¿Pueden ser las vértebras de una
abuela asesinada durante la Guerra Civil convertirse en uno de los mcguffins
más originales del cine español (y me atrevo a decir del de más allá de
nuestras fronteras) en los últimos años? Pues Gustavo Salmerón lo hace en la
película documental con la que ganó el Premio Goya de la categoría en este
2018. Y eso que Muchos hijos, un mono y un castillo –título
también mcguffinero donde los haya– es bastante más que la búsqueda de unas
vértebras humanas en un piso (y un castillo) por parte de los hijos de Julita
Salmerón, madre del director, protagonista y alma (máter) de un documental que
ya en su tráiler prometía hacérnoslo pasar bien y descubrir a una señora de 82
años. A lo largo de la hora y media que dura este documental, que a su vez
recopila las grabaciones que Gustavo hizo personalmente durante años y a su vez
recoge fragmentos de cintas de vídeo de varias décadas de la familia Salmerón, Julita
reflexiona sobre su existencia y se muestra con una autenticidad que a priori
podría parecer algo impostada pero que enseguida logra atraparnos con su manera
de entender la vida. Julita Salmerón, una mujer que provoca ternura y
carcajadas, que te la llevarías a casa y la tendrías en el sofá contándote mil
y un detalles; probablemente, mi persona(je) favorit@ de este 2018 recién
empezado.
Cuando era joven, Julita soñaba
con tener muchos hijos, un mono y un castillo… y lo consiguió. Casada con un
ingeniero industrial, ya jubilado, tuvo seis hijos (uno falleció), adoptó a un
mono que con el tiempo mostró una agresividad tal (arrancaba el moño de las
señoras) que a la postre le obligó a deshacerse él, y, gracias a una herencia
inesperada se vio con la cantidad de dinero necesario para adquirir el ansiado
castillo; un castillo con sus armaduras, sus frescos y su todo, como los
cánones mandan, situado a las afueras de Vic (Barcelona). Y en ese castillo no
sólo vivieron los Salmerón (nietos también), sino también gallinas, cerdos y
hasta una cabra. Y es que en ese castillo cabía de todo, trastos incluidos, de
modo que el involuntario síndrome de Diógenes se convirtió en algo cotidiano.
Acumular, acumular y acumular, hasta el punto de que la fábrica familiar se
convirtió en trastero. Pero los sueños no duran para siempre y las deudas que
el castillo generó (unos siete millones de euros, aunque a Julita hay que
decírselo en pesetas), forzaron a la familia a desprenderse del castillo… lo
cual significaba a su vez vaciarlo de las muchas cosas que albergaba. Si las
dichosas vértebras, que buscan por la casa de los Salmerón, en los armarios y
habitaciones llenos hasta arriba de cajas con cosas (y que Julita ha etiquetado
a mano) –cosas que para la matriarca son un trozo de su vida y por ello no tira
prácticamente nada–, y que no aparecen, la acumulación es la otra esencia de
este documental.
Y es que Julita pertenece a una
generación de personas criadas en la posguerra, acostumbradas a valorar lo que
entonces no abundaba (la comida, por ello siempre come y aunque su cuerpo también
acumula kilos, ella erre que erre… ¡si es que le gusta comer!), y que atesoraba
todas las pertenencias que se tenían, por muy baladíes que nos parezcan hoy en
día. En ese retrato de Julita encontramos el de una España que fue (y es): un
país que vivió (con) el franquismo, escondió las heridas de la guerra (los
abuelos de Julita fueron asesinados por exaltados comunistas) y trató de seguir
adelante. Julita misma es una mujer hecha a sí misma por fuera y por dentro:
atea pero que se planteó seriamente ser monja (por llevar un hábito que pide a
sus hijos que le pongan cuando la entierren), enamorada (platónicamente) de
José Antonio Primo de Rivera (o más bien de la imagen y el aura que desprendió
el fundador de Falange y que fue utilizada por el régimen franquista como una
de sus bases martiriológicas, lo que no le impidió tener sueños en los que
hacía croquetas con su carne), y que hoy en día no es monárquica (no le ve
sentido a las monarquías) pero le cae bien el rey emérito Juan Carlos I; una
Julita que no tiene motivos para esconder que fue falangista de joven y que
formó parte de la Sección Femenina, y que critica a Franco, que «trajo la
desgracia a nuestra vida» y ella asocia al hambre de la posguerra.
