19 de marzo de 2014

Reseña de Putsch: cómo hizo Hitler la revolución, de Richard Hanser

Probablemente Putsch: cómo hizo Hitler la revolución (BattleBooks) sea un libro que a priori pueda aportarnos poco; más si resulta que es la reedición castellana de un libro que Plaza & Janés publicó en 1972. Sin embargo, aunque la bibliografía sobre Hitler sea abrumadora, aunque parezca que tras biografías canónicas como la Ian Kershaw o libros como los de Richard Evans (por citar sólo dos autores) ya prácticamente se ha dicho todo sobre el fracaso de Hitler, Ludendorff y la plana mayor del naciente Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP, en sus siglas en alemán), no está de más echar un vistazo a este libro de Richard Hanser (1910-1981). El lector, probablemente sin esperarlo, acabará atrapado por una monografía que aporta un punto de vista fresco y cercano a la intentona golpista, con un estilo periodístico cercano y que lo sitúa en el meollo de la acción –no en balde el autor era periodista– y, además abrirá el objetivo de su cámara sobre la convulsa realidad política y social de Baviera entre 1919 y 1923. Pues precisamente uno de los aciertos de este libro es focalizar el interés en lo que sucede en esta región del sur de Alemania. Un antiguo reino en el que la revolución sorprendió a propios y ajenos en medio de su aparente tranquilidad.

Es en Baviera donde el partido nazi creció, a partir de una organización minoritaria –el Partido Obrero Alemán (DAP)– fundada por un ferroviario, Anton Drexler, y que en los momentos en los que Hitler acude a una de sus reuniones era un grupo muy residual dentro del entramado de partidos de filiación nacionalista (völkisch). Este es uno de los ejes del libro, que dedica al golpe hitleriano de noviembre de 1923 el tramo final. Hasta entonces, Hanser ha centrado la narración en dos parte claras: la biografía de Adolf Hitler hasta 1919, en los primeros treinta años de su vida, y la azarosa situación de Baviera (y de todo el Reich alemán) en los años inmediatamente posteriores al final de la Primera Guerra Mundial. Para comprender qué había detrás del Putsch hitleriano, hemos de situarnos en ambos vértices. Por un lado, la biografía de Hitler: cómo un artista frustrado en Viena, solitario, apasionado y que apenas era una sombra de lo que posteriormente conseguiría, se instala en Munich en 1913, se alista en el ejército bávaro cuando estalla la guerra y vive el conflicto mundial como si la guerra en sí misma fuese su ámbito natural y el ejército el hogar en el que realmente se sentía cómodo. En la Viena que nunca llegó a apreciar, que para él era el síntoma de la decadencia racial de un imperio, el joven Hitler se empapa de una visión nacionalista y antisemita de la historia, se nutre de elementos propios de una concepción Völkisch de la sociedad alemana y fracasa como el artista total (pintura, arquitectura, música) que nunca fue, por su falta de talento y su visión reaccionaria del arte. Es en la guerra donde Hitler se siente cómodo, donde a pesar de su pasión apenas pasa de ser un soldado de primero (nunca el «cabo bohemio» con el que le motejarían posteriormente, además de que no era bohemio de origen), donde consigue dos medallas al valor, y donde se aísla de sus camaradas de tropa, que lo veían como un tipo solitario, extraño, incomprensible en sus furores y rabietas, nadie que pudiera ser de confianza. El fin de la guerra, como sabemos, es vivido por un Hitler convaleciente de unas heridas en un hospital, y con un dolor por la derrota alemana que supera el propio dolor físico. Colaborando, aún en el ejército, como ojeador de partidos y grupos políticos en el Munich de posguerra, Hitler conocerá el DAP de Drexler y Karl Harrer, y encontrará la organización política que desarrollar a su conveniencia y liderar.

Civiles y soldados paramilitares participantes en el Putsch nazi.
Hanser destaca también lo que resulta también un aliciente en el libro: pone el acento en la Baviera, estado aparentemente tranquilo, con una población con actitudes diferentes a los alemanes del norte, y en donde se sucede una serie de golpes revolucionarios desde noviembre de 1918. Empezando por el populismo radical del socialista Kurt Eisner, que en el vacío de poder del Reich alemán a finales de la guerra, se hace con el poder cuando el rey Luis III de Wittelsbach abandona Baviera, prácticamente de la noche al día. El gobierno de Eisner, un crítico literario con más ínfulas que talento, apenas aportó nada a la gobernabilidad de Baviera, hasta su muerte en febrero de 1919. Mientras, en Berlín estallaba la revolución espartaquista, breve y sofocada con violencia por el ejército alemán y grupos paramilitares, al tiempo que se forjaba la República de Weimar, en manos de socialdemócratas y centristas, repudiada por prácticamente el resto del espectro político alemán. Una República que nace marcada y que en los trece años posteriores nunca logrará la estabilidad necesaria para que la democracia plena se instale en Alemania. En Baviera, tras el asesinato de Eisner triunfa una república (en realidad, dos seguidas) que se mira en el espejo de Hungría y el régimen soviético de Bela Kun, y que provoca una cruenta guerra civil entre comunistas que se hacen con el poder y derechistas que tratan de derrocarlo, lográndolo finalmente (gobierno cuasi-dictatorial de Gustav von Kahr como presidente-ministro bávaro). Son tiempos en que tras la revolución espartaquista estalla en 1920 el golpe derechista de Wolfgang von Kapp, fracasado por la falta de apoyos, pero que muestra la fragilidad del régimen de Weimar tras la firma del Tratado de Versalles. El mito de la puñalada por la espalda (Dolschtoss), atizado por el ejército (Ludendorff y Hindenburg), que echa la culpa de la derrota alemana en la guerra a los judíos y los civiles socialistas y comunistas, planteando la idea de que Alemania fue vencida desde dentro y no por la derrota del ejército, se extiende al mismo tiempo. Y es en esta convulsa situación donde Hitler medra a partir del DAP, reconvertido en NSDAP ya en 1920, consiguiendo aumentar su militancia, pero no entre los obreros que dan lustre a una de sus siglas, sino entre las clases medias.

