Siempre tengo ideas en la cabeza, aunque no
siempre las plasmo negro sobre blanco. Y tengo un blog... imperdonable,
me dirían algunos. Pues vamos a ponerlas aquí, esos relatos que se
escribieron... y los que escribiré... espero. No sé si esto tendrá
continuidad, pero nunca se sabe... soy voluble y olvidadizo. Veremos...
De momento posteo uno de los dos relatos que presenté en el V Concurso
de Relatos Históricos Hislibris, que superó la fase de la votación
popular... y que no llegó a más; el otro, Un escenario en penumbra, sí
fue publicado en la antología del concurso.
El sol del mediodía ha calentado
la piedra, pero la mano que la acaricia sólo siente una ligera frialdad. La
textura lisa del mármol reconforta al anciano, a pesar de un ligero escalofrío.
Sus dedos recorren el rostro pétreo: los pliegues de la barbilla, los pómulos,
la nariz. Rodean las hendiduras de las cuencas oculares, se entretienen en las
cejas. Quisieran perderse entre los recovecos que la corona de laurel deja
entre los lacios y pétreos cabellos. El anciano se aleja unos pasos, observa el
busto, no puede evitar fijarse en la mirada. Apagada, fría como la propia piedra,
sin vida. Recuerda entonces aquellos otros ojos, negros, llenos de vida,
mirándole fijamente la noche antes de que todo estallara. Fue durante una cena
entre amigos, unos pocos amigos, hace ya tantos años… Entonces era joven, se
sentía joven. Tenía ilusiones, sueños, ambiciones. Hubo un momento, recuerda,
en el que los ojos negros del invitado no se apartaron de él; de pronto sintió que
podían ver en su alma y temió que descubrieran el pozo sin fondo de la ambición…
una ambición que, ahora lo sabe, fue la causa de su catastrófico declive. Hace
tiempo, mucho tiempo: antes de que el odio lo consumiera por dentro hasta dejar
una vieja, amargada y vacía cáscara.
El esclavo se acerca
silenciosamente. El anciano no ha escuchado sus pasos; cada vez más
ensimismado, en ocasiones ya no escucha nada. Lucio cree recordar que se llama,
muchos se llaman así: unos Lucios trabajan en la cocina, otros cultivan los
campos; siempre ha sabido quién era cada cual y todos saben a qué Lucio se está
refiriendo en cada momento. El amo les trata bien: no les castiga sin
necesidad, quizá en alguna ocasión los haya golpeado, pero sólo cuando no han
hecho lo que les ordenó; y es cierto que en los últimos meses pierde la
paciencia más que de costumbre y sacude por nimiedades por las que antes hacia
la vista gorda. Pero la vejez, que asomara veinte años atrás en aquella tienda de campaña
en Siracusa, ha obnubilado ahora incluso los malos recuerdos. Y es un buen amo,
los esclavos lo admiten sin presiones. Casi nunca sale de la villa, se oculta en las intimidades de la casa. Revisa los trabajos en
el huerto y supervisa personalmente la cosecha de un vino escaso pero de buena
calidad y el refinamiento de un aceite de oliva amargo pero sabroso. Los
esclavos saben que el amo tiene mucho tiempo libre. Demasiado, opinan,
especialmente cuando castiga con saña al esclavo que ha traído, en su opinión,
el desayuno demasiado tarde. Ya no pasea por los campos cultivados como antes,
escogiendo algunas espigas y decidiendo qué parte de la cosecha será vendida.
Se cansa pronto, toma varios baños de agua muy caliente incluso en verano. Le
calman el dolor en la espalda, asegura, aunque poco convencido. Aquella caída
del caballo cinco años atrás ahora pasa factura; le duele de noche y apenas
puede dormir. Acostumbrado a levantarse con el alba, en los últimos meses alarga su presencia en el dormitorio hasta que el sol alcanza su cenit y se
retira antes de que la noche asome por la ventana. La biblioteca, que antes
apenas pisaba, ahora se ha convertido en un refugio demasiadas veces visitado.
No son pocos los días en que se salta el tentempié del mediodía y apenas
picotea algo para cenar. Lee viejos rollos que trajo consigo veinte años atrás y
que hasta ahora apenas había tocado. Echa mano de sus recuerdos, unos recuerdos
que le atormentan…
Unos días atrás
ordenó vaciar baúles que llevaban décadas acumulando polvo y desde entonces se
dedica con afán a clasificar la correspondencia: la antigua, la reciente, la
que llega con cuentagotas, la que aparenta no dar importancia, la que devora
en busca de novedades. El mayordomo dice que quizá el dómine finalmente ha
decidido escribir sus memorias, pero también piensa que ha tardado demasiado en
tomar la decisión. Sabe que el estado de humor del amo varía según la
correspondencia recibida. Aún recuerda el ataque de furia desmedida,
destrozando la carta, tirando los fragmentos al suelo y pisándolos, que el anciano
tuvo cuando recibió una carta que ansiaba recibir; nadie supo por qué. “Dicen
que sobre la celebración de los festivales seculares”, comentó uno de los muchachos
porteadores, haciéndose eco de comentarios y chismes en el mercado local. Todos sabían qué le molestaba de esa carta: que le ninguneaban como sumo sacerdote, que tomaban las decisiones sin consultarle y que luego vagamente le avisaban, sin esperar aquiescencia (o protesta) alguna por su parte. Pocas semanas después de aquel berrinche
monumental la dómina falleció.
Su muerte fue
sentida por todos los esclavos y sirvientes, pero el amo apenas se alteró. Ordenó
que se celebrase una ceremonia sencilla y ofició las plegarias y los rituales
fúnebres cn desgana. La dómina fue incinerada y el amo se desentendió acerca de dónde depositar las
cenizas; tuvo que ser el mayordomo quien las introdujera en una urna que
después colocó en un rincón del despacho del amo; éste nunca volvió a mencionar
el tema. Todos sabían que los esposos apenas se trataban. La villa era grande, pero no tanto como para que no coincidiesen en unas cuantas ocasiones a lo largo del día, pero la señora rehuía al anciano desde
tiempo atrás. “Ya no soporta la presencia del amo”, decía la muchacha que la peinaba
todas las mañanas. No es que la dómina fuera una chismosa con el servicio, pero
apenas ocultaba ya la desazón por tantos años de retiro forzoso. No culpó al
anciano cuando veintitrés años atrás fue confinado en aquella casa, con órdenes
tajantes de no acercarse a la capital hasta nuevo aviso; ella aceptó
acompañarle sin discusión, pues era su obligación de esposa. En los primeros
años confiaba en que cuando los disturbios cesaran y la paz se impusiera, ambos
podrían regresar discretamente a la gran ciudad. No necesariamente para
recuperar la posición perdida: ella sabía demasiado bien que su marido era un
animal político muerto, sin esperanzas de ocupar ningún cargo, por muy
honorífico y vacío de poder que fuera. El príncipe no se lo habría permitido.