En Julita,
de una manera u otra, podemos ver a muchos españoles de las décadas centrales
del siglo XX, que se acostumbraron (velis nolis) a un régimen
dictatorial y que trataron de seguir adelante. Julita no entiende de memorias
históricas ni revisionismos: ella sabe lo que vivió y sus contradicciones –atea
pero casi monja, fanática de la Navidad (pone el pesebre el 1 de diciembre y lo
quita en septiembre), falangista y antimonárquica– son tan naturales como
diversas eran las actitudes de los españoles en la época de Franco. A ella lo
que importan son sus hijos y su marido, su familia. Las grabaciones familiares
muestran a los Salmerón siempre juntos, de vacaciones, en celebraciones de todo
tipo, en la playa y en el campo, después en el castillo, y siempre pasándolo
bien. Como las cintas de vídeo en beta de muchas familias de los años sesenta y
setenta, se muestra una imagen de la familia, feliz y reunida, pero por
supuesto sería quedarse con sólo una imagen inacabada, pues, como parafraseando
a Tolstói, «todas las familias felices se
parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para
sentirse desgraciada».
Julita
Salmerón es auténtica y espontánea ante la cámara, a la que no parece prestar
atención; graciosa sin pretenderlo y con una manera muy peculiar de ver las
cosas. Con una filosofía de vida incalificable y hasta contradictoria, acumula cosas
y una sabiduría especial. Es imposible no reírse a menudo con lo que cuenta en
el documental, sus anécdotas y su manera de vivir. Ella y los hijos que la
rodean, o ese marido con audífono que remuga ante la cantidad de cosas que se
llegan a acumular en un piso, una fábrica… y un castillo. Es la estampa de una
familia, pero al mismo tiempo de muchas familias: de una manera u otra cuesta
poquísimo empatizar (e incluso reconocerse) en los miembros de esos Salmerón,
en esos vídeos y fotografías de color sepia.
El
resultado es un documental de 88 minutos –fruto de doce años de grabación y más
de 400 horas que costó dos años editar– de humor, una filosofía de vida y un
largo bagaje acumulado (no sólo de cosas materiales); un documental que Julita,
que acepta ser grabada, no quiere que se haga pero que deja hacer. Son muchos
los momentos hilarantes en este documental, como cuando en Julita dice, como
quien no quiere la cosa, que cuando muera la pinchen con una aguja (de coser)
para asegurarse de que está muerta (enseña después la aguja) y la vistan de
monja… y más tarde vemos un ensayo del velatorio de la “fallecida”, amortajada
como pidió. O cuando, buscando las vértebras, encuentran las urnas funerarias
con las cenizas de los padres de la matriarca, que guarda con fervor, y ni
corta ni perezosa coge una piza de esas cenizas y se “pinta” los ojos, con una
naturalidad que desarbolan al espectador.
No
os perdáis este documental: no sólo es divertido y tierno, es también un
retrato de una España de muchas. Igual sales del cine tarareando “Castillos en el aire” de Alberto Cortez, la canción con la que casi se cierra el filme. Gustavo
Salmerón ya nos enamoró con su corto Desaliñada en 2002 (y que ganó entonces el Goya a mejor cortometraje de ficción)… y hoy vuelve a hacerlo
con este documental sobre su madre y su familia.
PS:
finalmente, sí, aparecen las vértebras de la abuela de Julita.
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