Adrià Ardèvol tardó mucho tiempo en descubrir qué
quería ser de mayor. De pequeño se escondía detrás del sofá en el salón
de casa y escuchaba conversaciones de sus padres, decidiendo si el niño
debía aprender idiomas como el francés, el alemán, el latín, el griego,
el hebreo, el arameo, el ruso… (el padre) o dejándose de paparruchas y,
que no, Fèlix, que Adrià tiene que tocar el violín, ser un virtuoso,
que las lenguas muertas no le van a servir para nada. Y Adrià, con las
figuras del sheriff Carson y el caudillo arapaho Águila Negra, escuchaba
y le daba vueltas al significado de palabras como “deshonrar”, mientras
pensaba en colarse en el despacho de su padre, abrir la caja fuerte y
sacar el storioni, ese violín que tenía nombre (Vial), y descubrir que
dentro de su estuche con una extraña mancha oscura se ocultaban muchos
secretos e historias. Adrià no sabía aún qué sería de su vida, pero
pronto se sentiría culpable por una muerte violenta,
conocería/perdería/reencontraría al amor de su vida y se preguntaría,
con el tiempo, por qué el mal es una de las constantes en la historia de
la humanidad.