Sólo quedaba un cargo religioso sin poder, más hueco todavía por el hecho
de estar ausente de la gran capital: "como si no fueses pontífice máximo", le
reprochaba. “Aquí no te sirve de nada el sumo sacerdocio”, insistía, “te han dado una cáscara
vacía, un ropaje inútil que luces bien entre tus esclavos. Pero cómo vas a
lucirlo si no puedes acudir a las grandes ceremonias de la capital…”, repetía,
atormentándole en cenas que él pronto rehuyó. “Puedes volver cuando quieras, no
eres una desterrada”, respondía él con rencor en la mirada, “él te aceptará por
deferencia a tu familia”. Ella contraatacaba, “no pienso humillarme pidiendo un
favor, no seas ridículo”. Él a veces le devolvía el golpe, “¿de qué
te quejas, entonces? Ya no estás sujeta a mí, si eso te preocupa; mañana mismo
si quieres te concedo el divorcio, a nadie le importará. Bueno, sí, a los
chismosos del foro. Y a él… Escríbele, si quieres, a mí ya no me importa…”,
solía zanjar más de una discusión. “Soy tu esposa, ¿o es que eso no significa
nada para ti?”. “Eres una arpía”, mascullaba él por lo bajo, “siempre lo fuiste”.
Sólo los sirvientes interrumpían la discusión trayendo los platos de la cena o llenando
las copas de un vino que el amo pronto empezó a exigir que no se aguara. “Esta
casa se me cae encima”, lloriqueaba ella rompiendo el silencio. “No soporto más
estar encerrada entre estas cuatro paredes”. “Yo no te soporto a ti”, murmuraba
su esposo, “no me soporto ni a mí mismo…”.
Pero siguieron
viviendo juntos. Los años pasaron y no llegaron cartas ni mensajes, tampoco
comunicaciones oficiales que permitieran al anciano regresar a la gran ciudad
para ocupar un sitio vacío durante tanto tiempo en el senado; tanto tiempo pasó
que ambos sabían que ya nadie reparaba en su ausencia. Las disputas en el comedor
se repetían con una periodicidad jamás fijada con antelación, surgían
espontáneamente, inicialmente rehuidas por ambos; pero cuando empezaban con un
par de reproches mutuos, ya no podían detenerse y la bilis acumulada por años
de destierro contaminaba el aire y los manjares que apenas probaban. Él a la
postre callaba, su fuerza se diluía. Ella le consideraba algo más que un
cobarde, pero en el fondo de su alma esperaba que fuera capaz de darle la
vuelta a la situación, de demostrar valor, imprudencia si hiciera falta, determinación.
Volver a ser quien fue. Esperaba, esperaba…
Se cansó de
esperar y, sin confirmarlo abiertamente, comenzó a rechazar a su marido. Él se
dio cuenta, pero no dijo nada. Desde la boda dormían en habitaciones separadas. Tampoco le pedía unirse a la cena cuando tenía invitados (que no era a menudo). La dómina hubiera
preferido un mayor contacto físico, pero desde los primeros meses del
matrimonio (hace ya tantos años...), él mostró
una mojigatería que ella siempre consideró algo excesiva; a él le motivaba la ambición, no la pulsión amorosa. No le costó encerrarse en el
despacho, recluyéndose después en
sus habitaciones personales y dejándole a ella el resto de la casa; tampoco se preocupó de los gastos cotidianos, la adquisición de esclavos o la organización de
fiestas y rituales: que se encargara ella. Durante los primeros años del
destierro, ambos actuaron como marido y mujer en las escasas reuniones
familiares, que poco a poco menudearon a medida que los hijos iniciaban una
nueva vida en la capital. Aunque ella, hasta donde pudo llegar, estuvo al tanto
de los asuntos del hijo mayor, fue toda una sorpresa descubrir que se había
implicado en una conjura contra el príncipe. En una ocasión, no recordaba
exactamente cuándo, el joven visitó a su padre en la villa, pero apenas hablaron
de política: la herida aún estaba abierta para el anciano, que no quiso
amargarle con su veneno las esperanzas de una carrera pública. “Los asuntos en
la ciudad, padre”, ponía como excusa el joven cuando las visitas a la villa
comenzaron a escasear. Después llegó un matrimonio que pretendía ser político,
el nacimiento de un nieto, las obligaciones con el príncipe, el servicio
militar, la promesa de una magistratura menor, el secreto anhelo de que nadie
en la capital recordase quién era su padre. Ella sabía que su marido deseaba lo
mejor para el muchacho pero que al mismo sentía rencor por poder moverse
libremente, por salir de la asfixiante villa.
Cuando recibió la
noticia oficial de que su primogénito había sido arrestado, se enfadó por no
haber sido informado de lo que el joven se traía entre manos. “Tú no habrías
podido hacer nada”, le dijo ella. “En realidad”, quería decir, “mejor que no
supieras nada, por el bien de la empresa, no por el tuyo: tu nombre aún despierta
rencores en la gran ciudad, rencores de ya sabes quién”. Él supo después que el
príncipe envió a su hijo a Asia y que allí fue asesinado, un asunto extraño que
nadie se molestó en desenmarañar. La mañana que recibió la notificación de su
muerte, el anciano se estalló en el comedor; egoístamente, reconocía en lo más
hondo de su ser, pero eso no le impidió recrearse en la amargura. “El muchacho
es libre de moverse y yo estoy obligado a conformarme con un retiro
enclaustrado, ¿no es así?”, explotó entonces. “No empieces otra vez”, le
respondió ella, “y ya sabes lo que pienso de esta maldita casa. Puedo recibir
visitas, pero son tan pocas… demasiado pocas como para que pueda consolarme”,
abandonando después la estancia. Pronto dejaron de verse en las cenas. Incluso
ella se refugió de día en las habitaciones que su marido paulatinamente dejó de
visitar cuando se dio cuenta de que ya no era bienvenido. “Ni en mi propia casa”,
se lamentaba el anciano, “ni siquiera en esta cárcel en que se ha convertido mi
morada soy bien recibido”. Hasta que un día, varios años después, supo que su
esposa había enfermado; cuando reunió fuerzas para cruzar el atrio y visitarla,
uno de los esclavos que no se llamaba Lucio le anunció que había muerto la
anterior madrugada. Apenas sintió nada; al cabo de unos días se seguía
sorprendiendo por su indiferencia. “Hace tiempo que ya no siento nada”, piensa
ahora mirando el busto del peristilo.
*******
El esclavo le coge
de la manga. No ha oído que le decía algo y al parecer desde hace un buen rato.
El anciano se gira furioso por haber sido despertado de su abstracción.
―¿Qué quieres? ―le espeta al esclavo.
Éste, que hasta no
hace mucho tiempo siempre se dirigía sin miedo a su amo, se acobarda. Le
entrega una carta.
―La han traído hace un rato, dómine ―susurra―,
un mensajero a
caballo.
