26 de enero de 2014

Crítica de cine: Nymphomaniac. Vol. 2, de Lars von Trier

Es bastante ilogico, por no decir mucho, escribir dos críticas de UNA sola película. Sigue siendo incomprensible que se haya estrenado esta película en dos entregas, dos partes, cuando es evidente que no son dos películas diferentes, sino la misma. El espectador interesado ya lo sabe y lo corrobora cuando se sienta en la butaca, se enciende el proyector y, tras el aviso de los exhibidores acerca del montaje y unos mínimos créditos iniciales, la película continúa desde el mismo punto en el que acabó la primera entrega. No le busquemos explicaciones a esta operación de distribución y exhibición cinematográfica, porque no la hay, al menos relacionada con la lógica argumental de una película. Si es por metraje (cuatro horas de un metraje editado de cinco horas y media original), pensemos, por ejemplo, que la tercera entrega de El Señor de los Anillos, El retorno del rey, dura tres horas y media... y no la estrenaron partida en dos entregas. Aunque, en fin, si se trata de coherencia en cuanto a los metrajes... aún recuerdo que Superman Returns y El Reino de los Cielos las vi con un "descanso" de veinte minutos cada una en el cine... cuando apenas duran dos horas y media. Luego está el montaje para dejar fuera esa hora y media de metraje... en el que debe de estar la parte del león de las secuencias pornográficas, supongo: en las dos entregas de esta ÚNICA película las secuencias porno, así a ojo de buen cubero, no deben de superar los veinte minutos, y menos las que tienen explícitas imágenes de sexo real. Luego, si la cuestión era puentear la etiqueta de película provocadora (que lo es, pero no por el sexo en sí), sigo sin entender la "lógica" de esta exhibición en dos partes. Lo que sí sé es que he pagado dos entradas para ver UNA película, aunque sarna con gusto no pica; y en segundo lugar, que Lars von Trier ha realizado una película que en muchos aspectos es un compendio de su filmografía, de sus temas preferidos (la religión, por ejemplo), de sus estructuras narrativas y de su estilo personalísimo.

24 de enero de 2014

Reseña de La pulsión de muerte, de Jed Rubenfeld

En su primera novela La interpretación del asesinato (publicada por Anagrama en 2007) Jed Rubenfeld jugaba la carta de la novela policiaca con derivaciones: es decir, una novela al uso, incluso best-selleriana (aunque con una calidad contrastada), que trataba el tema del psicoanálisis. El punto central de la novela era el viaje de Sigmund Freud y Carl Jung a Estados Unidos en 1909, un viaje que se suponía iba a consolidar el prestigio de Freud (a cimentar el método psicoanalítico) entre los psiquiatras locales, pero que no consiguió los resultados esperados; hasta el punto de que Freud (que ya por entonces estaba en tira y afloja con Jung, previo a su ruptura) tuvo siempre un mal recuerdo de aquel viaje y de aquel país, al que declinó regresar. La novela presentaba un caso, sus complicaciones y cómo el psicoanálisis era utilizado como un elemento de investigación más, especialmente por uno de los dos protagonistas, el doctor Stratham Younger, que acabaría renegando del método de Freud. Su partenaire, en este particular buddy book (parafraseando el género cinematográfico de las películas de compañeros policías), era el detective Jimmy Littemore, que con una observación y una deducción dignas de Sherlock Holmes, se encargaba de resolver el caso, con la ayuda inestimable de Younger. La novela funcionó muy bien, hasta el punto de que unos pocos años después Rubenfeld (jurista y profesor de derecho constitucional de profesión) decidió recuperar a ambos personajes en La pulsión de muerte (Anagrama, 2012), once años después de los hechos vividos en la anterior novela y tomando como punto de partida un atentado terrorista en pleno Wall Street neoyorquino.

Canciones para el nuevo día (1350/579): "The Fox (What Does the Fox Say?)"

Ylvis - The Fox (What Does the Fox Say?)



