Nota: esta reseña parte del original Twelve Caesars: Images of Power from the Ancient World to the Modern, publicado por Princeton University Press en octubre de 2020 y en paralelo a la traducción castellana.
Mary Beard impartió una serie de conferencias, «Twelve Caesars: Images of Power from Ancient Rome to Salvador Dalí», en Washington, DC en la primavera de 2011 –en el marco de las A.W. Mellon Lectures in the Fines Arts en la National Gallery of Art de la capital estadounidense–*, en las que analizó las imágenes modernas de los emperadores romanos: los Doce Césares en la senda de Suetonio, de Gayo Julio César a Domiciano. Se interesó por el hecho de que los artistas desde el Renacimiento eligieron a estos césares de diversas maneras, a menudo al dictado de los intereses estéticos y políticos de poderosos mecenas, y cómo éstos –emperadores, reyes, príncipes y duques– los “imitaron” y buscaron su propio reflejo en el arte, y en cómo humanistas, anticuarios, eruditos y arqueólogos modernos han estudiado su imagen, desde el espejo del pasado, para reflejar actitudes del presente (y a la inversa). De aquellas conferencias había de surgir un libro y he aquí que, una década después y con otras obras importantes de por medio, llegó finalmente un volumen en el que la autora, como menciona en sus primeras páginas, plasma su interés “no sólo (…) en los emperadores por sí mismos o en los artistas que los han recreado, sino también en el resto de nosotros que [los] miramos” (Prólogo).
*Las conferencias son las siguientes:
El libro resultado de esas indagaciones sobre emperadores romanos y la recepción en el arte desde el Renacimiento es Doce césares: la representación del poder desde el mundo antiguo hasta la actualidad (Crítica, 2021), y consta de ocho capítulos, que siguen muchos de los temas (y objetos) comentados en el ciclo de conferencias mencionado y que fueron el punto de partida. En el primer capítulo, y con el caso concreto del (supuesto) sarcófago de Alejandro Severo que durante años estuvo expuesto en el Mall de Washington, se trazan los puntos fundamentales del libro: cómo la imagen de los emperadores ha perdurado a lo largo de los siglos, en objetos que van de estatuas a monedas, pasando por camafeos y bustos, y cómo estas, ya durante el Imperio Romano, estaban extendidas por doquier, de modo que eran visibles para todos los ciudadanos, que los reconocían y distinguían (algo que posteriormente ya fue más difícil de hacer); estatuas, sobre todo, que a menudo eran reutilizadas (se cambiaba la cabeza), pero que conformaban un mensaje claro, al margen de las diversas fisonomías (con signos identitarios) de cada emperador representado; y en cómo ese “sistema” llegó a siglos más modernos, de modo que algunos emperadores eran utilizados, en su aspecto físico, por soberanos modernos (Napoleón, por ejemplo) para ser identificados. Se toma el número de los Doce Césares, en clave suetoniana, aunque pueden aparecer otros emperadores posteriores; pero la idea es centrarse en las imágenes de Julio César a Domiciano.
Gayo Julio César, en particular, “protagoniza” el segundo capítulo: sus rasgos físicos distintivos, cómo se reflejó en la estatuaria antigua y en las monedas, siendo un modelo para los “césares” que le siguieron. César, a su vez, ha dejado numerosas imágenes que han perdurado en el tiempo y ha sido utilizad políticamente a conveniencia (caso de Mussolini durante el período del fascismo en Italia). Hallazgos recientes de restos de estatuas “de” César, como un busto hallado en Arlés en 2007, muestran como el interés por este personaje nunca ha cesado (incluso en los cómics de Astérix). Su sucesor, Augusto, muestra también como se fijó una imagen de este emperador (permanentemente joven a lo largo de sus más de cuarenta años de principado; un Dorian Gray a la inversa, menciona Beard: él envejece, sus retratos no), y cómo sus retratos de un modo u otro influyeron en la imagen de sus (once) sucesores.
El tercer capítulo explora la imagen de los emperadores romanos en una forma de miniatura: las monedas (tratados en ellas como “prácticamente presencias vivientes”), las representaciones en paredes o las “recreaciones” en paredes. El coleccionismo de monedas y medallas, representado a su vez en pinturas del siglo XVI de Tiziano y Tintoretto, por ejemplo, muestra que estos objetos eran muy “útiles” a la hora de representar el poder (y la cercanía con el mismo). Ofrecían, además, una imagen “real” más útil que las estatuas y que servía de modelo para los artistas que pintaron nuevas “marcas imperiales” en los siglos modernos: de este modo, los retratos en medallones, a modo de monedas, se extendieron por edificios de toda Europa (Beard comenta algunos casos, como en La Certosa de Pavía, las imágenes de Jorge I y Jorge II en la biblioteca de la Universidad de Cambridge o los retratos de Victoria y el príncipe Alberto, por ejemplo), y que llegaron a la nobleza y la alta burguesía por todo el continente. Abundan, para un público lector local, los ejemplos en Reino Unido, pero no se olvida Beard de imágenes de los césares en la Italia del Renacimiento y en su utilización por políticos como los Médici de Florencia o, como veremos más adelante, los Gonzaga de Mantua.