El anciano apenas
oye lo que le dice el muchacho, pero le arrebata la carta con los dedos ahora
temblorosos y se da la vuelta, como diciéndole que se marche. Vuelve a quedarse
solo delante del busto. No sabe si sentarse o leer la carta de pie. “Hace tanto
tiempo que no recibo una carta de la gran ciudad...” Finalmente opta por
sentarse en un banco de piedra al fondo del peristilo. Sabe de sobra que nadie
va a molestarle; aunque no busca intimidad, siente la necesidad de estar en
soledad para leer una misiva que quizá traiga noticias de la capital. “Quizá
sean buenas”, pero una ligera duda le corroe el corazón. “No, ya no llegan
buenas noticias. Y de mí sólo esperan que muera. Lejos”. Deja la carta en el
banco. Respira. “No seas tonto”, se dice, “nadie se acuerda de ti. Será otra
orden de Octavio”. Se negaba a llamarle por su nuevo nombre. Para él siempre
sería “Octavio”. Ni siquiera Octaviano, nombre que al menos dejaría entrever su
nombre original antes de la adopción. Un escalofrío le eriza la piel. “Maldito
seas…”.
La misiva no lleva
ningún sello. Se extraña, si procediera de Octavio llevaría el estúpido sello
que se trajo de Egipto. Pero no es así, apenas un lacre para sellar la carta,
sin ningún motivo iconográfico, ni siquiera la marca de ningún anillo
senatorial. Esta carta no es oficial, murmura. Rompe el sello y despliega la
carta. Apenas unas pocas líneas. Y una firma: Mecenas. “Esta sí es buena…”,
exclama esbozando una débil y triste sonrisa. Otro desterrado. Bien, no
exactamente un desterrado como él: en todo caso, Mecenas se retiró del mundanal
ruido cuando su amo Octavio sutilmente le dejó caer que debía apartarse de la
vida política en Roma. ¿No fue a causa de aquella conspiración que su cuñado tan
torpemente organizó unos años atrás? “Las noticias sobre Mecenas escasean en
Roma”, reflexiona, poniéndose al mismo tiempo en la piel de aquel: “debe de ser
un fastidio que solamente te escriba un poeta tan pelmazo como Horacio”.
Sonríe. Sin apenas un encabezamiento para las formalidades, lee ansiosamente:
«Salve, Marco Emilio Lépido, te escribo unas pocas palabras para anunciarte que hace dos días Agripa falleció tras varias semanas de enfermedad. No me han llegado noticias concretas acerca de qué enfermedad padecía. Si te soy franco, tampoco me ha llegado ninguna confirmación oficial de su muerte; Horacio me envió un nuevo libro de poemas esta mañana y con él la noticia. El triunfal regreso de Agripa desde Panonia no parecía augurar que su estado de salud fuera delicado… Es posible que el príncipe te escriba para comunicarte que se celebrará una ceremonia en Roma. No esperes que te dé permiso para asistir, pero he pensado que de todos modos debías saberlo con antelación. Lamento no haberte escrito tras la muerte de Junia para trasladarte mis condolencias. Si te sirve de consuelo, no he tenido oportunidad de escribir cartas desde que me instalé en mi finca campana. Espero que estés bien.Adiós,Cayo Cilnio Mecenas.Post scriptum: le escribo también a tu vecino Sexto Tedio para que esté informado. ¿No erais viejos compañeros de batalla?».
“Los dioses te confundan…”, murmura
el anciano mientras desgarra la carta con fuerza y la rompe en varios trozos.
Pero enseguida se calma, como si de pronto hubiera perdido toda energía. “Qué
raro…”, piensa, “Mecenas no ha recibido noticias oficiales. Si era uña y carne
con Octavio…”. Pero pronto abandona ese pensamiento por otro: “Me escribirá el
príncipe. No me necesita, pero lo hará. Le divierte recordarme que aunque sigo
siendo pontífice máximo es él quien hace el trabajo. Y muy bien, por cierto, le
gusta recalcar. Me lo puedo imaginar con esos zapatos con alzas para poder
aparentar ser más alto. Mequetrefe que todo se lo debes a tu nombre, qué razón
tenías, Antonio; y qué lerdo fui al no escucharte. ‘Ten cuidado, Lépido’, decías,
‘este muchacho no parará hasta acabar con todos nosotros.’ Casi te envidio,
Antonio, tú al menos moriste empuñando una espada; a mí me queda esta prisión.
Aún recuerdo las cartas que el muy hijo de perra me envió en ocasión de los festivales
seculares. Se llevó todo el mérito. Inmerecidamente. Yo debía estar ahí. Aunque
no fuera la ocasión de celebrar aquellas ceremonias. Él y su programa de
restauración religiosa. Sigo siendo pontífice máximo, no me puede quitar ese
derecho…”.
―Dómine… ―otra vez el esclavo esperando de pie.
Le irrita saber que
ha estado ahí el rato suficiente para oírle refunfuñar.
―¿Qué pasa ahora? ―casi le grita.
―Tienes visita ―dice, casi murmura, como si temiera levantar
la voz.
―¿Quién? No estoy para nadie.
El esclavo no varía
el tono de voz.
―El senador Sexto Tedio, dómine.
El anciano recuerda la
posdata de la carta. Murmura.
―Debe de tener más años que Varrón… ―y ante la cara impávida del
esclavo, continúa― en fin, qué sabrás tú de Varrón… ¿viene
solo? Si trae séquito dile que lo deje fuera, no estoy para alharacas.
―No, dómine, ha venido solo.
―Que pase, pues.
Cuando el esclavo se
va, se levanta del banco. No lleva la toga puesta para recibir visitas, pero
declina mandar a buscarla. “Estoy en mi casa, será mi prisión, pero es mi maldita
casa”. Impaciente, sin saber por qué, pasea por el peristilo. Escucha pasos
detrás de sí, se da la vuelta. Un anciano renqueante, arrastrando una toga que
a cada paso corre riesgo de desmoronarse.
―Sexto Tedio, qué inesperado placer ―dice tras carraspear.
―Marco Emilio.
―Te veo entero ―comenta, tras comprobar la cojera
del visitante―, si no te importa que te lo diga. Había oído rumores de una
pierna amputada…
―Nada más lejos de la realidad. Estuve a punto de
perderla, una caída del caballo, la herida casi se gangrenó… pero afortunadamente no
fue a más. A cambio, los dioses me recompensaron con esta cojera que me impide volver
a cabalgar.
―Siéntate, siéntate, por favor. ¿Un refresco?
―No, gracias, no estaré mucho rato.
―¿Qué te trae por acá?
―Tengo una finca a diez millas de aquí y no había tenido ocasión de
pasar a saludarte.
El anciano levanta
una mano.
―Algo me habían comentado. Perdona que tampoco yo te haya visitado, no
he estado de humor. Pero tú dirás, ¿sigue Roma en pie? ¿Nos invaden los partos?
¿Ya ha buscado Octavio un general que le saque las castañas del fuego?
Se produce un
incómodo silencio.
―Sí que me tomaría algo de vino fresco… ―lo rompe Tedio.
―No esperes que te lo traigan con nieve, Sexto. Sé que en Roma estáis a
la última de todo, pero aquí en el campo aún seguimos viviendo frugalmente; te
aseguro que el día menos pensado cogeré el arado y emulando al viejo Camilo me
pondré a cultivar mis campos. Pero, ay, la espalda me lo impide. Ya no soy
joven, qué te voy a contar.
