Un 25 de septiembre de 1555 se firmó la Paz de Augsburgo entre el emperador germánico Carlos V y la Liga de Esmalcalda. Bien, será mejor que maticemos: en realidad entre la Liga de Esmalcalda y el archiduque austriaco (y rey de Hungría) Fernando, hermano del emperador, que fue quien se encargó de las negociaciones en nombre de un cansado y prematuramente envejecido Carlos V, quien ya había tomado la decisión de abdicar y retirarse al monasterio de Yuste. Y en realidad era más una tregua que una paz: la firma del tratado ponía punto y final a la primera gran etapa de disputas religiosas en torno a la Reforma luterana y abría el camino para la mal llamada Contrarreforma católica, pero a la vez inauguraba un escenario de guerra fría religiosa que no estallaría de nuevo hasta la (tercera) defenestración de Praga en 1618, antesala de la Guerra de los Treinta Años. Todo empezó con un monje alemán clavando (según la leyenda) un papel en la puerta de la Schlosskirche (“iglesia del Palacio”) de Wittenberg (Sajonia) el último día de octubre de 1517. El monje era Martin Lutero y el papel las ’95 Tesis’, un desafío en toda regla contra la Iglesia católica a raíz de las escandalosas indulgencias por parte de la alta jerarquía eclesiástica alemana y con la bendición del papa León X. Con su escrito, Lutero rompía con Roma, denunciando sus vicios y desvergüenzas, e iniciaba el camino de separación de gran parte de la Iglesia alemana respecto el Vaticano.
Gran parte de la nobleza alemana fue receptiva al mensaje de Lutero de un culto religioso sencillo, una lectura de la Biblia y una impartición del sermón en lengua vernácula, una interpretación sobria de los sacramentos y los dogmas de fe, y una relación más estrecha del feligrés con la parroquia y el clero ordenado. Lutero encontró el apoyo y la protección del príncipe elector de Sajonia, Federico el Sabio, que le acogió ser excomulgado por el papa y acudir a defenderse a la Dieta de Worms, en 1521, delante de un joven y recién elegido emperador Carlos V de Habsburgo. Los sucesores de Federico, en especial Juan Federico I, protegieron a Lutero, que abandonó los hábitos, se casó, tradujo la Biblia al alemán y escribió algunos de sus principales textos, que ayudarían a sistematizar la liturgia y la estructura de la Iglesia evangélica (mal llamada protestante; si decimos protestantes, asumiendo el cariz peyorativo, entonces deberíamos decir también papistas para referirnos a los católicos; pero por convención y comodidad, diremos protestantes).
El creciente enfrentamiento entre los príncipes protestantes y el emperador Carlos V –siempre metido en diversos e intermitentes “fregados”: ora la crisis religiosa y política en el Imperio, ora la guerra con Francia, ora el enfrentamiento con el papa, ora la lucha contra los piratas en el Mediterráneo, ora la guerra contra el Turco…– en las Dietas convocadas en varias ciudades, en las que el emperador exigía la sumisión a la Iglesia de Roma, condujo en 1531 a la creación de la Liga de Esmalcalda (Schmalkalden) por parte de los primeros: en ella se reunieron varios príncipes (entre los más destacados, Felipe de Hesse y el citado Juan Federico de Sajonia, que no olvidamos que era miembro del colegio imperial) así como una multitud de pequeños estados y ciudades, hasta formar un ejército de hasta 10.000 infantes y 2.000 jinetes, que no eran precisamente moco de pavo. La errática política del emperador en Alemania, dispuesto a defender la ortodoxia católica pesara a quien pesara pero imposibilitado de poder realizarla en persona a causa de sus múltiples avatares, dejó en manos de su hermano el archiduque Fernando, con más mano izquierda, pero no se llegó a acuerdos estables ni a una solución del conflicto, cada vez más enrocados cada uno en sus posiciones. Los príncipes protestantes, del mismo modo que hiciera Enrique VIII en Inglaterra, secularizaron posesiones de la Iglesia católica (monasterios y conventos) y confiscaron tierras, además de profundizar en la ruptura religiosa con Roma.
La guerra abierta no estalló hasta 1546, con las acciones del entonces duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, en el Danubio, y que culminaría en la batalla de Mühlberg (marzo de 1547), donde las tropas del emperador y su hermano Fernando vencieron a las de la Liga, tomando prisionero al mencionado elector de Sajonia. Tras varios avatares bélicos más, el acuerdo de paz se firmó en Augsburgo, el llamado Interim de Augsburgo, por el cual los protestantes se comprometían a volver a la obediencia de Roma, a cambio de aceptarse las confiscaciones de tierras y posesiones eclesiásticas por parte de los príncipes protestantes. El nombre ya dejaba claro que era una solución de compromiso, pues apenas unos pocos años después, en 1552, y con el emperador embarcado en una nueva guerra contra Francia, se reactivó la Liga de Esmalcalda, ahora con la Alianza de Torgau. Para el cansado Carlos V la puntilla fue la traición de Mauricio de Sajonia, quien hasta entonces era uno de los aliados, forzándole a una huida a través de los Alpes. Se reinició la guerra, esta vez con la iniciativa de los príncipes protestantes; aunque derrotados en la batalla de Sieverhausen (julio de 1553), desgastaron a las tropas imperiales, conduciendo la situación a un callejón sin salida (una “vietnamización”, por utilizar un símil), y obligando al emperador a negociar. El resultado fue la Paz de Augsburgo.
La batalla de Mühlberg, grabado de los Commentarios de la guerra de Alemania, hecha de Carlos V en el año de 1546 y 1547, de Luis de Ávila y Zúñiga, Amberes, 1550. |
La consecuencia del tratado fue que se reconocía la implícita división del Sacro Imperio Germánico en dos amplias zonas religiosas: grosso modo, protestante en el norte y católica en el sur. Se acordó la solución de que cada príncipe eligiera en su territorio la confesión que libremente considerara, mediante la fórmula cuius regio, eius religio, pero que a su vez significaba que los súbditos de ese mismo territorio estaban obligados a profesar la confesión religiosa del príncipe o emigrar. Se aceptaron las secularizaciones de bienes católicos anteriores a 1552, pero no las posteriores, algo que los príncipes protestantes se negaron a aceptar, hecho que fue una de las causas de la Guerra de los Treinta Años desde 1618. El problema quedaba irresuelto en el Sacro Imperio, pero se imponía una paz que, a trancas y barrancas, se mantendría hasta 1618. Se enquistaron ambos bandos, formándose la Unión Evangélica en 1608 para protestar contra la política religiosa del emperador Rodolfo II y, desde 1612, de su sucesor, su hermano Matías I. Los católicos, con el belicoso duque Maximiano de Baviera al frente, formaron en 1609 la Liga Católica. El enfrentamiento estallaría en Praga, un 23 de mayo de 1618, cuando dos representantes imperiales fueron arrojados por una ventana del palacio de Hradcany por algunos miembros de la nobleza bohemia (protestantes).
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