Sobre Alejandro III de Macedonia, Alejandro Magno, se han vertido (literalmente) océanos de tinta sobre miles de páginas. Hasta tal punto que, como suele suceder a menudo, ya casi hastía ver en las mesas de novedades de las librerías “nuevas” biografías y estudios que básicamente vienen a contar lo mismo de siempre –con notables excepciones, por supuesto–; por no hablar de novelas históricas, protagonizadas por el personaje o con éste como excusa argumental. Se ha escrito mucho y básicamente sobre lo mismo; y se ha focalizado en exceso la atención en su vida, su genio militar y su leyenda. Hay espléndidos libros que siguen siendo muy vigentes hoy en día –básicamente los de A. B. Bosworth (en Cambridge University Press), Nicholas Hammond (en Alianza Editorial) y Robin Lane Fox (en Acantilado); y en la última década contamos con los espléndidos libros de Waldemar Heckel y Ian Worthington. Por supuesto, el catálogo puede ampliarse, yendo a Ernst Badian hace décadas (cuya imagen del personaje era negativa). En general, Alejandro suele ser el eje sobre el que giran los estudios y sobre él pivota la narración de los hechos que llevó a cabo durante su reinado (336-323 a.C.). Por ello, es de agradecer que Richard A. Billows haya decidido poner el acento en su padre, Filipo II (r. 360/359-336 a.C.), y en sus Sucesores –los Diádocos–, especialmente en Antígono Monoftalmos (el Tuerto), que durante dos décadas polarizó en torno a sí las guerras que los generales del rey macedonio entablaron tras su prematura muerte (Ptolomeo, Pérdicas, Seleuco, Lisímaco, Eumenes, Casandro, Crátero…). El resultado es Before and After Alexander: The Legend and Legacy of Alexander the Great (Ducksworth Overlook [Bloomsbury Press], 2018), una brillante monografía que va mucho más allá de Alejandro.
Richard A. Billows |
El libro de Billows se estructura en dos grandes bloques: el “antes”, es decir, las bases y el reinado de Filipo II de Macedonia, a quien Billows considera el forjador de la nación (y el Estado) macedonio en la antigüedad; y el “después”, o sea, las guerras de sucesión, la conformación de los tres grandes reinos que surgirían de dichas contiendas (la Macedonia antigónida, el Egipto ptolemaico y el Imperio Seléucida), y la difusión y el alcance de una cultura helenística que dominó el marco mediterráneo (y más allá) durante seiscientos años. “En medio” de ambos bloques hay un capítulo, a modo de interludio, que trata sobre el reinado y las conquistas de Alejandro, y que a su vez se erige como una valoración crítica tanto de su figura como de su papel como rey, general y estadista (parafraseando el título de la biografía de Hammond). La primera conclusión que podemos establecer sobre el libro es que se trata de una obra “revisionista”, tanto del período alejandrino como de las etapas de Filipo y de los Diádocos, y que, con buen a pluma, lógica y lucidez trata de desterrar los ecos de la leyenda de Alejandro y situarnos en la herencia recibida de su padre y en el legado que dejó al fallecer a los 33 años.
La herencia de Filipo II es la base de todo, la que le permitió tener un ejército “moderno” y poderoso, tras dos décadas y media de desarrollo y perfeccionamiento, así como forjar un país, Macedonia, unido en torno a su rey y libre de las influencias externas, ya fueran ilirios y tracios por un lado, como atenienses y tebanos por el otro. Filipo (383-336 a.C.) no estaba destinado a ser rey –le precedieron sus hermanos Alejandro II y Pérdicas II– y llegó al trono macedonio (en teoría como regente de su sobrino Pausanias) en un momento de desastre general: la derrota de Pérdicas II en una batalla frente a los ilirios de Bardilis dejó postrada y semiocupada una Macedonia de por sí dividida por facciones aristocráticas y cuasi-regias en algunas de sus regiones (Lincéstide, Elimea, Oréstide), y con las pocas ciudades costeras en manos de los atenienses. Una Macedonia sin un ejército, con una población eminentemente rural y con escasas estructuras estatales; pero con riquezas naturales: madera, hierro y plata. Con estas bases materiales y sobre todo las humanas, Filipo II creó un Nuevo Ejército, expulsó en un año a los ocupantes externos y se propuso convertir a Macedonia en el Estado preponderante del mundo griego en las siguientes dos décadas. Es a Filipo, y en ello Billows es insistente, en quien se debería poner el acento y no tanto en Alejandro, que recibió un ejército en plena forma y un Estado fuerte. Los primeros cuatro capítulos del libro, pues, ponen el acento en Filipo y en sus logros, en sus antecedentes y en la creación de un ejército modélico; un ejército que poseía un Estado, más que un Estado que tenía un ejército, como posteriormente se diría de la Prusia de Federico Guillermo II (el Rey Sargento) y Federico II el Grande.