Tedio asiente.
―Dímelo a mí, Marco, no recuerdo la última vez que me puse yo mismo a
arar mis campos…
Se ríen ambos, sin
ganas.
―¿Cuántos años tienes ya, Sexto? ¿Setenta?
―Ochenta y cinco el mes que viene.
―¡Vaya, quién lo diría, te conservas muy bien! Apenas tienes el cabello
cano.
―No me meto en política ―dice Tedio―, eso
alarga la vida.
―Haces bien, ya ves lo bien que me conservo aquí desde que dejé la
política… ―Tedio nota la ironía.― Pero aun así ya no estamos para muchos trotes... ¡Yo alardeando de
imitar a Camilo y apenas puedo moverme!
―Nos hacemos viejos, Marco.
―Querrás decir que somos viejos, Sexto… En fin, tanto da, a estas
alturas ya no tengo que dorarle la píldora a nadie ―dice mientras el esclavo le
sirve la copa de vino a Tedio―. ¿Y a qué debo tu amable visita?
Dices que no te metes en política, Tedio, pero viéndote aquí con esa copa en la
mano, no te creo.
Tedio bebe un sorbo,
hace un gesto de admiración con la cabeza. El anciano asiente.
―Sí, buen vino, ya lo sé, no hace falta que me lo digas, lo produzco
yo. Dime, ¿a qué has venido?
―Agripa ha muerto ―dice Tedio; luego bebe otro
sorbo, sin gestos esta vez.
El anciano se
levanta.
―Lo sé, me ha escrito Mecenas.
Tedio enarca las
cejas.
―¿Mecenas te ha escrito?
―Sí, hace un rato recibí una carta suya.
―No sabía que aún mantuvieras contacto con él.
―No lo mantengo, me ha escrito él. Hace años que no se digna a decirme
nada en persona, a menos que su jefe se lo ordene, y ya ves, de pronto recibo
una carta suya, no sé cómo tomármelo….
―¿Y qué dice en la carta? ―pregunta Tedio mirándole fijamente
a los ojos. El anciano simula desviar la mirada.
―Poca cosa, que Agripa ha muerto hace dos días. Quería advertirme (sí,
esa es la palabra, advertirme) que Octavio me escribirá. Habrá un funeral en
Roma o no sé qué.
―Qué bien que te escriba Mecenas… ―dice Tedio removiendo la copa y
observando los posos del vino.
―¿Y eso por qué, Tedio?
Éste se da cuenta
del cambio de tono.
―Bien, Lépido, puesto que dejamos atrás las formalidades, quizás será
mejor que hablemos con sinceridad.
Esta vez el anciano
le mira de frente.
―No hago otra cosa desde que llegaste. ¿Qué quieres, Tedio?
―Quiero que vuelvas a Roma.
Durante unos pocos
segundos Lépido no sabe cómo reaccionar. Poco a poco, se sienta de nuevo en el
banco.
―¿A Roma, dices?
―Sí.
Lépido da voces,
llamando a un esclavo.
―Ahora sí me parece que tomaré una copa de vino ―llega
al esclavo―. Trae vino. Sin agua. Y sigo sin estar para
nadie.
―Sí, dómine ―se marcha deprisa.
Lépido mira
fijamente a Tedio.
―¿Te parece bien que hablemos aquí?
―Como prefieras ―contesta Tedio―, tampoco espero que nos escuche
nadie. ¿Son de fiar tus esclavos?
Lépido no responde.
Llega el esclavo con una bandeja, una jarra de vino y dos vasos. La deposita en
el banco y, sin esperar una señal, se marcha. Lépido se sirve una copa,
prácticamente hasta el borde. Derrama un poco de vino, le tiembla la mano
ligeramente. Tedio hace ver como que mira en otra dirección.
Lépido engulle media
copa de un sorbo. Hace un chasquido con la lengua.
―¿Para qué quieres que vaya a Roma, Tedio? Ya sabes que allí no se me
espera. Hay quien no desea ni verme a treinta millas de Roma. Quien espera que
muera pronto, si es que en realidad no lo he hecho ya.
Tedio se sirve otra
copa de vino.
―El agua no será necesaria ahora, tienes razón. ―Se
levanta, pasea por el peristilo unos segundos. No sabe cómo empezar.―
Sabrás que procuro no destacar demasiado en el actual senado ―dice
en un arranque―. No son estos los tiempos que ambos
compartimos con él ―remarca señalando el busto―.
Tiempos en que uno podía hablar libremente, aunque él no estuviera de acuerdo
con lo decías, o por lo menos no con todo. Tiempos en que un discurso de
Cicerón podía tocarle las pelotas, pero lo cierto es que él los valoraba.
Siempre repetía que un gobierno sin oposición no vale nada. Ahora no tenemos
oposición. Bien lo sabes ―recalca la última frase.
Lépido sigue
sentado, mira la copa de vino, parece no escuchar.
―Por ti y, bueno… por tu hijo.
―¿No habrás venido desde Roma para hablar de mi hijo, verdad? No me
visitaste cuando murió y si la conversación va a tomar esos derroteror…
―No, no quería decirte eso. Olvida la referencia a tu hijo ―se
disculpa Tedio alzando ligeramente una mano.
Lépido se levanta,
con algo de esfuerzo.
―¿Vas a decirme para qué quieres que vaya a Roma o digo que traigan otra
jarra de vino?
Tedio acaba la copa
de un sorbo.
―Nos hemos reunido varios senadores. Iremos a ver al príncipe. Ahora
que Agripa ha muerto, le pediremos que te permita volver a Roma. Que puedas
asistir al Senado. Necesitamos una voz veterana en la cámara, con experiencia.
Una voz de las de antes… ya me entiendes. Le pediremos que pida tu opinión en
una sesión, que te escuche, que valore esa opinión ―bebe un sorbo de vino―. Le
sugeriremos que comparta contigo el consulado de lo que queda de año; que no
designe cónsules sufectos, sino que ambos ejerzáis el cargo todo el año. Y…
bueno, que piense en retirarse de la escena pública.
Lépido se sirve otra
copa, apenas llena la mitad.
―Estáis locos ―masculla antes de beber―. Sabéis
que Octavio no me quiere en Roma. Y, si te soy sincero, tampoco sé si yo quiero verlo. Me humilló en Sicilia,
lo sabes. Lo sabéis todos, maldita sea. Tú, Mecenas, Agripa cuando vivía…
―Jugaste tus cartas y perdiste, Lépido. De todos modos, no podías
ganar. Y ya hace más de veinte años de eso. No es momento para rencores.
