de los efectos de una compleja personalidad o el catalizador de la misma? A lo largo del filme el ajedrez se erige en una múltiple metáfora sobre los límites entre la cordura y la locura (se recuerda elocuentemente la tragedia personal del gran maestro Paul Morphy en la segunda mitad del siglo XIX); sobre el juego como una inspiración para los dos países que siguieron, como si de unos Juegos Olímpicos se tratara, las partidas entre Fischer y Spassky (la “Partida del Siglo”, se denominó); y, volvemos a lo de antes, ese campeonato del mundo como un episodio más de la Guerra Fría. 


Maguire construye metódicamente el papel de Bobby Fischer, mientras un contenido Liev Schreiber (qué bien le pegan estos papeles) interpreta al campeón soviético Spassky. Cronológicamente (previo prólogo en medio de las partidas de ese campeonato del mundo: Fischer no se ha presentado a la segunda partida, lo que pone al ajedrecista soviético en un favorable 2 a 0), la película muestra una trama lineal, siguiendo, como decíamos la vida de Fischer. El retrato de los años sesenta es lo suficientemente evocador y convincente para situarnos en la época, y esa es quizá una de las claves de la película: es sobria y funcional, reflejando esa época con unas certeras pinceladas y mostrando cómo crece la paranoia de Fischer, utilizado como peón por un agente Paul Marshall de la CIA (Michael Stuhlbarg) en la Guerra Fría (el ajedrez, no en balde, es uno de los principales “deportes” rusos); y aquí es cuando uno no puede dejar de lamentar el simplón título castellano de la película, siendo precisamente el original en inglés, Pawn Sacrifice (sacrificio del peón), mucho más adecuado: el sacrificio de los peones es habitual en el ajedrez para lograr mayores beneficios en la partida y Fischer, utilizado como peón en una partida (de alcance internacional), es sacrificado por un objetivo mayor por personas que están por encima de él (Kissinger y Nixon aparecen de una manera u otra en el filme como las máximas figuras que alientan la participación de Fischer en el campeonato mundial), aun siendo en sí mismo un débil “peón” personal. 

El paulatino éxito de Fischer como ajedrecista se opone a su también gradual inestabilidad personal… como tanto Marshall como el “entrenador” personal de Fischer, el también ajedrecista y sacerdote católico Bill Lombardy (Peter Sarsgaard), serán conscientes; en un momento determinado Lombardy resume certeramente el psicótico comportamiento de Fischer y lo que significaba el campeonato del mundo para él: Fischer no temería tanto lo que podría suceder si perdiera como lo que podría pasar si ganara... y así fue. En ese sentido, por otro lado, el título tiene cierto sentido: estamos ante un “caso clínico”, el de la inestabilidad mental de Bobby Fischer. Frente a éste, como personaje, aunque más hermético, tenemos a Spassky y, de hecho, Schreiber nos muestra a un confiado gran maestro soviético, arrogante también como Fischer, dispuesto a aplastarlo, pero también brevemente se abre una rendija a una cierta sensación de que él mismo es manipulado por poderes superiores (a los que, por supuesto, rinde servicios incuestionablemente). Todo muy sutil, en comparación con la explosiva personalidad del ajedrecista estadounidense. Y es que (reiteramos) la película precisamente ahonda en eso: en mostrarnos la convulsa personalidad de Fischer, su auge hacia el triunfo y al mismo tiempo su caída en el infierno de la locura. 

Cómo no, la película centra su segunda parte en esa “Partida del Siglo”, que es básicamente lo que esperamos al acercarnos a la sala de cine. Pero antes de llegar a ello era necesario conocer el contexto (de la Guerra Fría) y la personalidad del protagonista, y en ambos elementos la película funciona bien. Sin (demasiadas) estridencias interpretativas a cargo de Maguire, con una cuidada fotografía que consigue evocar esa época (la luminosidad para los años sesenta, los colores apagados para el gran duelo en Reikiavik), recreando con fidelidad los escenarios y decorados (a fin de cuentas esa serie de partidas fueron televisadas a nivel mundial), el filme avanza con buen ritmo y resulta muy entretenido; para los que apenas conocemos las reglas del ajedrez o hemos jugado muy poco, se muestra la intensidad del juego y algunas jugadas del mismo, pero sin abusar (demasiado) de tecnicismos. Como toda película “deportiva”, el juego importa, tanto en su desarrollo como en su resolución, y el filme se beneficia de “jugar” también con algunas convenciones del género, mezcladas con ese contexto (político y geoestratégico) que tan importante hizo la “Partida del Siglo” para los dirigentes de Estados Unidos y la Unión Soviética (que, como millones de sus conciudadanos, siguen las partidas por televisión).

En definitiva, pues, El caso Fischer es una película muy interesante, quizá (se dirá) dentro de unos cánones “clásicos” que no la hacen destacar demasiado; probablemente con menos aspiraciones artísticas de lo que pudiera parecer a primera vista, pero cuenta con los suficientes alicientes temáticos (el ajedrez, la Guerra Fría, un atractivo personaje) como para que nos acerquemos a una sala de cine. Personalmente, y por esos alicientes, es la película que más he disfrutado en lo que llevamos de verano.

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