¿Pudo ser la caída del Imperio Romano un hecho positivo para el mundo moderno, a pesar de una tradición catastrofista que nos obliga a ver la «caída» de Roma con tintes negativos, incluso peyorativos? Esta es LA pregunta que se plantea Walter Scheidel en Escape from Rome. The Failure of Empire and the Road to Prosperity (Princeton University Press, 2019), un libro extenso y con una cierta tendencia a alargarse y «contrafactualizar» en exceso, pero que también aporta un muy interesante análisis sobre la pervivencia de los imperios. De hecho, tomando la famosa y divertidísima secuencia de la película La vida de Brian (Terry Jones, 1979) sobre «¿qué han hecho los romanos por nosotros?», podríamos responder que sí, que fueron «el alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras, los baños públicos e incluso la paz», pero también que aportaron una «herencia cultural y política» que, parafraseando al ínclito Donald Trump en un discurso ante el presidente italiano Sergio Mattarella en octubre de 2019, «se remonta miles de años» hasta ellos.* Un legado que ha pervivido a pesar de esa «caída» de Roma, que la tradición (y la convención historiográfica) sitúan en la deposición del último emperador romano de Occidente en el año 476 por el líder de un ejército de «bárbaros».
*Tweet de la Casa Blanca, 16 de octubre de 2017. No estuvo equivocado Trump (o el redactor del discurso que leyó), pues, al margen de la actual alianza ítalo-estadounidense, es cierto que Occidente comparte una «herencia» especialmente cultural de Roma, pero desde luego no es la única herencia que ha pervivido.
Walter Scheidel |
Cierto es que la respuesta, como se explaya Scheidel en las páginas finales de su libro, trascienden lo anecdótico y el Imperio romano produjo «el más prolongado período de una paz interna continua que esta parte del mundo hubiera experimentado» (p. 504, la traducción es mía), y a ello pueden añadirse unos niveles de urbanización y de densidad de población que no se volvieron a alcanzar hasta la Plena Edad Media (1000-1200) o, en algunas partes del Oriente Medio y el norte de África hasta hace unas pocas generaciones; o una integración mercantil, por muy imperfecta que fuera, y una monetización que no se lograrían hasta la Edad Moderna. Pero, se pregunta el autor a lo largo de su libro, ¿estos logros dejaron de producirse cuando Roma «cayó» o más bien volvieron a suceder y se ampliaron gracias a esa «caída»? ¿Somos ahora mejores precisamente porque no pervivió el Imperio romano?
Scheidel responde a la pregunta de los Monty Python en el epílogo (p. 527):
¿Qué hicieron sin duda por nosotros antes de que su imperio cayera? Me parece que la respuesta más sincera es también decepcionantemente vaga: que de manera harto posible pudieron hacer algo importante por nosotros –si, y solamente sí, su imperio, al virar hacia el cristianismo, dejó algunos cimientos para un desarrollo más tardío–, pero que es igual de probable que pudieron no haber contribuido a nada esencial en todo este futuro resultado y que, así, fallaron en determinar el aspecto general, si no en algunos de sus puntos más nítidos, del mundo en el que vivimos hoy en día.Al final, la fractura competitiva [del continente europeo desde 476] bien pudo haber sido más importante –mejor dicho, incluso más– que la unidad cultural residual: la incontestable pregunta es si lo anterior [la unidad imperial] en sí mismo pudo haber sido suficiente. La irrevocable desaparición de Roma fue una precondición indispensable de la modernidad. Pero cuando se trata de explicar este avance, ¿de verdad importa que su imperio hubiera existido en absoluto? (la traducción es mía).