El capítulo cuarto, de hecho, muestra modelos renacentistas de configuración de la idea del emperador romano en la clave de los Doce Césares suetonianos, partiendo de las Tazas (o Copas) Aldobrandini, inspiradas en el kylix griego (copas anchas poco profundas) y realizadas en plata, con una altura de unos 41 cm y con representaciones de cada uno de los césares suetonianos en cada una de ellas. Este ejemplo nos lleva a la reproducción de series de emperadores, que dinastías como los Habsburgo imitaron, y a una “estandarización” de las representaciones de emperadores romanos en estas series de “doce césares”, más allá incluso de las figuras biografiadas por Suetonio, en retratos en diversas cortes europeas.
En el capítulo quinto se sigue el caso concreto de los “Once Césares” de Tiziano, la serie de retratos de once emperadores romanos (de César a Tito; Domiciano fue añadido posteriormente por Bernardino Campi) pintados por encargo de Federico II, duque de Mantua, para una sala “imperial” (el Appartamento di Troia) en el Palacio Ducal de Mantua. Los cuadros fueron copiados por Bernardino Campi para el gobernador de Milán, Francesco Ferdinando d’Ávalos, por Campi unos años después y se añadieron las esposas imperiales, de Pompeya (tercera esposa de César) a Domicia Longina (esposa de Domiciano); en el caso de Otón se pintó a su madre Albia Terencia. Las pinturas originales de Tiziano se vendieron a Carlos I de Inglaterra en 1628, pero finalmente, por azares diversos, recayeron en los reyes españoles desde Felipe IV y se conservaron en el Alcázar Real de Madrid donde, a causa de incendio en 1734, fueron destruidos. Sobrevivieron las copias de Campi y a su vez se reprodujeron en grabados realizados por Aegidius Sadeler. Todo ello permite hablar del arte de la replicación, partiendo de los grabados de Sadeler, que se convirtieron también en estatuas repartidas por toda Europa y en pinturas murales (el Camerino dei Cesari de Mantua realizado por Giulio Romano y que también adquirió Carlos I).
El capítulo sexto, centrado en la idea de la sátira, la subversión y asesinato, parte de las pinturas de la Escalera Real del Palacio de Hampton Court para los reyes Guillermo III y María II de Inglaterra, diseñada por sir Christopher Wren, y que se rodea de doce paneles pintados por Antonio Verrio que representan a doce emperadores que no fueron plenamente identificados hasta la década de 1930. Esta falta de identificación era común en la época, cuando se confundía a unos emperadores con otros, pero sirve de excusa para analizar, artísticamente, la figura del asesinato de emperadores, en particular la de Julio César. Figura tan idealizada, como en la serie de Los triunfos de César pintados por Andrea Mantegna entre 1485 y 1505, como vilipendiada, la de César nos permite conocer la representación del magnicidio. Este conjunto de Los triunfos sería colgado en el Palacio de Hampton Court por Carlos I de Inglaterra junto a una serie de diez tapices encargados un siglo antes por Enrique VIII y que también recreaban episodios de la vida de César; posteriormente, en época de Cromwell, los tapices se descolgaron y acabaron por perderse, pero uno de ellos se encontró en una tienda de alfombras de Nueva York y describía el asesinato de César en los idus de marzo del año 44 a.C. Este hecho permite a Beard mostrar una panorámica sobre el magnicidio imperial en varios ejemplos: el cuadro del asesinato de César por Jean-Leon Gérôme, el linchamiento de Vitelio en el año 69 de nuestra era recreado en pinturas de Jules-Eugène Lenepveau y Paul-Jacques-Aimé Baudry, el reconocimiento imperial de Claudio tras el asesinato de Calígula en el año 41 en tres versiones pictóricas por Lawrence Alma-Tadema o la muerte de Nerón pintada por el ruso V.S. Smirnov.
El séptimo capítulo pone el foco en figuras imperiales femeninas: esposas o madres de emperadores; en concreto se tratan los casos de las dos Agripinas (madre e hija, a su vez madres de Calígula y Nerón) en diversos cuadros, de Livia y sus estatuas, de Mesalina y la exageración o el rumor; en última instancia se trata de mujeres (imperiales) y poder (tema que ha tratado Beard en Mujeres y poder: un manifiesto, Crítica, 2018, ed. ampl. 2019), o los límites del mismo, y de cómo las mujeres imperiales eran representados (o tildadas según el caso) de madres, matriarcas, víctimas o prostitutas. Se pone el acento en representaciones pictóricas: cuadros de Angelica Kauffman y Jean-Auguste-Dominique Ingres, caricaturas de Aubrey Beardsley y James Gillray, pinturas de Alma-Tadema y Nicolas Poussin o incluso imágenes de vivisecciones en recreaciones medievales. Por último, en el octavo capítulo, presentado a modo de epílogo, se trazan algunas conclusiones y en lo que significan (las imágenes de) los emperadores hoy en día, entre el cliché y la sátira política (atemporal). Un apéndice recoge la traducción de unos versos sobre los emperadores y emperatrices de los grabados de Sadeler mencionados en el capítulo quinto.
