Tom Bissell
es un tipo curioso,
tanto por lo cuenta por cómo lo cuenta e incluso por quién es. Ya de
entrada
nos dice que perdió la fe religiosa cuando tenía dieciséis años de edad
(ahora tiene cuarenta y uno) pero las páginas de su libro nos dejan
claro que una cosa, la pérdida de la
fe, no está reñido con el interés que se pueda tener por la historia del
cristianismo, las “historias” que el Nuevo Testamento y textos apócrifos
relatan sobre Jesucristo y los Doce Apóstoles, o la teología en general. Y eso es algo que se
desprende de su texto: interés, curiosidad y pasión por saber y conocer;
incluso “descubrir”, no sólo en el sentido ·arqueológico” o “científico” de la
palabra, sino en el más amplio significado: a fin de cuentas, se podría argüir
que la religión, la fe, también significa “descubrir” algo sobre uno mismo, no
necesariamente en relación con una creencia religiosa determinada, sino algo
más bien “socrático” o que, también en clave helénica, dejaba entrever uno de
los lemas que estaba inscrito en la entrada del templo de Apolo en el santuario
de Delfos: “conócete a ti mismo”. La curiosidad le lleva a buscar los restos de
un monasterio legendario en Kirguistán, seducido por la mención de un mapa
medieval catalán y por un documental de la 2 (zona, que por otro lado, conoce
de un viaje anterior como miembro de los Cuerpos de Paz estadounidenses) o a la
India, donde sufre problemas intestinales constantes y trata de encontrar quién
le lleve a una iglesia que parece cercana… pero que no lo es tanto. La misma
curiosidad que, esté donde esté, le incita a mantener conversaciones de todo
tipo con gente diversa acerca de religión, desde concepciones muy diferentes
(siempre encuentra a alguien dispuesto a hacerlo). Una curiosidad, pues, que
despierta la nuestra como lectores y de todo ello se beneficia este libro.
16 de noviembre de 2016
15 de noviembre de 2016
14 de noviembre de 2016
11 de noviembre de 2016
10 de noviembre de 2016
9 de noviembre de 2016
8 de noviembre de 2016
7 de noviembre de 2016
4 de noviembre de 2016
Crítica de cine: Sully, de Clint Eastwood
Un gélido 15 de enero de 2009, un día normal en
Estados Unidos (a apenas una semana del inicio del primer mandato
presidencial de Barack Obama), un suceso maravilló a la población de
Nueva York, el país, el mundo. Un avión comercial de la compañía America
Airlines, el vuelo 1649, amerizó en las frías aguas del río Hudson,
apenas iniciado su vuelo, unos minutos antes, desde el neoyorquino
aeropuerto LaGuardia. A bordo, entre tripulació0n y pasajeros, iban 155
personas y, a pesar de los temores de una catástrofe aérea, no hubo
víctimas mortales. En apenas 24 minutos desde el amerizaje todos fueron
rescatados. Fue un hecho inaudito, "el milagro del Hudson", como
enseguida los medios lo bautizaron. Y en toda hazaña hay un héroe: el
comandante Chesley Sullenberger, "Sully" para todo el mundo (Tom Hanks).
A su lado estaba el copiloto Jeff Skiles (Aaron Eckhart). Sully había
tomado los mandos del avión tras producirse la incidencia que marcó el
suceso: una bandada de pájaros se estrelló contra el avión y varios de
ellos inutilizaron los dos motores, lo cual obligaba a regresar a
LaGuardia, buscar un aeropuerto cercano o probar un aterrizaje de
emergencia. Sully, tras los lógicos momentos iniciales de desconcierto,
se decidió por al última opción en la improvisada "pista" de las aguas
del Hudson (recordemos que era enero y con una sensación térmica de
varios grados bajo cero). Esa decisión logró salvar la situación, pero
también generó dudas en las autoridades del país encargadas de la
seguridad aérea (básicamente, la Junta de Seguridad del Transporte Aéreo
(NTSB, por sus siglas en inglés). A pesar de haber salvado las vidas de
todos los ocupantes del avión, ¿estuvo equivocado Sully? ¿Tomó una
decisión que puso en juego esas vidas humanas? ¿No era acaso más
factible el aterrizaje de emergencia en LaGuardia u otro cercano, una
vez se dio la vuelta? En última instancia, Sully, el "héroe", ¿pudo ser
lo contrario?
3 de noviembre de 2016
Reseña de El mundo en la Antigüedad tardía. De Marco Aurelio a Mahoma, de Peter Brown
«Estoy convencido de que la tierra es muy grande, y que nosotros sólo habitamos la parte que se extiende desde Fáside hasta las columnas de Heracles, derramados a orillas de la mar como hormigas o como ranas alrededor de charca».
Platón, Fedón, 109 a-b.