Es una respuesta que, en cierto modo, sí, resulta decepcionante, si uno busca una contestación “absoluta”, única; pero que también responde a otra pregunta subyacente: si Roma «cayó», y con él su imperio, de sus cenizas (o de sus partes, si se prefiere) surgió la Europa diversa (y compleja) que conocemos hoy en día, para bien o para mal. Roma no se construyó en un día, tampoco su imperio, y la Europa actual desde luego que tampoco: los quince siglos y medio que siguieron a la «caída» de Roma dio paso a un continente en el que los enfrentamientos y las guerras fueron constantes, en el que la pugna religiosa perenne –y hoy en día aún pervive con el manido concepto del «choque de civilizaciones» entre un Occidente cristiano laico y un Oriente islámico radical que no deja de ser simplista en ambos lados de la varilla–, en el que la represión política, social, religiosa y cultural ha estado a la orden del día; pero en el que también el conocimiento (más o menos) «libre» se ha extendido a pesar de las cortapisas de un poder estatal controlador, en el que el hombre se ha liberado de la tiranía del pensamiento único (o puede que no, me temo…) y en el que la cultura ha permitido «evolucionar» a los «ciudadanos» que paulatinamente han dejado de ser «súbditos». Se podrá argüir que es una conclusión demasiado bienintencionada e incluso ingenua, pero lo cierto es que hoy en día somos más «libres» que hace quince siglos y no estamos «determinados» por poderes superiores que nos impidan tomar las riendas de nuestro porvenir.
El Imperio Romano en el año 125 (clicar en la imagen para agrandar). |
Quizá para llegar a esta respuesta no fueran imprescindibles más de quinientas detalladas (y prolijas) páginas, un análisis comparativo con el otro (único) gran imperio que ha sobrevivido desde los tiempos romanos en el Viejo Mundo –dejando al margen las Américas, la mayor parte de África y Oceanía–, es decir, China, y algunas piruetas conjeturales a lo largo de este volumen. Tengo la sensación de que el autor, que en la no menos dilatada introducción del volumen pone las cartas encima de la mesa y muestra la jugada con la que pretende ganar la partida («La Gran Evasión»), podría haber llegado a conclusiones que, para un lector algo avezado en la materia, van surgiendo con no una no sorprendente lógica a medida que pasan las páginas, podría haber logrado, si no más, lo mismo con menos «rollo» por su parte. Pero, lo que puede parecer de entrada un hándicap se convierte también, y de manera casi instantánea, en un acierto en su libro: es decir, al extenderse tanto en la exposición de su(s) hipótesis, Scheidel ofrece al lector una amplísima y sustanciosa panorámica de la formación de un imperio, el romano, y de las causas de su auge y consolidación (Parte II); la evolución del aparente «vacío» que dejó y que no fue otra cosa que la formación de la Europa (grosso modo) medieval y moderna (de Justiniano a Napoleón: el primer gran intento de una renovatio imperiii y el último imperio con voluntad de serlo a nivel europeo (Reich nazi al margen) [Parte III]; la comparación entre la «fractura competitiva» que fue la Europa posromana y la China con vocación imperial desde siempre (de la dinastía Qin [220-207 a.C.] a la Qing (1644-1911), y de hecho hasta el presente actual) [Parte IV]; y los elementos que permiten entender por qué un imperio como el romano no pudo repetirse en Europa, y cómo logró, no obstante, imponer un modelo económico de globalización, y un imperio que no dejó de serlo, el chino, en los últimos cinco siglos, aproximadamente (Parte V).
El empeño es harto extensivo y se acompaña de numerosos cuadros, diagramas y mapas (algunos de ellos en el marco de lo contrafactual), que permiten elaborar (y hacer complejo) un análisis que, en resumidas cuentas, trata de explicar (y en muchos aspectos sale ganador) por qué Europa (y el norte de África y el Levante asiático) no han vuelto a tener una unidad «imperial» desde la «caída» de Roma –a pesar de que puede decirse que, formalmente, Roma no «cayó» como tal hasta la toma de Constantinopla por los otomanos en el año 1453–; y por qué China, o el mundo chino en su más amplia extensión y que podría extenderse más allá de sus fronteras actuales, sí ha (man)tenido una «unidad» que, al margen de ocasionales «divisiones» y conquistas externas (mongoles, manchúes) ha perdurado durante más de dos milenios. ¿Es la geografía lo que explica las particularidades de ambos casos? ¿Es la economía, ya sea agraria o mercantil? ¿Quizá la cultura, ya sea la lengua o la religión? ¿Por qué Europa conquistó el Nuevo Mundo y no lo hizo China?
