En el fundido a negro con
que termina El Gran Hotel Budapest (de hecho, la traducción castellana del título debería ser El Hotel Grand Budapest) se dice que la película se
inspira en las obras de Stefan Zweig. Y es interesante el verbo elegido:
"inspira", no "se basa en", pues el mundo que refleja Wes Anderson en
esa cinta no es exactamente el que recoge el autor austriaco en obras
como El mundo de ayer... pero sí
que hay algo que evoca obras como esta. U obras de su coetáneo Joseph
Roth. Hay una pátina nostálgica en torno a este peculiar y elitista
hotel situado en un entorno alpino, en un país imaginario heredero de la
gloria vetusta del imperio austrohúngaro, con elementos visuales tan
encantadores como el teleférico que traslada a los huéspedes a la cima
de la montaña en el que se ubica. Hay una clara reminiscencia de una
época, los años treinta revisitados e incluso reinventados, en los que
la guerra no es pasado sino amenaza de un presente que parece evaporarse
sólo con recordarlo. Pero la película no se limita a ser un
receptáculo para la evocación de un mundo inspirado en Zweig, sino que
sirve de caja de resonancia de la fértil imaginación del
propio Anderson. Y que evoca ese mundo interior que ha desarrollado en películas como Viaje a Darjeeling (las secuencias en el tren), Life Aquatic (los interiores coloristas), Fantastic Mr. Fox (el estilo de dibujos animados) o Moonrise Kingdom (el optimismo de los personajes jóvenes).