Disco: The Fox (What Does the Fox Say?) - single (2013)

23 de enero de 2014

Ojos negros (relato)

Siempre tengo ideas en la cabeza, aunque no siempre las plasmo negro sobre blanco. Y tengo un blog... imperdonable, me dirían algunos. Pues vamos a ponerlas aquí, esos relatos que se escribieron... y los que escribiré... espero. No sé si esto tendrá continuidad, pero nunca se sabe... soy voluble y olvidadizo. Veremos... De momento posteo uno de los dos relatos que presenté en el V Concurso de Relatos Históricos Hislibris, que superó la fase de la votación popular... y que no llegó a más; el otro, Un escenario en penumbra, sí fue publicado en la antología del concurso 

Ojos negros

El sol del mediodía ha calentado la piedra, pero la mano que la acaricia sólo siente una ligera frialdad. La textura lisa del mármol reconforta al anciano, a pesar de un ligero escalofrío. Sus dedos recorren el rostro pétreo: los pliegues de la barbilla, los pómulos, la nariz. Rodean las hendiduras de las cuencas oculares, se entretienen en las cejas. Quisieran perderse entre los recovecos que la corona de laurel deja entre los lacios y pétreos cabellos. El anciano se aleja unos pasos, observa el busto, no puede evitar fijarse en la mirada. Apagada, fría como la propia piedra, sin vida. Recuerda entonces aquellos otros ojos, negros, llenos de vida, mirándole fijamente la noche antes de que todo estallara. Fue durante una cena entre amigos, unos pocos amigos, hace ya tantos años… Entonces era joven, se sentía joven. Tenía ilusiones, sueños, ambiciones. Hubo un momento, recuerda, en el que los ojos negros del invitado no se apartaron de él; de pronto sintió que podían ver en su alma y temió que descubrieran el pozo sin fondo de la ambición… una ambición que, ahora lo sabe, fue la causa de su catastrófico declive. Hace tiempo, mucho tiempo: antes de que el odio lo consumiera por dentro hasta dejar una vieja, amargada y vacía cáscara.
 

Canciones para el nuevo día (1349/578): "Rebel Yell"

Billy Idol - Rebel Yell



Disco: Rebel Yell (1983)

19 de enero de 2014

Reseña de El arte de la defensa, de Chad Harbach

«El béisbol, a su manera discreta, era un juego extremadamente angustioso El fútbol, el baloncesto, el hockey, el lacrosse: ésos eran deportes de refriega. Uno podía ser útil si empezaba y pugnaba más que el rival. Podía redimirse sólo con desearlo.
Pero el béisbol era distinto. Schwartz lo veía como algo homérico: no una melé sino una serie de combates aislados. Bateador contra lanzador, defensa contra pelota. No se podía embestir de aquí para allá, resoplando y abofeteando a los demás, como hacía Schwartz cuando jugaba al fútbol. Uno permanecía inmóvil y esperaba e intentaba mantener la mente tranquila. Cuando llegaba el momento, tenía que estar a punto, porque si la pifiaba, todo el mundo sabría de quién era la culpa. ¿Qué otro deporte no sólo llevaba una estadística tan cruel como el error, sino que, además, la exhibía en el marcador para que todo el mundo la viese?» (p. 278).
La vida es un juego, se podría decir. Como el béisbol. Hay decisiones que tomar, en solitario. Necesitas a un equipo de personas cerca de ti, pues uno no puede vivir al margen de la sociedad, se implica con ella, vive con ella, en ocasiones abomina de ella. La vida es un partido constante, una sucesión de entradas; unas veces eras lanzador, otras veces bateas, otras tantas recibes. El béisbol es un deporte que no concibe el empate, un partido tiene que acabar con una diferencia de puntos. En la vida sucede lo mismo: hay momentos en que no puedes quedar en empate, debes ganar o perder, pues de la victoria o la derrota surge algo, hay consecuencias que afrontar. Los errores siempre estarán ahí, deberás asumirlos y vivir con ellos. No puedes salir del diamante sin que tus actos, tus decisiones, tus consecuencias, signifiquen algo.