―No le conocéis ―continúa Lépido―. Parece mentira que lleve
veinte años gobernando y aún no le conozcáis. ¿Cuántas veces ha dicho que
renunciaría al poder? Oh, es cierto ―ironiza―,
ha restaurado el orden que él mismo hundió en el fango, ha traído la paz debajo
del brazo, os ha devuelto el poder y humildemente ha aceptado el pesado deber
de seguir gobernando… ¡Sois un hatajo de imbéciles! ―Tedio
no dice nada―. ¿Qué edad tiene? ¿Cincuenta? Y seguro que
se mantiene en la flor de la vida, el muy hijo de puta…
―Pues no te creas ―comenta Tedio―,
no ha tenido buena salud desde aquella calentura de hace diez años. Bueno, tú no
estabas en Roma, no le viste casi agonizando. Con aquellos baños fríos. Dioses…
sólo de pensar en ellos me da un escalofrío… Incluso le entregó su anillo a
Agripa para que sellara decretos en su nombre. No se recuperó bien del todo.
¿Recuerdas aquella mata de pelo dorado? Se le ha encanecido. Y tiene los
dientes horribles.
―No sigas, por favor ―le interrumpe Lépido, sarcástico―,
vas a conseguir que me salten las lágrimas…
Lépido se levanta, se acerca al busto del peristilo.
―¿Sabes?, es curioso. Esta mañana me he acordado de él. Bueno, no es
que no me acuerde nunca de él, no estoy tan viejo. Me acordé de la cena del día
de antes en mi casa. Tú estuviste aquella noche, ¿no es cierto? No consigo recordar
a todos los que vinieron.
Tedio sonríe.
―Me parece que no recuerdas que por entonces yo estaba en Atenas, planteándome
regresar a Roma. E imagino que también has olvidado que me uní a Pompeyo en la
guerra civil y que por eso dudaba en regresar o no.
―Tonterías ―enarca las cejas Lépido―,
todos tomamos partido, yo con él, otros, tú mismo dices, con Pompeyo. Todo eso
no le importaba un ardite, siempre decía que las guerras civiles dividían a los
romanos como si una espada les cortara por la mitad y que si fuera por él
hundiría la espada en el padre Tíber ―Pasea―.
Supongo que recordaba su infancia, aquellos malos tiempos, ya sabes. ―Se
detiene. ― Los recuerdas, ¿no?
Tedio lanza una
carcajada.
―Te dije que soy anciano, ¡pero no tanto!
Ambos ríen.
―Ya me entiendes, hombre.
―No tengo tanta memoria, Lépido.
Éste manotea el
aire.
―Tanto da. Lo que te decía, a él no le importó si te pasaste o no a
Pompeyo. Le gustaba mostrarse clemente.
―Jugaba a ser clemente ―apostilla Tedio―,
que no es lo mismo; acuérdate de Ligario.
Lépido rechaza con
la cabeza.
―Ligario era un imbécil. Y más imbécil fue mezclándose con los
libertadores. Dioses, qué pomposos eran. Libertadores… Pero no quiero hablar de
eso… ―Se detiene―. ¿Qué te estaba diciendo?
―La cena de la víspera ―responde Tedio antes de beber un
sorbo.
―Cierto, la cena. No éramos muchos, sólo aquellos en quienes confiaba
de verdad. Solía ser amigable con todo el mundo, incluso con aquellos a quienes
perdonó… ¡Perdonó! Los dictadores ahora
perdonan… ―dice con sarcasmo―. Estábamos Bruto, Trebonio,
Décimo, Matio, no recuerdo si Vatia… Antonio no estaba, eso seguro, Dolabela sí…
creo que Cicerón tampoco estaba… no se hablaba con él por esos días, yo mismo…
Fue una cena extraña. Todos bebíamos sin parar, burlándonos de lo mucho que
aguantaba en el trono de Galacia el viejo Deyotaro, a quien él había perdonado
unos días antes… y hablando de la campaña contra los partos. Él estaba con sus
papeles, como siempre, ya sabes, picoteando más que comiendo, levantando la
cabeza de tanto en tanto, interviniendo en la charla ocasionalmente. Sólo pareció
interesarse cuando (no sé si fui yo o Trebonio; sí, diría que fue Trebonio),
cuando se habló de la mejor manera de morir. Dijo, con aquella pose seria que
asumía cuando trataba de hacerse el interesante, “de modo rápido, inesperado”
(los dioses deben de estar riéndose a nuestras espaldas, eso te lo aseguro).
Pero no me he acordado de aquella cena por eso. Recuerdo un instante cuando
terminó la cena. Todos íbamos bastante achispados. Él no, apenas bebía, ¿recuerdas?
―Tedio asiente―. Despidió a sus secretarios y se rezagó un momento.
Me cogió de la mano. “Te echaré de menos, Marco”, me dijo. Me acuerdo ahora que
siempre llamaba a todo el mundo por el nombre de pila, qué memoria tenía.... “Te
echaré de menos”, decía, “cuida de Roma, hazme ese favor. A mi regreso, no
olvidaré todo lo que has hecho por Roma”. Dijo Roma, de eso me acuerdo bien. No
dijo “todo lo que has hecho por mí”. ―Tedio sonríe―.
Le gustaba equipararse a Roma. Sí, sí, ya lo sé, pero si te estoy diciendo esto
es porque le miré a los ojos. ¿Recuerdas esos ojos negros? ―Tedio asiente―. ¿Esa mirada penetrante que te llegaba hasta el fondo? Yo sí. Siempre
era la misma mirada, tanto si le gustaba lo que hacías como si lo
decepcionabas. O incluso si lo traicionabas. Pero esa mirada de ojos negros no
te dejaba indiferente. Lo recordé esta mañana viendo ese busto que tienes
detrás de ti. Pero ese pedazo de piedra no tiene su mirada. Siempre me acuerdo
de su mirada. Anoche dormí mal. Soñé con muertos, espadas, sangre corriendo por
las calles de Roma. Y con su mirada, esos ojos negros. Al despertar estaba
empapado en sudor.
―Es curioso ―dice Tedio―, su esposa también soñó cosas extrañas
la noche antes.
Lépido se queda
callado.
―¿Sabes? ―dice de pronto con voz ronca―.
Octavio no tiene esa mirada, pero le gusta aparentar que puede mirar como él.
Estúpido arrogante…
Tedio se acerca al banco a servirse otra copa de vino.
―No hay vino ―dice, mirando la jarra―. Y
lo vamos a necesitar.
―Yo no quiero más ―susurra Lépido mirando el busto,
de espaldas a Tedio―. Acércate tú mismo a la cocina.
Oye los pasos de
Tedio, alejándose con esfuerzo. Sigue mirando los ojos del busto, hasta que le
sobreviene la sensación de no estar mirando nada. Levanta una mano y acaricia
de nuevo los pómulos de piedra.
―Te fuiste muy pronto ―dice mirando fijamente los ojos
vacíos del busto―. Y nos dejaste al cachorro. ―Con
los dedos baja hasta la barbilla, cierra el puño y suavemente la golpea―.