Busto de Filipo II hallado en la tumba real de Vergina. |
Por el contrario, en el interludio alejandrino Billows resigue su biografía y campañas militares, llegando a la conclusión de que Alejandro fue grande gracias a la herencia recibida, y a cómo la gestionó (no sin errores, como su ausencia de Macedonia durante la mayor parte de su reinado o la falta de un heredero que siguiera el aprendizaje que él tuviera), a un ejército bien engrasado y especialmente a unos oficiales, curtidos en el período de Filipo, que le ayudaron a lograr sus conquistas. Alejandro no conquistó él solo el Imperio Persa, declara Billows: sin un ejército que se mantuvo leal hasta un punto de no más avances (el Indo) y unos generales que a menudo le sacaron las castañas del fuego (de Parmenio a Crátero, de Antígono a Pérdicas). Las suspicacias (ya antes de ser rey), la imprudencia en el combate (en Gaza y asediando la ciudad de los malios en la India, por señalar dos), los asesinatos innecesarios (Parmenio, Clito) y la incapacidad de reconocer que no se podía ir estirar más la extensión de unas conquistas están entre los haberes de Alejandro; del mismo modo, la ausencia de un proyecto de organización de los territorios conquistados (se limitó a poner a otros persas en el lugar de los derrotados, sin apenas cambiar nada más) o la tan cacareada política de “fusión” de macedonios y persas (que Billows considera que realmente no existió: si acaso, la “macedonización” de los conquistados) son dos aspectos (entre otros) que el autor reevalúa. Una segunda conclusión: quizá el título de Grande para Alejandro no sea más que una exageración que ha perdurado durante dos milenios y pico; en la balanza pesa más lo que Alejandro logró gracias a los méritos de otros que a lo que consiguió por su propia iniciativa.
Moneda de plata con el busto de Antígono el Tuerto en el anverso. |
El bloque final del libro, y el que más me ha seducido del libro, reevalúa también el papel de los Sucesores, especialmente Antígono el Tuerto, de quien Billows ya publicó una biografía en profundidad de la que parece beber. Alejandro creó muchas ciudades, muchas Alejandrías, por todo su imperio, pero en realidad lo hizo sobre el mapa. Fue Ptolomeo I quien construyó la Alejandría (y su hijo Ptolomeo II siguió la senda) que se erigió en la gran ciudad del Mediterráneo oriental. Una Alejandría que expandió el helenismo, como lo hicieron las otras grandes ciudades fundadas en los últimos años del siglo IV a.C., como Antioquía en Siria por Seleuco… a su vez sobre la Antigoneia que creara el Tuerto. Los reinos helenísticos extendieron la cultura helenística, que llegó a la Bactria y al reino maurya en el siglo siguiente, y fue gracias a la obra de personajes como Antígono, Seleuco y Ptolomeo en la Asia (y el norte de África) conquistado a los aqueménidas; o por Lisímaco en Tracia y Antígono Gonatas en la Macedonia de las décadas centrales del siglo III a.C. Una conquista cultural con las ciudades como centros neurálgicos, con los reyes como figuras “nuevas” y con ejércitos que tomaron de Filipo II y Alejandro la base y que se perfeccionaron a lo largo del siglo III y parte del II a.C. (de la mano de Filipo V de Macedonio y Antíoco III el seléucida) hasta el choque con Roma. Un capítulo del libro se centra en estas cuestiones, mientras que otro precedente lo hace sobre las guerras entre los Sucesores en el período 323-301/282 a.C., con la figura central (y fascinante) de Antígono el Tuerto, forjador del Estado helenístico (parafraseando el libro de Billows sobre el personaje). Un capítulo final, algo más desubicado que el resto del libro, trata sobre la pervivencia de lo helenístico desde entonces y, pasando por romanos, bizantinos y musulmanes, hasta llegar a prácticamente a la modernidad (siglo XVI).
El resultado, pues, es un libro muy valioso, un soplo de aire fresco sobre la cuestión alejandrina y una “reivindicación” de la figura de Filipo II –y de los Diádocos– como figuras que merecen, tanto o incluso más, el apelativo de “Grandes”. Realiza el autor, además, una encomiable crítica de fuentes para los capítulos sobre Filipo II y un trepidante recorrido por las décadas posteriores a la muerte de Alejandro, a menudo consideradas un período de disputas intestinas por el despiece del imperio de este monarca, cuando en realidad son mucho más ricas en matices y conclusiones. Un libro que, además, se lee (y devora) con absorbente pasión y que merece, sí o sí, una traducción española.
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