Pero, chistes al margen, la figura del Reischsmarschall da para muchas biografías. Entre las últimas, y la primera en francés, está Goering. El segundo hombre del Tercer Reich, de François Kersaudy (La esfera de los libros, 2011). Una monumental biografía, deberíamos decir de entrada: casi mil páginas de texto. Y un libro que combina la biografía detallada del personaje con, inevitablemente (ya le sucedió a Ian Kershaw con su mastodóntica biografía de Hitler), el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Pues en este texto el espacio dedicado a los primeros cuarenta años de la vida de Goering, desde su nacimiento y hasta la designación de Hitler como canciller el 30 de enero de 1933, apenas ocupan 150 páginas, mientras que la mitad del libro está dedicada a los cinco años y medios del conflicto mundial. Pero no estamos ante una biografía descompensada, como pudiera parecer, pues Goering está bien presente en todo el libro. Nunca dejamos de seguirle la pista, ni de sorprendernos por su… (in)competencia.
La contraportada del libro ya nos anticipa de qué va este libro y remarca la retahíla de epítetos descalificativos que se pueden aplicar a un personaje como Goering: «conspirador de taberna, golpista improvisado, militante errante, parado morfinómano, talentoso hombre de negocios, dandy corpulento, orador estruendoso, diputado mercenario, truhán reconocido, delincuente ocasional, nuevo rico, cazador de élite, estratega de salón, economista amateur, precoz ecologista, coleccionista compulsivo, ministro sin escrúpulos y cómplice de todos los crímenes cometidos por su jefe». Todo eso y más, pero también un hombre que se hizo a sí mismo, que brilló con luz propia como aviador en la Primera Guerra Mundial, que fue enormemente popular durante los doce años régimen nazi (incluso en los últimos meses, cuando las principales ciudades alemanas habían sido arrasadas por la campaña de bombardeos estratégicos aliados que la Luftwaffe no pudo evitar), que amó a sus dos esposas, la sueca Carin von Kantzow (con quien ya mantuvo relaciones estando ella aún casada y a quien dedicó un mausoleo en su fastuoso palacio de Carinhall) y Emmy, que le dio una hija, Edda, que durante un tiempo fue considerada la heredera natural del Reich. Pero, sin estar a la altura criminal de Hitler, Himmler o Heydrich, Goering no es precisamente un personaje con el que uno pueda empatizar, incluso si nos quedara únicamente la imagen caricaturesca del hombre panzón y rubicundo que acumula medallas y se pirra por los uniformes. Como diagnosticó un médico sueco a mediados de los años veinte, Goering era «sentimental con los suyos, pero totalmente insensible hacia el resto».
Kersaudy tiene presente la catadura moral de un personaje como Goering. Alguien que nunca dudó de su fidelidad al Führer, de la que ni quiso ni intentó disociarse en el macrojuicio de Núremberg. Goering potenció siempre el aura legendaria de su relación con Hitler, a quien conoció en 1922 y de quien siempre fue acérrimo seguidor. Nunca Goering olvidó su labor como bravo escudero de Hitler, ni siquiera cuando tras el Putsch muniqués de noviembre de 1923, herido en una ingle, tuvo que huir de Alemania y vagabundear durante varios años, olvidado por todos en el partido nazi. Su retorno a la escena alemana en 1927 pudo terminar nada más empezar, pues nadie contaba con él en el NSDAP, pero sus contactos con industriales y hombres de negocios alemanes (y suecos), le granjearon un puesto destacado en el partido. Hasta el punto de que fue de los pocos diputados nazis elegidos en las elecciones de 1928. Ahí empezó la meteórica carrera política de Goering, que en apenas cinco años le llevó a presidir el Reichstag y poner todo de su parte para que Hitler fuera designado canciller en enero de 1933. Y desde entonces, la gloria, los mejores años de Goering en el poder, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Una guerra que nunca deseó empezar, como insistirá en el juicio de Núremberg, y que siempre trató de evitar a través de la diplomacia.