Nos dejaste al cachorro… Antonio nos sorprendió, quién iba a imaginarse que
gestionaría con tanta energía aquella situación. No debiste nombrarle cónsul, su
ambición casi lo destruyó todo. Y a mí apenas me diste poder para poner orden. Pero
lo peor que hiciste es dejarme al cachorro. En qué estabas pensando… Tampoco
puedo quejarme, es cierto: Antonio me regaló el pontificado máximo. Pero,
verás… puedo perdonarte muchas cosas, que aparentaras ser clemente y en
realidad ambicionases el poder sólo para ti; que jugases con todos nosotros
como un gato juega con un ratón, sopesando cuándo te cansarías de utilizarnos; me
da lo mismo que quisieras todo el poder en tus manos, no te lo discutí
entonces, mucho menos voy a hacerlo ahora que estás muerto… Pero que escogieras
al cachorro como tu heredero… eso no te lo perdono, maldito seas. Y es verdad,
no imaginábamos ninguno, quizá ni siquiera tú (si no te importó meterte en la
cama de cualquiera, cómo te va a importar eso…), lo que el muchacho era capaz
de hacer, la fuerza que podía sacar de aquel cuerpo tan enclenque. Antonio
solía burlarse de que podía apartarlo con su dedo meñique, alardeaba de tener
más talento militar en ese meñique que Octavio en todo su cuerpo. Pero Antonio
no sabía nada de política y ese mocoso nació en la política. A veces pienso que
mamó la política de pequeño... ―Sigue acariciando el rostro del
busto―. No puedo perdonarte que, sin pretenderlo siquiera, lo enviaras
contra mí. Si no lo hubieras elegido heredero, no me habría humillado en
Sicilia. De acuerdo, eso te lo reconozco: fue culpa mía, pequé de ambicioso, me
emborraché de gloria tras la campaña contra el hijo de Pompeyo. Pero él me
humilló. Tú no puedes saberlo porque nunca nadie te humilló, te burlabas de
quienes te acusaban de ser la querida del viejo Nicomedes. Te reías de los
chistes más procaces de Cicerón, incluso le dabas palmadas en la espalda. No
puedes entenderlo, no todos éramos como tú. Nunca te lo dije, quizá debí
hacerlo tras aquella cena, cuando nos despedíamos. Me daba rabia deberte la
fortuna de mi familia, pero no podía evitar darte las gracias por ello. Me
habría gustado decirte que me molestaba que fueras tú, precisamente tú, quien
forjara mi carrera política, sin que apenas te importara mi apellido. ―Se encara con la estatua―. ¡Hiciste lo mismo con Mamurra,
no me mires así! Mi padre nos hundió en la miseria cuando se rebeló contra el
Senado. Mi hermano era un inútil, bien lo sabías cuando lo compraste, y ya ves
de qué te sirvió, de nada… Yo quise recuperar el orgullo de la familia, gritar
en pleno foro, “¡escuchad, los Emilios Lépido amamos a Roma!” Y llegaste tú y
me escogiste. ¿Qué viste en mí? ¿Qué buscabas cuando te fijaste en mí? Pero
luego me hundiste al escoger al cachorro. El mismo cachorro que me trató de
aquella manera, ante mis hombres, mis soldados. Quise morir después de aquello,
¿sabes? En realidad, cuando llegué aquí ya estaba muerto. Junia lo vio en mis
ojos. No pude volver a acostarme con ella, a yacer juntos en el mismo lecho.
Siempre vi la decepción en sus ojos. Luego mi hijo… No, no digas nada. No te
culpo por mis errores. Te culpo por dejar que el cachorro me hiciera aquello.
Te culpo por ponerlo en tu testamento, maldita sea…
―Por todos los dioses, Marco ―oye Lépido
rezongar a Tedio―,
deberías azotar a tus esclavos, no querían darme el vino.
Lépido sonríe
melancólicamente.
―Los tengo bien enseñados, sólo me obedecen a mí. Pero veo que
finalmente has encontrado algo de vino.
―¡He tenido que dar un par de mamporros, no te creas! ― exclama Tedio.
Lépido borra la
sonrisa del rostro.
―Ya tienes el vino y ya te he escuchado. Termínate el vino, márchate y
dile a Mecenas que no me interesa su oferta. Porque es suya, ¿verdad? ―Tedio
no lo niega―. Sí, te he escuchado. Y me parece que tú a
mí también. Lo que me sorprende, Tedio, es que penséis que podéis jugar a esta
partida de tabas. ―Levanta
una mano―. No, no me interrumpas. Agradezco que hayáis
pensado en mí, de verdad. Mejor dicho, que Mecenas haya pensado en mí. ―Lépido fija su mirada en Tedio, que no la
desvía―. No me importa que me toméis por imbécil, un viejo amargado que sólo
guarda rencor en su corazón, pero me enfurece que seáis tan estúpidos. ¿A qué
jugáis? ¿Traerme a Roma? ―Tedio sigue mudo. ―¿Para qué? Octavio no me escuchará, no existo
para él excepto cuando tiene que recordarme alguna de sus malditas ceremonias
de restauración religiosa. ―Tira la copa al suelo,
el vino se derrama―. ¡Cómo se atreve ese saco de
escoria! ¡Ese descendiente de usureros! ¡A mí, un Emilio!
Tedio bebe un sorbo.
Se toma su tiempo mientras Lépido siente que su ira se apaga con la misma
rapidez con la que ha estallado. Camina de un lado a otro del peristilo. Se
acerca a Tedio, pone una mano en su hombro.
―Perdóname, sé que no es culpa tuya, sólo eres el…
―El mensajero ―termina Tedio la frase.―
Sí, es cierto, sólo soy el mensajero.
―¿Por qué haces esto, Tedio? Ya
eres demasiado mayor para meterte en juegos.
Tedio se sienta en
el banco.
―Quizá precisamente sea por eso…―dice antes de beber otro sorbo.
―¿Por ser viejo? No te entiendo, Sexto.
Tedio apura el vino.
Se seca los labios con la mano.
―Mírame ―responde―. Voy a cumplir ochenta y cinco
años. He vivido varias guerras civiles. Dos dictaduras, tres si incluimos a los
triunviros.
―Cuatro con la actual, querrás decir ―remacha Lépido,
sarcástico.
―Y ahora… esto. Hace meses que
no acudo a las sesiones del senado. ¿Para qué? Sólo se nos convoca para asentir
y aprobar. Y ya estoy harto de asentir… Ahora que Agripa, el fiel Agripa, ha
muerto, quizá podamos hacer algo. Te doy la razón ―asiente
mirando a Lépido―,
soy viejo, pero en este momento de mi vida ya poco me importa…
Lépido se sienta a
su lado.
―Yo también soy un viejo, Sexto. Un viejo amargado ¿De qué os va a
servir mi odio? Tampoco se acuerda nadie de mí en Roma, no tengo influencia ni
aliados en el senado. ―Levanta la mano―. No lo niegues, sabes que tengo
razón. Hace más de veinte años que nadie se acuerda de mí en Roma. Ahora todos
estáis… bueno, están a sus pies. Nadie se atreve a recordarle que quizá haya
restaurado nuestro gobierno público, pero que todo eso son pamemas, palabras
huecas. Restaurar, dice… Sólo se restaura lo que antes estaba en su sitio… y lo
hay ahora es cualquier cosa menos lo que teníamos antes. También pervierte las
palabras, por todos los dioses…
Lépido enmudece.
