«He apurado la copa. Mascado y tragado las amargas heces; la copa está vacía. Que los otros sigan su camino y devasten el rico Tameri; Ulises quiere volver a casa. El tiempo de los grandes príncipes ha pasado; quiere volver a ser el pequeño príncipe de Ítaca.
Los grandes reyes. Agamenón. Príamo. Supiluliuma, despedazado por las mujeres de Azzi en Hattusa después de la última batalla. Maduwattas el tenebroso…
[…] Por todas partes pequeños príncipes, hoy; ¿por qué no yo también en casa? Príncipes hititas en pequeños países entre Ugarit y Carchemish. Pequeños príncipes se repartirán la herencia de Madduwattas, y Mopsos… caerá y tendrá pequeños herederos. Néstor, el pobre y viejo Néstor… ¿Quién le sucederá? ¿Menelao ha desaparecido? Bien está, ¿y ella? ¿La mujer entre todas las mujeres? ¿Desaparecida con él? ¡Ah! ¡Pobre Menelao, a solas con ella! Asur también caerá, Ninurta; y Tameri». (p. 508)
De tanto en tanto, uno echa mano de la relectura como ejercicio que
no sólo significa volver sobre algo que ya se leyó. La relectura es una
nueva aproximación a lo que se recuerda y dejó huella, para trazar un
nuevo camino en la memoria y sentir (otra vez) sensaciones que parecían
olvidadas. Soy un relector impenitente, me gusta volver a degustar un
buen libro como me gusta volver a ver una buena película o sentarme de
nuevo ante la pequeña pantalla y saborear de nuevo un episodio
televisivo. Me gusta la dicotomía que se establece entre lo que se
recuerda que se leyó y lo que ahora se asimila en una nueva relectura.
De la relectura surge el placer de una (nueva) lectura y la (efímera)
sensación de conocer (de nuevo) a unos personajes. De ella nace o se
siente la nostalgia por aquello que una vez fue y que otra vez es. Me
quedan cada vez menos años como lector (ley de vida) y quizá se pueda
considerar que la relectura de lo viejo deja menos tiempo para el
conocimiento de lo nuevo. Pero los libros del futuro que se van a leer
ya están contados, del mismo modo que el tiempo que se le pueda dedicar
mengua a cada lectura que se inicie: menos libros, menos tiempo, menos
arena en el reloj. Pero precisamente porque el tiempo es inflexible,
inexorable en su caminar, detenerlo es posible (o, si acaso, engañarlo)
con una relectura. Por ello, tras las buenas sensaciones que me dejó el
recentísimo libro de Eric Cline, 1177 a.C. El año en el que la civilización se
derrumbó (Crítica, 2015), y habiendo encontrado a muy buen precio una
algo ajada edición de Troya, de Gisbert Haefs (Edhasa, 1999) en el
mercado de Sant Antoni barcelonés, decidí volver al Bronce Final, al
Mediterráneo oriental y a Wilios/Wilusa/Ilion/Troya, novela que ya había
leído, lustros ha, un par de veces en una edición de coleccionable de
quiosco.