«Estoy convencido de que la tierra es muy grande, y que nosotros sólo habitamos la parte que se extiende desde Fáside hasta las columnas de Heracles, derramados a orillas de la mar como hormigas o como ranas alrededor de charca».
Platón, Fedón, 109 a-b.
El mundo antiguo se formó alrededor de un mar. El mundo antiguo mediterráneo, claro está (ay, esa visión eurocéntrica que tenemos). Este mundo conoció una unidad cuando los romanos controlaron las riberas de este mar casi cerrado. Mare Nostrum, que decían los clásicos. Mare clausus, que dirían los foráneos. Porque la civilización pareció que sólo podía existir alrededor de esa charca, de tal modo que apenas cien kilómetros tierra adentro uno ya podía considerar que no estaba en terreno civilizado. Mar rodeado de montañas, escarpados acantilados, condenado a la inanición si no fuera, paradójicamente, por las llanuras del interior, ese vasto hinterland que alimentaba con su grano a los habitantes de la costa. Un mundo en el que era más económico transportar productos de punta a punta de la «charca de ranas» que a cincuenta o setenta kilómetros tierra adentro. Las principales ciudades del vasto imperio romano estaban en la costa. Pasarían siglos, muchos siglos, para que, en el interior, del frío norte, se desarrollaran los centros modernos que prefiguraron la Europa moderna. Pero para entonces el mundo forjado durante milenios en las riberas de la Gran Charca había pasado a mejor vida. Cambio y continuidad. El mundo en la Antigüedad tardía. De Marco Aurelio a Mahoma, de Peter Brown (Taurus, 1989) nos habla de ello. De cambios y continuidades. De cómo el mundo conocido tuvo que afrontar transformaciones a lo largo de varios siglos, pongamos en un lapso de tiempo que va del 200 al 700. Las sociedades que vivieron los años del apogeo del imperio romano tuvieron que enfrentarse a la larga crisis tras la cual la unidad del mar Mediterráneo se trocó en diversidad y la continuidad se disfrazó de ruptura. Henri Perenne ya nos habló de ello en Mahoma y Carlomagno (Alianza), su gran obra clásica, en la que relacionaba el triunfo del Islam con la destrucción de la unidad impuesta por el mundo romano. Peter Brown también introduce el elemento islámico como transición, pero en la etapa final de un gran proceso que se inició, poco a poco, varios siglos atrás.
El libro de Brown es eminentemente visual. Decenas de figuras e ilustraciones jalonan sus páginas. Y es un libro sobre cambios sociales y culturales. Esencialmente. Y, por ello, junto a la palabra la imagen, y viceversa. Estructurado en dos grandes partes, «La revolución romana tardía» y «Legados divergentes», tiene el inicio del siglo IV (o quizá el final del III) como momento que separa dos grandes etapas. La sociedad y la religión del mundo romano posterior a los Antoninos evolucionan, cambian, se transforman, permanecen y se quedan. Pero no sin que su esencia se muestre permeable a una revolución silenciosa en las mentalidades. Especialmente en la religión y con el cristianismo como espolón de proa. La filosofía neoplatónica y el paganismo resurgen entre mediados del siglo III y la época de Juliano el Apóstata. Pero el cristianismo que se mantuvo como una religión reservada a una esfera privada se convierte en culto oficial apenas poco antes de que el propio Estado romano pueda asumir su papel de garante de la ortodoxia. Junto a ella, la expansión de un monaquismo que surge del eremitismo y del aislamiento (no en balde surge en las provincias más alejadas de la capitalidad) y que se erige en receptáculo de la gran crisis espiritual del siglo III (pareja a la política y económica). El hombre santo crece a expensas del templo. El mundo clásico entra en barrena. Pero no hay todavía un sustituto que tome el remo.
El mundo mediterráneo cambia su orientación de norte a sur por la que diferenciaba oeste del este. La unidad imperial se rompe, aunque los lazos ideológicos se mantienen aún algunas décadas. Surgen nuevos actores, nuevos centros de poder. La nueva Roma en el estrecho del Bósforo sustituye a la antigua Roma a orilla del Tíber. Occidente resurge dividido en centros de poder que tardarán varios decenios en convertirse en reinos estables. Oriente se enfrenta a sí mismo: Roma contra Persia en un principio, Bizancio contra el Islam a continuación. Del corazón exhausto de la Romania de Heraclio surgirá un imperio bizantino nuevo, defensivo, que mira a su interior y acepta que el mundo termina poco más allá de Constantinopla. El Islam conquista el Mediterráneo, se dirige al oeste perdido, pone su pie en África, penetra en la antigua Hispania. Y con su expansión, la contracción de un marco, el mediterráneo, antaño corazón de un mundo civilizado y que ahora se muestra como la «extremidad entumecida de un gran imperio euroasiático» (p. 241).
No puedo estar más de acuerdo, dejándome llevar por una imagen romántica, y probablemente apócrifa, con lo que enuncia Brown en las primeras páginas del libro:
«Al dirigir nuestra mirada al mundo de la Antigüedad tardía nos sentimos aprisionados entre la triste contemplación de vetustas ruinas y la calurosa aclamación de un nuevo nacimiento» (p. 10).
Este libro se centra en cambios en las mentalidades, más que en lo abrupto de una caída política o en los recovecos de las transformaciones económicas. Estamos ante un libro que ya tiene sus buenas cuatro décadas, síntesis de muchas reflexiones que la historiografía de la Antigüedad tardía ha desarrollado desde hace tiempo. Un libro que supera (afortunadamente) la tiranía de la compartimentación estanca en edades (¿tan sonora fue la caída del elefante romano en el año 476?), que de un modo tremendamente ameno nos lleva por los terrenos de la religión y la religiosidad, que nos acerca a la crisis espiritual del sistema de creencias del mundo clásico y que también nos lleva a la pugna geoestratégica de la Romania con sus enemigos exteriores, concretamente en el este. Cuando acabamos el viaje, en el Bagdad de Harun al-Raschid o en el Aquisgrán de Carlomagno, el mundo que creíamos conocer ya no será el mismo. Y el marco mediterráneo se convertirá, esta vez sí, en una charca.
PS: Gredos reeditó este libro en 2012... pero sin las numerosas imágenes (en blanco y negro) de la edición de Taurus. Un grave error: las imágenes no sólo "ilustran" el texto de Brown, al mismo tiempo lo ponen en un imaginario visual imprescindible para situarse en la época. Compré esa edición de Gredos, pero cuando quiero volver a releer el libro de Brown lo hago en la edición de Taurus, cogiéndolo en préstamo de la biblioteca, o en el original inglés, que compré ex professo. Sin imágenes, no.
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