Tedio mira la copa, vacía, nota la emoción contenida en las palabras de Lépido
―Mi hijo… bueno, ya sabes lo que hizo… yo no lo sabía, no sabía nada de
lo que iba a hacer. Ni mi propio hijo confiaba en mí… Pero tuvo el valor de
hacer algo; yo me resigné a estar aquí, encerrado. ¿Sabes?, hoy también me he
acordado de Junia. La traté muy mal. No tenía la culpa de mi ambición, pero
odié que compartiera conmigo mi destierro. Nunca se lo dije, pero odiándola a
ella me odiaba a mí mismo. En realidad, me odiaba más a mí mismo que a ella. Me
enfurecía que se resignara a estar aquí. Si se hubiera ido, te lo juro, le
habría dado el divorcio. Sin más. “Ahí tienes la dote, márchate y no te pudras
aquí conmigo.”
―Ella te quería ―dice Tedio.
―Sí, ya sabes, de la manera en que se puede querer en nuestras
circunstancias, Sexto. No recuerdo exactamente cuándo murió, pero sé que fue no
hace mucho. No quise verla ni oficiar su funeral. No sé dónde están sus
cenizas. Como tampoco sé dónde están las de mi hijo…
―Trae más vino, Lucio. ―Se da la vuelta y mira a Tedio.―
Acabemos de una vez, ya está durando demasiado este drama. Exactamente, ¿en qué
estáis pensando tú y Mecenas?
Tedio no dice nada,
ve llegar al esclavo con una jarra y otra copa. Llena la suya, bebe un sorbo
largo, se toma su tiempo.
―A este paso vas a emborracharte, Sexto…
―Pensamos en el futuro, Marco ―dice Tedio.― El
príncipe no va a vivir eternamente.
―Puedes llamarlo Augusto, Sexto, no me importa― le
interrumpe Lépido―, pero permite que yo le llame Octavio.
Se ríe, siente que
la risa le sube por la garganta, para cuando se quiere dar cuenta se está
desternillando, se abraza el abdomen, tiene que sentarse, las carcajadas le
ahogan, las lágrimas caen por sus mejillas. Tedio sonríe.
―En serio, Sexto ―logra decir tras recuperar
el aliento―, si no
fuera porque me molesta toda esta situación, te juro que escribiría una maldita
comedia. Pero escúchame ―se enjuga los ojos con una manga de la túnica―,
vais a perder apostando por mí. Octavio no va a querer nada de mí. Y yo tampoco
quiero nada de él. Lo mejor es que todo siga como está. Me da igual si gobierna
Roma como Tarquino el Soberbio o si se muere en el cargo. La Roma que recuerdo, y te
aseguro que no era perfecta, murió hace tiempo y no va a resucitar ahora porque
un viejo como yo aparezca por el foro haciendo aspavientos. Además, todos se
han acostumbrado a verle ahí, convocando cada condenada sesión del senado,
presidiendo los tribunales de justicia, paseando con su familia por toda la
ciudad. Y estáis dejando de lado lo más importante: Octavio controla el
ejército. Quizás no esté al tanto de muchos detalles en esta villa, pero sé que
Octavio no tenía solamente a Agripa como escudo… Hay más espadas en esa
panoplia. ¿Tauro?
―Está retirado desde hace tiempo.
―Aún así, ¿lo habéis sondeado? ―inquiere Lépido,
interesado.
―Mecenas le escribió. Ya no goza de la cercanía de
Octavio. Hay una nueva generación de militares a su disposición: Vinicio en
Ilírico con Agripa, Ticio en Siria, Sulpicio Quirino esperando destino, Pisón,
Varo,…
―¿Qué respondió Tauro? ―le interrumpe Lépido.
―No se pronunció abiertamente. Está esperando…
―… a que haya un caballo ganador. Ya conozco esa
historia. Podéis olvidaros de él. ¿Y Saturnino?
―En Roma, esperando que Octavio se acuerde de él.
Sabes que jugó un papel especial en la conjura de Varrón Murena, ¿no?
―Algo oí.
“¿Por qué tengo la sensación de que oyes más de lo
que parece?”, piensa Tedio.
―Por cierto ―añade Lépido―, ¿por qué precisamente Mecenas
está detrás de todo esto? ―Carraspea―. En la carta me comenta que no ha
recibido confirmación oficial. ¿Algún roce con Octavio?
Tedio bebe un sorbo. Asiente.
―Más o menos… La intentona de Varrón Murena (ya
sabes, su cuñado)… no le dejó en buen lugar delante de Octavio. Y mientras
tanto, la estrella de Agripa no sólo no se apagaba sino que seguía subiendo. El
matrimonio con Julio, el nacimiento de los dos herederos, el alejamiento de
Mecenas de la capital… Todo jugó durante un tiempo en contra del, ya sabes ―guiña
un ojo―, “el fiel Mecenas”. Pero precisamente por todo eso (y porque no ha
perdido el apetito conspirativo), Mecenas considera que ahora es el momento. ―Levanta
un dedo―. Agripa muerto ―Segundo dedo―. Saturnino ya no tiene peso en el
ejército. ―Tres dedos más hasta completar la mano―. Lolio, Tario Rufo, Calvisio
incluso, los generales de las guerras civiles, se han retirado a sus villas. Y
los “nuevos” ―sonríe―, ya me entiendes… son maleables.
―Son itálicos, Sexto, no lo olvides ―remarca Lépido―.
Romanos de pura cepa, al estilo de la “nueva Roma” con la que se llena la boca
Octavio, por lo que he leído en los poemas de esa caterva de nuevos autores
(qué poco me gusta ese lameculos de Propercio, por cierto). Quizá no le deban
aún los laureles (pierde cuidado, se lo agradecerán) y aún no han tenido
ocasión de convertirse en imprescindibles, pero son itálicos. Pero los itálicos
le deben todo lo demás a Octavio. ¿O acaso crees que tendrían oportunidades de
medrar tan rápido si Octavio no estuviera ahí arriba, esperándoles con los
brazos abiertos?
Tedio no dice nada.
―¿Habéis pensado en ello? Además, ninguno de ellos
me conoce. ¿Crees que aceptarán que Octavio se retire, en el improbable caso de
que lo hiciera? ¿Que se quedarán tan tranquilos con el retorno de un exiliado
que no está de acuerdo con la “nueva Roma” de Octavio? Lo dudo. Y está su
familia…
―De su familia también quería hablarte ―interviene
Tedio.
―Supongo que no te refieres a los hijos que Agripa tuvo con
Julia y que él adoptó como si fueran suyos, ¿n? No me escriben contándome
chismes del foro, pero te aseguro que ese llegó aquí. Junia recibió una carta
de una amiga y corrió a contármelo todo.
“Cuando aún me
hablaba”, piensa.
―No, no me refería a ellos― dice Tedio.
―Mejor…―comenta Lépido―, esos críos están viciados de
entrada.