El autor incide en la pasión política de Goering, especialmente en las prebendas y privilegios que acumuló a lo largo del régimen nazi. Pero un lugar especial en el libro, destacado a nivel de historia militar, es el papel de Goering como jefe de la Luftwaffe, que levantó de la nada… aunque, desde luego, no sin ayuda: tanto o más mérito que Goering tiene Erhard Milch, a quien Goering protegió en los primeros años a causa de su origen judío, que fue ocultado, prefiriéndose que pasara por bastardo antes que por judío. Milch, designado secretario de Estado del Reichsluftfahrtministerium (Ministerio de Aviación del Reich) ya en 1933, fue quien cardó la lana mientras otro (Goering) se llevó la fama. Pero cuando la Luftwaffe falló estrepitosamente en la Batalla de Inglaterra, en el verano de 1940, y cuando se hicieron patentes lo abultados errores estratégicos de la aviación alemana en la campaña de Stalingrado, Goering comenzó a perder el ascendiente que tenía sobre Hitler. Gran parte del libro trata sobre la construcción de la Luftwaffe, los diseños de los cazas y bombarderos de Heinke, Junkers y Messerschmitt. El lector más interesado en las cuestiones militares del conflicto mundial encontrará numerosos detalles al respecto del papel de la Luftwaffe en la guerra; incluso los que no estamos tan aficionados a estas cuestiones disfrutamos con la ágil y hábil disertación de Kardesky al respecto.
Junto a la biografía puramente personal de Goering, además de su papel cada vez más desastroso durante la guerra, la defensa que el personaje asumió en Núremberg cobra importancia en las últimas cien páginas del libro de Kersaudy. Así, observamos a Goering luchando por mantener la máscara que él mismo se ha puesto, que ha interiorizado y que pretende que todos los acusados asuman, no permitiendo que la pátina mitificada sobre Hitler quede deslucida. No pudiendo escapar a la condena a muerte por ahorcamiento, algo que le horrorizaba y que destruía esa imagen de mártir de la causa nazi, Goering, como el frustrado actor que fue en todos los aspectos de su vida, quiso presentarse a la muerte saliendo de escena con una cápsula de cianuro en la boca en sus últimos momentos. Para entonces nadie dudaba ya de que, frente a la imagen de un aparente bonachón gordo que sentía pasión por los honores y las medallas, Goering era también la imagen criminal del Reich nazi. Siempre pretendió desconocer lo que sucedió en los hornos crematorios de los campos de exterminio, pero no podía obviar que ese camino lo trazó él mismo como creador de los primeros campos de concentración en 1933. Pudo y le echó la culpa de todo el genocidio a Himmler, disculpando a Hitler como lo hacía consigo mismo aludiendo ignorancia respecto lo sucedido, pero nadie se dejó engañar.
La biografía de Kersaudy es apasionante, de una lectura voraz y amenísima. Se agradecen las múltiples notas a pie de página que complementan, matizan o clarifican conceptos y hechos tratados en el texto. Se agradecen los mapas, aunque se echa en falta un aparato de fotografías e imágenes sobre los principales personajes que constantemente aparecen en el libro. La traducción en ocasiones parece apresurada y demasiado dependiente de un francés que tiene sus propias grafías para la trascripción del idioma ruso (nombre que en castellano se escriben de otro modo). Pero estas deficiencias no empañan, ni de lejos, una biografía que refleja muy bien la personalidad desbordante de alguien como Goering. Y que nos ofrece una imagen global del personaje, sin pretender caer en la fácil parodia ni en una deshumanización del personaje. Porque Goering no era inocente de nada de lo que se le acusó en Núremberg, pero era consciente de que su vida pudo ser diferente. Escogió la vida que llevó, desde luego, pero sabía perfectamente donde se metía cuando, en 1922, conoció a un tal Adolf Hitler y se adhirió a un partido racista y xenófobo que, en apenas veinte años, devastaría Europa. Muchos nazis se quedaron con la etiqueta; Goering creó la suya propia.
2 comentarios:
Hace tiempo leí la biografía de David Irving. ¿La conoces?
Sí, pero no se puede fiar uno de Irving...
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