El golpe de Hitler (y Ludendorff) del 8 al 9 de noviembre de 1923 sería la puntilla de una serie de intentonas y sanguinarias revoluciones en el seno de la frágil y naciente República de Weimar. Surge durante la ocupación franco-belga del Ruhr y con una galopante, cuando no estratosférica devaluación del marco alemán, que dio paso a la hiperinflación de ese año, nefasta para la economía alemana (que debió refundarse). En un caldo de cultivo de miseria, conflictividad social y un escenario de repulsa del régimen de Weimar desde los grupos Völkisch más acérrimos, se explica el Putsch hitleriano. Con un partido que es ya una fuerte destacable en Baviera, pero apenas relevante en el resto del Reich, pugnando con otras fuerzas nacionalistas y paramilitares, Hitler apuesta por la intentona revolucionaria, confiando en una reacción que derroque el Gobierno del Reich, le aúpe al poder y resitúe a Alemania en un nuevo escenario internacional. El antiguo soldado sin futuro encuentra en el NSDAP el ámbito desde el que desborda toda al mezcolanza de ideas y pasiones nacionalistas y antisemitas. No quiere esperar, pues sabe que Gustav von Kahr también planea un golpe desde Baviera, y aprovecha el quinto aniversario de la rendición alemana para dar la intentona.

Hitler, Ludendorff, Röhm y el resto de acusados durante el juicio por el Putsch de 1923.





En un capítulo detallado, Hanser narra prácticamente hora a hora lo sucedido en la noche del 8 al 9 de noviembre en la cervecería muniquesa donde Von Kahr y parte de su gobierno daban un mitin. Entrando a golpe de pistola, encaramándose teatralmente sobre una mesa y proclamando que asumía el poder, con apoyo del resentido Ludendorff, Hitler deja con la boca abierta a Von Kahr y a la propia concurrencia de la cervecería. Sólo un discurso con la retórica exaltada de la que es capaz cambia la situación, mientras en las calles las Tropas de Asalto (SA) al mando de Ernst Röhm tratan de hacerse con el control del cuartel del ejército bávaro, infructuosamente. Von Kahr engatusa a Hitler, dándole apoyo pero sólo para ser liberado y regresar a la sede de su gobierno, al tiempo que Ludendorff echa mano de su prestigio y autoridad, dándose cuenta sin embargo del componente caótico de todo el asunto. La noche en la cervecería es tensa con Von Kahr movilizando los resortes de su gobierno, al tiempo que desde Berlín se condena el golpe y se prepara la reacción. El final es conocido por todos: a la mañana siguiente, intuyendo que han fracasado, Hitler y Ludendorff fuerzan una manifestación que es reprimida y deja varios muertos. Hitler, que había proclamado que el nuevo día significaría el triunfo de su golpe o su propia muerte en combate, huye a las primeras de cambio, siendo Ludendorff quien muestra coraje, impertérrito a las balas, y entregándose a las fuerzas militares bávaras. El golpe fracasó entre la indiferencia de gran parte de la población muniquesa, que esa mañana acudía a trabajar como un día cualquiera, y simbolizó el final de una etapa de revoluciones, intentonas golpistas y violencia en Baviera.

Las consecuencias las conocemos: el juicio benévolo para Hitler (apenas nueve meses de lujosa condena en la prisión de Landsberg) y Ludendorff (absuelto), la prohibición del NSDAP y, sin embargo, la semilla para el triunfo de los nazis. En su juicio, seguido por la prensa de la época, Hitler utilizó su defensa para mostrar la ideología en la que creía, siendo todo el proceso una caja de resonancia que llegaría mucho más allá de Baviera. Hanser culmina el libro con la idea de que el golpe fracasó en noviembre de 1923, pero en realidad fue el inicio de un camino que, aprovechándose de la legalidad vigente y del sistema parlamentario alemán, llevaría a Hitler a ser designado Canciller del Reich el 30 de enero de 1933.

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