18 de enero de 2014

Crítica de cine: El Lobo de Wall Street, de Martin Scorsese

En un momento de esta película, Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) atiende a una periodista de la revista Forbes, que escribe un reportaje sobre su fulgurante carrera en Wall Street. Cuando se publica la revista, se enfada porque la periodista le define como un "moderno Robin Hood que roba a los pobres para quedárselo él". Su mujer le dice, para consolarlo, que toda publicidad es buena para el negocio, aunque sea negativa en el mensaje. La ira momentánea de Belfort es curiosa en quien, apenas unos minutos antes, escenificaba ante sus empleados cómo desplumar a los clientes de la firma de brokers que ha fundado y que se basa en el estilo más depurado del pelotazo fácil, de venderle la luna a los posibles inversores (y por luna nos referimos a acciones de empresas que son pura birria), embolsarse beneficios del 50% como comisión y considerar a ese inversor prácticamente como un panoli al que hasta resulta lícito reírsele en su cara. Ese es el Jordan Belfort que se nos muestra en la película: un tipo que vive por y para el dinero, que se ha convertido en un drogadicto (y en un adicto al sexo), que es cualquier cosa menos un emprendedor honesto y que vive la vida no a sorbos, sino a carretadas. Las críticas de algunos miembros de la Academia hollywoodiense acerca de que El lobo de Wall Street llega incluso a enaltecer a un personaje de la calaña de Belfort resultan, ante el orgiástico espectáculo de tres horas que contemplas a ratos boquiabierto y en otras ocasiones descoyuntándote la mandíbula por las carcajadas, curiosas. Y poco fundamentadas. No, Leonardo DiCaprio en el papel, Martin Scorsese tras la cámara y Terence Winter como guionista (los tres pilares de esta película), no pretenden enaltecer a este Gordon Gekko salido de madre.

17 de enero de 2014

Crítica de cine: Al encuentro de Mr. Banks, de John Lee Hancock

Recientemente, en la entrega de los premios del National Board of Review, Meryl Streep, después de alabar el trabajo de Emma Thompson en esta película (y a quién se entregaba el premio de mejor actriz) como "una maravillosa actriz" y "prácticamente una santa", derivó en su speech en una despiadada crítica a Walt Disney, a quien calificó de "misógino, racista y antisemita" (de ahí, imagino, lo de "santa" en referencia a Thompson). No era la primera vez que se descargaban todo tipo de calificativos sobre un tipo como Disney, creador del que fuera uno de los imperios del entretenimiento más importantes del siglo XX. El hombre que pretendía llevar la felicidad a las salas de cine, a las pequeñas pantallas del televisor, a los variados productos de merchandising, ya sean revistas, libros o juguetes (en eso era un genio, sin duda). Un hombre hecho a sí mismo y que siempre hacía lo que se proponía. Por tanto, y engarzo esto con la trama de la película, era lógico que se propusiera conseguir los derechos de un personaje literario que tantos seguidores tenía entre niños (y no pocos adultos): Mary Poppins. Durante veinte años, mientras su imperio cinematográfico se expandía con éxitos como las Silly Symphonies, cortos como Der Fuehrer's Face y largometrajes como Fantasía (1940), Bambi (1942), Cenicienta (1950), Peter Pan (1953), La dama y el vagabundo (1955), La bella durmiente (1959) y 101 dálmatas (1961), Disney perseguía a Pamela Travers para adquirir los derechos de Mary Poppins y adaptarla al cine en una película no de animación, pero que sí incluía secuencias con dibujos animadas. La veterana escritora se negaba, una y otra vez. Detestaba el estilo de Disney, consideraba que podría banalizar y ridiculizar su obra, no quería que hubiera canciones del estilo Disney, ni dibujos animados. Disney perseveró y finalmente convenció, en 1961, a Travers a viajar a Los Angeles, a los estudios de Walt Disney Pictures, para ver lo que sus guionistas, escritores de canciones y músicos estaban preparando sobre Mary Poppins... y a que finalmente le cediera los derechos del personaje. Esta es la historia de Al encuentro de Mr. Banks. Tiene más sentido el título original: Saving Mr. Banks, a tenor de lo que realmente trata la película.

Canciones para el nuevo día (1345/574): "Blame It on the Boogie"

Michael Jackson's Week (y V):
The Jacksons - Blame It on the Boogie


Disco: Destiny (1978)