Estamos ante un libro de análisis académico sobre imágenes de emperadores romanos que resultará muy asequible para lectores diversos y sobre todo curiosos. Quienes hayan leído sus diversas obras encontrarán una manera de desarrollar ideas a partir de algunos conceptos que es muy habitual en la obra de Beard; un estilo que podemos encontrar en El triunfo romano: una historia de Roma a través de la celebración de sus victorias (Crítica, 2008; reed. 2012), por ejemplo, alrededor de esta ceremonia típicamente romana, o en El mundo clásico: una breve introducción junto a John Henderson (Alianza Editorial, 2016), breve libro que a partir del templo de Basas nos permite “acercarnos” al mundo clásico y el legado moderno.
Acercarse a los emperadores romanos, a esos Doce Césares, desde la mirada del arte y a lo largo de varios siglos (desde el Renacimiento italiano y hasta prácticamente la actualidad), es el principal aliciente de un libro que se nutre del diálogo entre el discurso analítico (y temático) de Beard y el acompañamiento de las múltiples imágenes que se sitúan en este discurso. En muchos aspectos, los lectores del citado manifiesto Mujeres y poder o de La civilización en la mirada (Crítica, 2019), volumen derivado de los dos capítulos que Beard presentó en la serie documental Civilisations (BBC: 2018, emitida en Movistar+ bajo el título El arte de las civilizaciones), tienen ya el camino trazado para seguir la senda que aquí se emprende: cómo el arte nos permite comprender la evolución histórica, la relación entre pasado y presente, que en este volumen se ejemplifica en la imagen (y el imaginario) de los emperadores romanos; la visión que de ellos se ha tenido desde la Antigüedad, y en particular desde el Renacimiento, nos dice en realidad más sobre nuestra época que sobre el período del Imperio Romano. Y este es otro de los elementos más interesantes de este volumen.
La trayectoria de Beard en los estudios clásicos difícilmente se pondrá en duda: a los libros mencionados añadimos La herencia viva de los clásicos: tradiciones, aventuras e innovaciones (Crítica, 2013)z – y la alta divulgación, como Pompeya: historia y leyenda de una ciudad romana (Crítica, 2009; reed. 2014) y SPQR. Una historia de la antigua Roma (Crítica, 2016), la obra que la ha popularizado entre el gran público, y eso que el lector español no especializado apenas conoce parte de su obra académica en inglés: el breve pero imprescindible volumen Rome in the Late Republic escrito con Michael Crawford (Bristol Classical Press, 1985; ed. rev., 1999), el ambicioso estudio Religions of Rome con John North y Simon Price (Cambridge University Press, 1998, 2 vols.) o, recientemente, Laughter in Ancient Rome: On Joking, Tickling, and Cracking Up (University of California Press, 2014), sobre el humor en la Roma antigua, así como obras sobre el Partenón y el Coliseo; son una muestra de los intereses académicos de Beard la recopilación de reseñas de múltiples libros sobre el mundo grecorromano en La herencia vivo de los clásicos: tradiciones, aventuras e innovaciones (Crítica, 2013). Doce Césares puede servir de gran espolón de proa para difundir las investigaciones y análisis de Beard sobre el mundo romano, en este caso la imagen de los emperadores a lo largo de la historia y su legado desde el Renacimiento, desde una perspectiva académica.
El elemento visual es, desde luego, uno de los aspectos más destacados (si no el más destacado) de este estudio: con la constante llamada a “mirar” las imágenes –ya sean bustos, estatuas, monedas, medallones, camafeos, cuadros, tapices o caricaturas– el volumen no sólo es una experiencia visual, sino también un reconocimiento de que el arte muestra en detalle aquello que a menudo la palabra escrita, sobre todo si esta ha sido manipulada, tergiversada o silenciada, no muestra del todo. Hoy en día tenemos una “imagen” de los emperadores romanos que remite al cine y la televisión, pero durante siglos esa imagen era física en todo tipo de artefactos, y estos son “visualizados” en el discurso de Beard. Hay que añadir, además, el cariz de “originalidad” en el discurso que, a lo largo de los diversos capítulos, desarrolla Mary Beard, que ya mostrara en obras anteriores, desde el academicismo de algunas de sus obras a la divulgación de su SPQR y sus series documentales. Si ya la autora logró que el lector/espectador se interesase por su mirada social (los romanos “corrientes”), ahora lo conseguirá con ese acento en las imágenes de los emperadores a lo largo del arte de los últimos siglos.
Como conclusión, estamos ante una excepcional panorámica de cómo el arte ha retratado a los primeros “doce” emperadores romanos (incluido César) desde el siglo XVI y cómo la imagen de estas figuras (y algunas de sus esposas y/o madres) ha permeado en el imaginario colectivo de los últimos cinco siglos, y una obra de referencia con este volumen para lectores curiosos y especialistas en la materia
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