El mundo antiguo se formó alrededor de un mar. El mundo antiguo mediterráneo, claro está (ay, esa visión eurocéntrica que tenemos). Este mundo conoció una unidad cuando los romanos controlaron las riberas de este mar casi cerrado. Mare Nostrum, que decían los clásicos. Mare clausus, que dirían los foráneos. Porque la civilización pareció que sólo podía existir alrededor de esa charca, de tal modo que apenas cien kilómetros tierra adentro uno ya podía considerar que no estaba en terreno civilizado. Mar rodeado de montañas, escarpados acantilados, condenado a la inanición si no fuera, paradójicamente, por las llanuras del interior, ese vasto hinterland que alimentaba con su grano a los habitantes de la costa. Un mundo en el que era más económico transportar productos de punta a punta de la «charca de ranas» que a cincuenta o setenta kilómetros tierra adentro. Las principales ciudades del vasto imperio romano estaban en la costa. Pasarían siglos, muchos siglos, para que, en el interior, del frío norte, se desarrollaran los centros modernos que prefiguraron la Europa moderna. Pero para entonces el mundo forjado durante milenios en las riberas de la Gran Charca había pasado a mejor vida. Cambio y continuidad. El mundo en la Antigüedad tardía. De Marco Aurelio a Mahoma, de Peter Brown (Taurus, 1989) nos habla de ello. De cambios y continuidades. De cómo el mundo conocido tuvo que afrontar transformaciones a lo largo de varios siglos, pongamos en un lapso de tiempo que va del 200 al 700. Las sociedades que vivieron los años del apogeo del imperio romano tuvieron que enfrentarse a la larga crisis tras la cual la unidad del mar Mediterráneo se trocó en diversidad y la continuidad se disfrazó de ruptura. Henri Perenne ya nos habló de ello en Mahoma y Carlomagno (Alianza), su gran obra clásica, en la que relacionaba el triunfo del Islam con la destrucción de la unidad impuesta por el mundo romano. Peter Brown también introduce el elemento islámico como transición, pero en la etapa final de un gran proceso que se inició, poco a poco, varios siglos atrás.
2 de noviembre de 2016
Reseña de Viajar por el antiguo Egipto, de Jean-Claude Golvin y Aude Gros de Beler
Viajar a Egipto hoy en día (si la situación
política del país lo permite) es fácil, como lo es recorrer el Nilo
desde la frontera con Sudán y hasta la desembocadura en el Mediterráneo.
Son muchas las crónicas y libros de viajes que relatan el periplo a
través del Nilo y las portentosas ruinas de tantos y tantos edificios de
los tiempos faraónicos. El lector también puede hacerlo y sentir la
esencia de ese viaje a través del papel, o de lo que unas ilustraciones
pueden evocar en nuestra imaginación. Jean-Claude Golvin, que tanto nos
hizo disfrutar hace unos meses con su espléndido libro Ciudades del
mundo antiguo (Desperta Ferro Ediciones, 2015), se une en esta ocasión a la egiptóloga Aude Gros de Beler
para “trasladarnos” al Egipto de los faraones con un volumen que logra
superar al anterior. Pues si Ciudades podía adolecer (lógicamente) de
una cierta dispersión geográfica, Viaje por el Egipto antiguo (Desperta Ferro Ediciones, 2016) se ayuda
de un criterio muy sólido: qué mejor que el curso del Nilo, desde Abu
Simbel y hasta Alejandría, como hilo conductor de este periplo. Un hilo
narrativo, pues, geográfico, que a su vez trasciende la cronología, pues
a tenor de las diversísimas etapas de la civilización egipcia
(incluidas las etapas helenística y romana) sería bastante complicado
estructurar el libro de una manera “lineal” sin tener que volver una y
otra vez a yacimientos y ciudades que vivieron diversos períodos
históricos.
1 de noviembre de 2016
31 de octubre de 2016
30 de octubre de 2016
Crítica de cine: Que Dios nos perdone, de Rodrigo Sorogoyen
Madrid, agosto de 2011. Benedicto XVI visita la
ciudad en ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud y con él cientos
de miles de católicos llenan la capital de España, mientras sus
habitantes (y el resto del país) soportan un calor especialmente intenso
aquel verano. A la canícula veraniega hay que añadir el calor de los
recientes acontecimientos que, con un epicentro en la Plaza del Sol, fue
avivado por el movimiento de los llamados “indignados” y cuyas llamas
se extendieron por todo el país, siendo el caldo de cultivo de una
protesta ciudadana y la base (no única) que llevará, en los años
siguientes, a la formación de un partido nuevo, Podemos. Dos inspectores
de policía, de homicidios en particular, Alfaro (Roberto Álamo) y
Velarde (Antonio de la Torre) tienen su particular preocupación: atrapar
a un asesino en serio que, en esos días, se ha dedicado a atacar y
matar a mujeres ancianas en el centro de Madrid. El tiempo apremia, no
conviene despertar pánico en una capital “invadida” por los peregrinos
católicos ni tampoco azuzar el morbo mediático. Pero Alfaro y Velarde, a
su manera, son también dos particulares personajes en los que la
violencia, abierta o soterrada, también está muy presente. Y tampoco
ellos podrán escapar de un clima de angustia y presión. Y calor, mucho
calor.
28 de octubre de 2016
27 de octubre de 2016
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