Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
La carrera de Paul Schrader estuvo durante un tiempo vinculada a la de Martin Scorsese. Ambos se criaron en familias en las que la religión era importante: Schrader creció con el calvinismo (o cristianismo reformado, para ser puristas) y Scorsese en el catolicismo, y ello se nota en las películas que han escrito y/o dirigido. En el caso de Scorsese, la culpa y el perdón son dos de los temas que suele tratar en su filmografía; para Schrader, el remordimiento y la angustia (existencial) son elementos constantes en su obra. Vaya dos personajes, a priori tan diferentes en cuanto a formación y creencias, se podría decir. Pero el suyo ha sido un viaje personal hacia una modulación de la fe religiosa desde puntos de vista ortodoxos y con caminos que en cierto modo divergen de lo más “canónico”, por emplear esta palabra. Ambos trabajaron juntos en películas como Taxi Driver (1976), Toro salvaje (1980) y Al límite (1999), filmes en los que muchas de sus cuitas personales están muy presentes; y también estuvieron detrás de una cinta tan polémica en su momento como fue La última tentación de Cristo (1988). No deja de ser curioso que las últimas películas que ambos han estrenado sean precisamente obras en las que la religión es el tema (¿o quizá la excusa argumental para ir más allá?) como son Silencio (2017) en el caso de Scorsese y El reverendo (2018) para Schrader. Películas muy alejadas de la premura y la pirotecnia que suele pulular en las salas de cine actualmente y que apuestan por la reflexión y la incertidumbre como marcas de distinción.
El reverendo –título aséptico, pero no impropio, a partir del original First Reformed, que se refiere tanto a la vertiente reformadora del calvinismo que profesa el sacerdote del título como a la iglesia (el edificio) a su cargo– es la historia de Ernst Toller (Ethan Hawke), un antiguo capellán castrense que arrastra el trauma personal de la muerte (muy joven debía de ser el muchacho, pues su padre afirma tener 46 años) en Irak; una muerte que le marca especialmente porque él, en contra de la opinión de su esposa, fue quien animó al muchacho a presentarse voluntario: una tradición familiar, “una tradición patriótica”, aduce, como motivo para alentar al muchacho a ir a una guerra, que también reconoce, que no tenía “ninguna justificación moral”. Ahora es el pastor de una comunidad en el interior en Nueva York y quien cuida de la iglesia de Snowbridge, que cumplirá en 2017 su 250º aniversario. La iglesia es propiedad de una organización eclesiástica más amplia, Abundant Life, dirigida por el pastor Jeffers (Cedric Kyle, también conocido como Cedric the Entertainer), muy interesado en conmemorar el doble centenario y medio de la pequeña iglesia local, que en su tiempo fue una etapa del Ferrocarril Subterráneo abolicionista y que, a pesar de su condición de monumento, apenas tiene un puñado de fieles durante los servicios religiosos.
El reverendo vive solo, sin apenas enseres personales, en la vivienda de la iglesia: apenas unos pocos muebles –resulta desoladora la desnudez de alguna habitación de la vivienda– y mucha soledad y silencio le acompañan. Decide escribir un diario durante un año, en el que guardará sus reflexiones, y que destruirá cuando termine el plazo. Toller es un hombre circunspecto pero atento a su comunidad, y por ello cuando una de las feligresas, Mary (Amanda Seyfried) le pide consejo y asistencia, no dudará en dárselas. Mary le pide que hable con su marido, Michael (Philipp Ettinger), un activista en defensa del medioambiente que acaba de salir de la cárcel; Michael no es, religiosamente hablando, practicante, a diferencia de Mary, que encuentra en la oración un bálsamo para el día a día, pero sí alguien que está dispuesto a hablar con un pastor. Se da la circunstancia, además, de que Mary está embarazada. Michael no cree que estén preparados para traer un hijo a un mundo en el que el medio ambiente está en permanente riesgo, pero Toller le persuade de que esa decisión no le pertenece a él, sino a Mary; de hecho, cuando Michael le pregunta por la muerte de su hijo, en busca quizá de un clavo “moral” al que agarrarse, Toller le responde que “la desesperación que tienes por traer a un hijo a este mundo no tiene comparación con la desesperación de que un hijo se vaya de él”.
La película abunda en momentos de reflexión sobre la angustia vital y la fe religiosa –cuando Michael le pregunta cómo superó la muerte de su hijo, Toller le responde: “el coraje es la solución a la desesperación, la razón no te da respuestas”–, pero no trata de aleccionar a nadie, ni a los personajes ni a los espectadores. La trama, a partir de este encuentro entre dos hombres desesperados, cada uno a su manera, y una mujer, Mary (no es casual el nombre), como particular nexo de unión, nos lleva a observar (es lo que hacemos constantemente en este filme, “observar”) el cambio en el “interior” de Toller. Enfermo, pero no sabemos de qué, abusando cada vez más del alcohol mientras escribe su diario, acosado por esa misma desesperación de la que quiera salvar a Michael (y también a Mary), el reverendo entra paulatinamente en un proceso de “radicalización” personal, interna, también religiosa, que puede ser malentendida desde un punto de vista superficial, y que le lleva a tomar una decisión que, por su carga simbólica, golpea especialmente al espectador. A lo largo del metraje, además, Schrader pone el acento en las cuestiones que atosigan a Toller: el desastre medioambiental, el peso de la culpa por la muerte de su hijo (y el alejamiento de su esposa), la mercantilización de la religión por parte de sus propios pastores (el caso claro del pastor Jeffries y del empresario industrial que nutre sus arcas y quiere un papel destacado en la ceremonia de reconsagración de la iglesia centenaria).
“Tenemos que elegir a pesar de la incertidumbre”, dirá Toller en su charla con Michael, y es precisamente esa incertidumbre –religiosa, moral, personal– la que planea constantemente en un filme que se nutre de planos fijos y secuencias pausadas, milimétricamente diseñadas en sus encuadres y en el uso de la luz. “Esperanza y desesperación: una vida sin desesperación es una vida sin esperanza”, le dirá en esa misma conversación, cuyas consecuencias casi inmediatas se convertirán en el catalizador para que el propio personaje dinamite sus postulados (a los que también se ha agarrado como su tabla de salvación) en lo que ha de venir. Ethan Hawke compone uno de los mejores papeles de su carrera y logra, con sus dudas, sus miedos y especialmente sus decisiones, que nos sintamos abrumados ante lo que observamos en la gran pantalla: la introspección y los silencios, la furia y la obediencia, la evasión y lo místico, la duda y la esperanza. Todo confluye, ya lo verá el espectador, en una película que el director y guionista construye con detalle, quizá dejándose influenciar por el cine de Ingmar Bergman, uno de sus cineastas fetiche.
Estamos, pues, ante una película que nos sobrecoge con su reflexión sobre la culpa y el vacío, temas sobre los que Schrader ha trabajado en su carrera y con los que en ocasiones ha coincidido con Scorsese. El final, más que abierto, induce al silencio y la digestión de lo que hemos visto para poder asimilarlo. Puede parecer una película densa, “existencialmente” hablando, pero lo cierto es que El reverendo se erige como una espléndida obra de arte cinematográfica y un más que necesario tratado sobre la soledad y la perenne fragilidad del ser humano y de sus propias creencias. “¿Puede Dios perdonarnos por lo que le hemos hecho a este planeta?”, pregunta Michael en aquella secuencia; Toller le responde desde la más absoluta humildad: “no lo sé, quién sabe lo que Dios piensa”.
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