15 de enero de 2014

Reseña de Reinos desaparecidos: la historia olvidada de Europa, de Norman Davies

Luis García Berlanga tenía fijación por el Imperio austro-húngaro. A menudo los personajes de sus películas (Luis Escobar, por ejemplo) lo mencionaban. ¿Qué le hacía gracia, la añoranza por un fósil imperial que desapareció o la propia mención del nombre? Un personaje de ficción como el abominable Montgomery Burns de Los Simpsons se pone a cantar, en un capítulo de la serie, el himno del Imperio austro-húngaro (muy libremente y en lugar del estadounidense), cuando inaugura un ostentoso y horrendo palacio de deportes. Tiene que ser su fiel ayudante, el señor Smithers, quien le susurre «señor, el Archiduque ha muerto», para consternación del magnate (que tampoco conoce la historia posterior a dicho imperio). Pero el Imperio austro-húngaro existió, lo sabemos todos, aglutinando diversas y múltiples nacionalidades, acabando como el rosario de la aurora y no importándole a prácticamente a nadie. Bien, menos al Káiser Karl, que en sus últimos años de vida trató de aferrarse, al menos, a la corona de Hungría, sin que sus ex súbditos se acordaran de él; entra en las curiosidades de la Historia, por otro lado, que su sucesor en el gobierno de Hungría, el almirante Horthy –en un país que tras el Tratado de Trianon (1920) perdió sus costas, lo cual resulta aún más curioso–, se mantuviera en el poder hasta su caída en 1944 como «regente»… de un reino sin rey, ni deseo alguno de que se lo esperara.

Canciones para el nuevo día (1343/572): "Earth Song"

Michael Jackson's Week (III): Earth Song



Disco: HIStory: Past, Present and Future, Book I (1995)

A image of a silver status that is wearing a military-like outfit and has its hair clipped behind its head. To the left of the statue the words "MICHAEL JACKSON" are written in white letters and underneath those two words are other words written in smaller white print. Behind the statue, a sky with clouds that are black and red can be seen.

12 de enero de 2014

Crítica de cine: La ladrona de libros, de Brian Percival

En Alejandro Magno de Oliver Stone (2004) hay un par de secuencias en las que, en el palacio del viejo Tolomeo en Alejandría, hay un mapa-mosaico colgado en la pared en el que los nombres de lugares, ríos o ciudades aparecen en un momento determinado en latíon y en otro en inglés. Lo lógico habría sido que aparecieran en griego, en koiné para hacerlo más "común", de modo que fuera consecuente con el período que se estaba mostrando. Obviamente, es una licencia que el espectador moderno agradece y que no considera que es una errata (que lo es, de todos modos). Ver la película en versión original nos trasladaba, a pesar del idioma inglés que hablan los personajes, a una historia que mantenía atento al espectador (pelucones rubios de Colin Farrell al margen, entre otras lindezas). La magia del cine era tal que, gustándote o no el resultado de la película, te interesaba lo que veías en la gran (y pequeña pantalla). Esa magia no se rompía. No sucede lo mismo con La ladrona de libros, adaptación cinematográfica de un best-seller literario (que no he leído y tampoco estoy interesado en ello). Si bien las primeras imágenes de la película, con ese escenario nevado, una voz en off te va seduciendo con el principio de una historia, para llevarte la cámara al interior de un vagón de tren, donde se desata una tragedia, una vez los personajes comienzan a hablar... la magia desaparece. Te ves fuera de la película. Una decisión que no acabo de comprender me ha sacado de la película. Ya no he podido volver a engancharme en las algo más de dos horas restantes...

11 de enero de 2014

Crítica de cine: Agosto, de John Wells

Quizá no haya tema más universal en la ficción, ya sea en la novela, el teatro, el cine o la televisión, que la familia. La familia como núcleo social básico. La familia como refugio y espacio de reuniones familiares en fechas señaladas. La familia como pilar de la estabilidad emocional. Quizá por ser tan presente en nuestras vidas la familia sea lo mejor que te pueda suceder en la vida. O también lo peor. Cuántas veces nos quejaremos de las peleas familiares, de las querellas por una herencia, por una relación que no es bien vista por los demás, por las diferencias generacionales entre padres e hijos, por esa familia política que no aguantas y te ves obligado a soportar... La familia como principìo y fin. Tracy Letts (el senador Lockhart de la tercera temporada Homeland) es un dramaturgo de enorme prestigio allende el charco. Agosto, precisamente, fue la obra de teatro que le supuso ganar un Premio Pulitzer en 2008. Ha pasado por los escenarios españoles en dos ocasiones: en castellano con Amparo Baró y Carmen Machi como protagonistas; en catalán, con Anna Lizaran (de cuyo fallecimiento hoy se cumple un año, por cierto) y Emma Vilarasau... en los roles respectivos de Violet, la matriarca (aquí Meryl Streep), su hija Barbara (Julia Roberts).