―Está Tiberio, el hijo de Tiberio Claudio Nerón ―menciona
Tedio―. A Octavio no le gusta, aunque lo proteja, y ya se rumorea que lo
casará con Julia. Pero sabemos que no le gusta el régimen de su padrastro.
―¿Sabemos? ―enarca una ceja Lépido.
―Bueno, Mecenas lo sabe ―reconoce Tedio―. Podríamos
presionar para que el viejo… ―se ríe―, la ironía podría ahogarme, llamo
viejo a quien podría ser mi hijo… quizá Octavio acepte retirarse, si
presionamos con el hecho de que Roma ya no lo necesita y que Tiberio podría…
¿tutelar? No sé qué palabra utilizar… tutelar el regreso al antiguo gobierno.
―No se va a retirar, Sexto… ni aunque Júpiter mismo
bajara del cielo y le dijera que se vaya a casa…
―Quizá… Tiberio es legado de Agripa en Ilírico. Y Druso está en Germania. Ambos
tienen tropas.
―La amenaza de la guerra civil no lo achantará… ¿o
no te acuerdas cuando era un muchacho e hizo lo que hizo? Nos descolocó siendo
apenas un niño, qué no podrá hacer ahora que es el dueño del mundo…
―Sí, bueno, el tiempo pasa para todos ―se enfurruña
Tedio―. Pero si
Vinicio o Ticio se ponen bravucones, saber que los hijastros del príncipe (y
sus legiones) nos apoyan les hará pensárselo dos veces.
Lépido menea la
cabeza.
―Lo dudo. Ambos muchachos prácticamente se ha criado en casa de Octavio
y su madre los habrá educado para que limpien las vomitonas del Palatino. No
tuve mucho trato con Livia, pero me pareció modosa, siempre con la sonrisa en
el rostro, atenta, pero cuando te dabas la vuelta ya le estaba comiendo la
oreja a Octavio. Y ahora es la señora de la casa… ―Niega
con la cabeza―. No
funcionará. Además, ¿qué edad tiene Tiberio? ¿Veinticinco?
―Cumplirá treinta el próximo año ―responde
Tedio―, y ya ha tenido experiencia militar ―insiste―. Y está Druso, tiene ideas en
la cabeza que pueden ser muy útiles para nuestros planes.
Lépido frunce el
ceño.
―Pájaros en la cabeza, querrás decir… No recuerdo a Druso, Octavio hizo
que lo llevaran a casa de Nerón cuando nació. Y Tiberio ya me parecía estirado
y fatuo de pequeño… No, olvídalo. Además, si mi orgullo no me permite lamerle
el culo a Octavio, menos lo voy a hacer con sus hijastros… o esos hombres que
no conozco. Dile a Mecenas que ya es demasiado tarde para conjuras. Todo esto
es perder el tiempo. Que se dedique a vivir con pasar tranquilidad los años que
los dioses quieran darnos, como pienso hacer yo. Nada va cambiar ahora que todo
ha cambiado con Octavio en el poder. Todos ya se han acostumbrado a verle
poniéndose de puntillas para parecer más alto… Ya nadie se acuerda de él ―señala el busto―. Y casi veinte años de paz (¡paz, a esto lo llaman paz!) producen
amnesia… y ambiciones. Nosotros sobramos, Sexto, somos viejas rémoras. Dile a
Mecenas que se preocupe mejor por la carrera de Horacio o alguno de esos poetas
que le dicen lo generoso que es… por ejemplo, ese joven talento que tiene a
nuestras damas encandiladas… ¿cómo se llama?
―Ovidio. Quizá en él aún quede futuro para Roma ―se ríe Tedio, que sigue sin creer que Lépido no reciba noticias de la capital―.
Es gracioso, a Octavio no le gusta Ovidio.
Corren rumores sobre sus lascivos poemas, la hija del príncipe, algunos jóvenes
senadores con poco juicio, fiestas a la luz de la luna en el Foro…
―No me sorprendería: Agripa no era precisamente el
alma de las fiestas…
―La última, gracias ―dice―. Está bien, me voy ―se levanta.
―No creas que no te agradezco que hayas venido, Sexto ―le
dice Lépido, estrechándole la mano con cierto afecto―. Y
que Mecenas haya pensado en mí. Pero no soy vuestro hombre. Si te soy sincero, nunca
debí serlo.
Tedio se agarra con
fuerza al antebrazo de Lépido.
―Es posible que ya no queden hombres libres en Roma, Marco.
Sonríen con
tristeza.
―¿Acaso lo fuimos con él? ―dice Lépido, señalando el busto―. Te
acompaño a la puerta, me han dicho que has venido solo desde tu finca. ¿Con esa
cojera? ―caminan juntos por el pasillo, Tedio apoyándose
en el brazo de Lépido.
―Tengo un carruaje fuera esperándome. Nos hacemos viejos, ¿recuerdas?
Los esclavos se
apartan. Al llegar a la puerta, Lépido se agarra de nuevo del brazo de Tedio.
―Adiós, Sexto, me alegro de haberte visto. Ten cuidado en Roma. Puede
que Octavio ya no tenga a alguien como Mecenas para saber lo que se cuece en
cada casa, pero no dejará que un senador, por muy viejo que sea, deje de acudir
a las sesiones del Senado. Me sorprende que no haya sospechado de ti todavía…
Tedio sonríe.
―¿Para qué? A estas alturas, ¿quién se acuerda del viejo senador
que recogió el cadáver de Publio Clodio en la vía Apia? Nadie, Marco, nadie.
Se separan. Lépido vuelve a
entrar y escucha de fondo la marcha del carruaje. Regresa al peristilo
caminando lentamente; se sienta en el banco. Parece tener la mirada perdida.
―Dómine, ¿necesitas algo?
El anciano levanta la
cabeza. Esta vez no parece molesto por haber sido interrumpido en sus
divagaciones. Sonríe.
―No, gracias, Lucio. Que preparen la cena, hoy me acostaré pronto,
estoy muy cansado.
El esclavo asiente y
se marcha, dejando al anciano ensimismado en sus pensamientos. Cuando levanta
la cabeza no es capaz de recordar cuánto tiempo ha pasado, pero la tarde ya se
diluye. Unos pasos que se acercan, un esclavo aparece a su lado.
―Dómine, ha llegado otra carta.
El anciano extiende
la mano para coger la misiva. Reconoce al instante el sello. Una triste sonrisa
se dibuja en sus labios. Sin abrirla, rompe la carta en varios pedazos.
―Quémala ―le dice al esclavo.
―Sí, dómine ―y se marcha, pero tras caminar unos pasos se
detiene, consciente de que ha olvidado decir algo y se da la vuelta―.
La cena está servida, dómine.
―Gracias, Lucio, voy enseguida.
El anciano se
levanta del banco. Una brisa remueve suavemente las copas de los árboles.
Levanta la vista y contempla el busto. La oscuridad se cierne ya sobre el
peristilo. Apenas puede ver las facciones del rostro de piedra, pero por un
instante cree ver unos ojos negros penetrantes que le miran fijamente. Desde el
interior de la casa, los esclavos escuchan una carcajada.
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