La China de la dinastía Qing en 1697 (clicar en la imagen para agrandar). |
¿Hasta qué punto la Gran Divergencia entre Occidente y Oriente se produjo en beneficio del primero? ¿Por qué, en ausencia de Roma, el califato omeya y abasí, el Sacro Imperio Romano Germánico, el imperio de los Habsburgo o el sultanato otomano no pudieron ocupar el «vacío» que aquella dejó en los diez siglos posteriores… y por qué China sí logró «perpetuarse» como gran imperio en el Extremo Oriente a pesar de padecer no pocas vicisitudes y en cambio no los mongoles en el Asia Central o los diversos imperios en la India? Estas y otras preguntas, y algunas jugadas a lo historia contrafactual, se responden y desarrollan en este volumen que, en puridad, no hace más que recoger muchas aportaciones de otros autores y que Scheidel expande y lleva a veces más allá de lo «conveniente» (el autor se justifica en la introducción por el hecho de optar por la historia contrafactual en ocasiones, sabiendo que ello «irritará» a los más puristas).
Se trata de un análisis que aporta, dentro de lo «trillado» algunas notas de originalidad (las Partes IV y V, en general), como, por ejemplo, el «efecto estepa» (un concepto que no acuña el propio Scheidel, sino que recoge de otros), y que a partir de un análisis de la ecología (más que de la naturaleza) explica la resiliencia de China como imperio (con permiso de los mongoles) en el capítulo 8, y que no reduciría la estepa a una mera «carretera» que permitiría el rápido avance de los mongoles en el siglo XIII, sino que «precipitó la formación del estado imperial» en el extremo de Asia. También es muy interesante el extenso capítulo 10, que detalla las instituciones políticas y económicas que permitieron el desarrollo europeo (una primera «globalización») en los siglos modernos y que, a la contra, provocaron el «estancamiento» de China como imperio.
Más redundantes (reconozco que quizá por lecturas intensivas por mi parte en los últimos tiempos) resultan las Partes II y III, pero que, desde un punto de vista del lector no especializado, relatan la historia del continente europeo (y parte del asiático) en la formación del Imperio romano (tanto desde el núcleo, en el capítulo 2, como desde la periferia, en el 3) y en la quiebra del mismo y el surgimiento de (y fracaso) de alternativas imperiales (de los bizantinos a los otomanos, con Napoleón como romantizado intento final; capítulos 5 y 6). Encontrará aquí un lector general un relato cronológico y temático que suele encontrarse en diversos volúmenes y que Scheidel condensa con buena pluma.
El resultado final es un volumen en ocasiones denso, y no porque aparentemente puede parecer un discurso alambicado (en ocasiones lo bordea), sino porque hay muchos datos, muchísimos, que el autor expone sin darse un respiro. Esta densidad prácticamente sistémica, una avalancha de datos, fechas, nombres, dinastías, imperios, conquistas, conceptos, procesos y variables argumentales, puede producir una cierta sensación de empacho (que no hartazgo) incluso en lectores que conozcan en detalle las múltiples fuentes y tesis de especialistas que recoge (y amplía) Scheidel. Quizá este sea el principal hándicap del volumen: que tanto dato y tesis acaban por aplastar al más pintado, como si de «bombardeos estratégicos» se tratara. Pero, visto de otra manera, también aporta una interpretación muy rica en detalles (y no pocos matices) de la historia del Viejo Continente que supera caducas historias nacionales y permite una lectura a modo de historia universal con un estudio de caso (o una pregunta), que sería la «caída» de Roma como oportunidad de desarrollo y no tanto como sueño truncado. Y ese estudio de caso es, de hecho, lo más estimulante del extens(ísim)o análisis del volumen de Scheidel: suscita tantas preguntas como ofrece (algunas) respuestas y, por qué no, depara unas cuantas incertezas que permiten avanzar en el análisis histórico.
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